– Era un grandísimo hijo de puta -decía el Lerdo. No me gustó el aspecto del Lerdo; estaba sucio y desarreglado, como un veco que anduvo peleando, precisamente lo que había hecho, pero uno nunca ha de parecer lo que hace. Tenía la corbata como si se la hubieran pisoteado, la máscara arrancada y el litso sucio de polvo, así que lo llevamos a un callejón y lo limpiamos un malenco, mojando los tastucos en saliva para sacarle la roña. Las cosas que hacíamos por el pobre Lerdo. Volvimos muy scorro al Duque de Nueva York, y calculé en mi reloj que a lo sumo habíamos estado afuera diez minutos. Las viejas y starrias bábuchcas todavía estaban allí, con los whiskies, los cafés y los menjunjes que les habíamos pagado, y les dijimos-: Hola, chicas, ¿qué tal? -Y otra vez la vieja canción:- Muy amables, muchachos, Dios los bendiga, chicos -y nosotros tocamos el colocolo y esta vez vino un camarero diferente y pedimos cerveza con ron, porque estábamos muertos de sed, hermanos míos, y ordenamos que sirvieran a las viejas ptitsas lo que quisieran. Luego, les hablé a las viejas bábuchcas :
– No salimos de aquí, ¿verdad? Todo el tiempo estuvimos aquí, ¿no es cierto?
Todas pescaron scorro, y respondieron.
– De veras, muchachos. Claro que los vimos siempre ahí. Dios los bendiga, chicos -y seguían dándole al trago.
En realidad, no es que importara demasiado. Pasó una media hora antes de que los militsos dieran señales de vida, y los que llegaron fueron muy jóvenes, muy sonrosados bajo los grandes schlemos de cobre. Uno dijo:
– ¿Saben algo de lo que pasó esta noche en la tienda de Slouse?
– ¿Nosotros? -pregunté, haciéndome el inocente-. Caramba, ¿qué pasó?
– Robo y golpes. Dos hospitalizados. ¿Dónde estuvieron esta noche?
– No me hablen en ese tono asqueroso -dije-. No me interesan esas repugnantes insinuaciones. Todo esto revela una naturaleza muy suspicaz, hermanitos míos.
– Estuvieron aquí toda la noche, muchachos -empezaron a crichar las viejas harpías-. Dios los bendiga, no hay muchachos más buenos y generosos. Se han pasado aquí toda la noche. Ni moverse los vimos.
– No hacíamos más que preguntar -dijo el otro militso joven-. Tenemos que hacer nuestro trabajo como cualquiera. -Pero antes de marcharse nos echaron una desagradable mirada de advertencia. Cuando se alejaban les propinamos un musical pedorreo con los labios. Pero me sentí un poco decepcionado; en realidad, no había contra qué pelear en serio. Todo parecía tan fácil como un bésame los scharros . De cualquier modo, la noche era todavía muy joven.
2
Cuando salimos del Duque de Nueva York videamos al Iado de la iluminada vidriera principal del bar un viejo y gorgoteante pianitso o borracho, aullando las sucias canciones de sus padres y eructando blerp blerp entre un trozo y otro, como si guardase en la tripa podrida y maloliente una hedionda y vieja orquesta. Ésa es una vesche que nunca pude aguantar. Nunca pude soportar la vista de un cheloveco roñoso, tumbado, eructando y borracho, fuera la que fuese su edad, pero muy especialmente cuando era de veras starrio como éste. Estaba como aplastado contra la pared, y tenía los platis en un estado vergonzoso, arrugados y en desorden, cubiertos de cala y barro, de roña y alcohol. Bueno, lo agarramos y le encajamos unos pocos tolchocos joroschós, pero siguió cantando. La canción decía: