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Los barriles de aceite estaban colocados en la primera pendiente de la colina. A menos de cien metros se encontraba la entrada a la mina de carbón. Había una cabaña con suministros cerca y Morton se aseguró de que estaba vacía, luego entró corriendo; salió con un puñado de granadas, fusiles y dos lanzallamas de aspecto primitivo.

– Vamos a pegarle fuego a esto -dijo.

EL CUMPLEAÑOS DE EDDIE ES HOY

En la tarta pone: «¡Buena suerte, soldadito valiente!», y en un lado, debajo del borde de vainilla escarchada, habían añadido las palabras-. «Vuelve pronto, hijo», en letras que más bien eran unos garabatos azules que se leían mal.

La madre de Eddie ya ha lavado y planchado la ropa que él llevará al día siguiente. La cuelga en una percha del tirador del armario de su dormitorio y pone un par de zapatos de vestir debajo.

Eddie está en la cocina, jugando con sus pequeños primos rumanos. Tiene las manos a la espalda mientras ellos tratan de pegarle en el estómago. Uno señala la ventana de la cocina por la que se veía el Carrusel Parisiense, que está encendido para los clientes de última hora.

– ¡Caballitos! -exclama el niño.

La puerta de entrada se abre y Eddie oye una voz que le acelera el corazón, incluso ahora. Se pregunta si se trata de una debilidad que no debería llevar a la guerra.

– Hola, Eddie -dice Marguerite.

Y allí la tiene, en el umbral de la cocina, guapísima. Eddie nota aquel cosquilleo tan conocido en el pecho. Ella se quita un poco de agua de lluvia del pelo y sonríe. Tiene una cajita en las manos.

– Te traje una cosa. Por tu cumpleaños y, bueno, como despedida también.

Vuelve a sonreír. Eddie tiene tantas ganas de abrazarla que cree que va a estallar. No le importa lo que haya en la caja. Sólo quiere recordarla ofreciéndosela. Como siempre le pasa cuando está con Marguerite, quiere que el tiempo se congele.

– Es estupenda -dice él.

Ella se ríe.

– Todavía no la has abierto.

– Oye. -Él se acerca más-. ¿Quieres…?

– ¡Eddie! -gritan desde la otra habitación-. ¡Ven a apagar las velas!

– Sí, sí, que tenemos hambre.

– Anda, sal y cállate.

– Bueno, pero luego hablamos.

Hay tarta y cerveza, leche, puros y un brindis por que las cosas le vayan bien a Eddie, y hay un momento en que su madre se pone a llorar y abraza a su otro hijo, Joe, que no ha podido alistarse porque tiene los pies planos.

Aquella tarde, después, Eddie pasea con Marguerite por el parque. Se sabe los nombres de todos los que despachan entradas y comida, y todos le desean suerte. A algunas de las mujeres mayores los ojos se les llenan de lágrimas, y Eddie imagina que tienen hijos que ya se han ido.

Él y Marguerite compran caramelo quemado y garrapiñadas, y toman refrescos. Sacan las almendras de la bolsita blanca y sus dedos se entrecruzan. En el aparato de medir la fuerza, Eddie agarra una mano de escayola y la flecha pasa «Muy flojo» y «Nada de daño» y «Se nota algo», y llega hasta «Fuerte de verdad».

– Eres muy fuerte -dice Marguerite,

– Fuerte de verdad -dice Eddie sacando músculo.

Al terminar la noche están sentados en la pasarela de madera como han visto que se hace en las películas, cogidos de la mano, apoyados en la barandilla. Abajo, en la arena, un viejo trapero ha hecho una pequeña hoguera con palos y tablas rotas y está instalándose a su lado para pasar la noche.

– No tenías que pedirme que te esperara -dice Marguerite de pronto.

Eddie traga saliva.

– ¿No?

Ella niega con la cabeza. Eddie sonríe. No tenía que hacer la pregunta que llevaba toda la noche atascada en su garganta, y siente como si del corazón le acabara de salir despedida una cuerda que se enrosca en los hombros de ella y la acerca a él. En aquel momento la quiere más de lo que había imaginado que se podía querer a alguien.

Una gota de lluvia cae en la frente de Eddie. Luego otra. Alza la vista hacia las nubes.

– Oye, Fuerte de Verdad -dice Marguerite. Sonríe, pero entonces en su cara se ve reflejada su tristeza. Al pestañear caen gotas de agua de sus ojos, pero Eddie no podría decir si es lluvia o son lágrimas.

– Y que no te maten, ¿de acuerdo?-dice.

Un soldado que se encuentra en libertad por lo general está furioso. Los días y noches que ha perdido, los padecimientos y humillaciones que ha sufrido; todo eso exige una fiera venganza, un ajuste de cuentas.

De modo que cuando Morton, con los brazos llenos de armas robadas, les dijo a los otros: «Vamos a pegarle fuego a esto», hubo un acuerdo inmediato, aunque quizá no lógico.

Inflamados por su nueva sensación de control, los hombres se dispersaron con las armas de fuego del enemigo: Smitty hacia la entrada al pozo de la mina, Morton y Eddie hacia los barriles de aceite. El capitán fue en busca de un vehículo de transporte.

– Cinco minutos, ¡y luego aquí de vuelta! -ordenó-. Los bombardeos van a empezar pronto y para entonces tenemos que habernos ido de aquí. ¿Entendido? ¡Cinco minutos!

Que fue todo lo que les llevó destruir lo que había sido su hogar durante cerca de medio año. Smitty tiró las granadas dentro de la mina y se alejó corriendo. Eddie y Morton hicieron rodar dos barriles hasta el interior del complejo de cabañas, los perforaron, luego, uno a uno, encendieron las boquillas de los lanzallamas recién conseguidos y contemplaron cómo ardían las cabañas.

– ¡Que ardan! -gritó Morton.

– ¡Que ardan! -gritó Eddie.

El pozo de la mina explotó desde abajo. Salió humo negro por la entrada. Smitty, hecho su trabajo, corrió hacia el punto de reunión. Morton metió a patadas su barril de aceite en una cabaña y soltó un chorro de llamas.

Eddie miró, hizo un gesto de burla y luego recorrió el sendero hasta la última cabaña. Era más grande, parecía un granero, y levantó su arma. «Esto se acabó -se dijo-. Se acabó.» Todas aquellas semanas y meses en manos de aquellos bastardos, aquellos guardias inhumanos con su horrible dentadura y sus caras huesudas, y los avispones muertos en la sopa. No sabía lo que les pasaría después, pero no podía ser peor de lo que habían soportado.

Eddie apretó el gatillo. Fuuuaaa. El fuego aumentó rápidamente. El bambú estaba seco, y al cabo de un minuto las paredes del granero desaparecían entre llamaradas amarillas y naranjas. A lo lejos, Eddie oyó el ruido de un motor -el capitán, esperaba, había encontrado un vehículo en el que escapar-, y luego, de pronto, desde el cielo, el primer sonido de los bombardeos, el ruido que habían oído todas las noches. Ahora estaba incluso más cerca, y Eddie se dio cuenta de que fuera lo que fuera vería las llamas. Los podrían rescatar. ¡Podría regresar a casa! Se volvió hacia el granero en llamas y…

«¿Qué era aquello?»

Parpadeó.

«¿Qué era aquello?»

Algo había salido disparado por la abertura de la puerta. Eddie trató de distinguirlo. El calor era intenso y se protegió los ojos con la mano libre. No podía estar seguro, pero le parecía que había visto una figura pequeña que corría por dentro del fuego.

– ¡Eh! -gritó Eddie dando un paso hacia delante y bajando el arma-. ¡Eh! -El techo del granero empezó a hundirse y salieron despedidas chispas y llamas. Eddie se echó atrás de un salto. Tenía los ojos húmedos. Puede que fuera una sombra.