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– ¡Eddie! ¡Ven ya!

Morton estaba en lo alto del sendero haciendo gestos a Eddie para que fuera. A Eddie le picaban los ojos. Respiraba con dificultad.

– ¡Creo que hay alguien ahí dentro! -gritó señalando el granero.

Morton se llevó la mano a la oreja.

– ¿Qué?

– ¡Hay alguien… ahí… dentro!

Morton movió la cabeza. No podía oír. Eddie se dio la vuelta y estuvo casi seguro de que volvía a ver, allí, a cuatro patas dentro del granero en llamas, una figura del tamaño de un niño. Hacía más de dos años que Eddie sólo había visto hombres adultos, y aquella sombra le hizo pensar súbitamente en sus primos del parque de atracciones y en el Minitrén que él controlaba a veces y en las montañas rusas y en los niños de la playa y en Marguerite y su foto, y en todo lo que había mantenido encerrado en su mente durante muchos meses.

– ¡Eh! ¡Sal de ahí! -gritó dejando el lanzallamas y acercándose un poco-. No voy a disp…

Una mano le agarró el hombro y tiró de él hacia atrás. Eddie se volvió con el puño cerrado. Era Morton.

– ¡Eddie! ¡Nos tenemos que ir ya! -gritó.

Eddie negó con la cabeza.

– No, no, espera, espera. Creo que hay alguien en el…

– ¡Ahí no hay nadie! ¡Vamos!

Eddie estaba desesperado. Se volvió otra vez hacia el granero. Morton le agarró de nuevo. Esta vez Eddie se volvió rápidamente y le golpeó en el pecho. Morton cayó de rodillas. A Eddie le latía la cabeza. Tenía la cara retorcida de rabia. Se volvió nuevamente hacia las llamas, con los ojos casi cerrados. «Allí. ¿Era eso? ¿Rodaba por el suelo detrás de una pared? ¿Allí?»

Dio un paso adelante, convencido de que alguien inocente estaba ardiendo delante de sus narices. Entonces el resto del techo se hundió con estruendo, despidiendo chispas como un polvo eléctrico que llovió sobre su cabeza.

En aquel instante, toda la guerra brotó de él como si fuera bilis. Estaba harto de la cautividad y harto de los asesinos, harto de la sangre y la masa pegajosa que se le secaba en las sienes, harto de los bombardeos y los incendios y de la inutilidad de todo aquello. En aquel momento sólo quería salvar algo, un fragmento de Rabozzo, un fragmento de sí mismo, algo, y se aventuró tambaleante dentro de las ruinas en llamas, convencido de que había un alma dentro de cada sombra negra. Los aviones rugían por encima de ellos y los disparos de sus ametralladoras se oían como redobles de tambor.

Eddie se movía como si estuviera en trance. Pasó junto a un charco de aceite en llamas, y la ropa se le incendio por detrás. Una llama amarilla le subió por la pantorrilla y el muslo. Levantó los brazos y gritó:

– ¡Vengo en tu ayuda! ¡Sal de ahí! ¡No quiero disp…!

Un dolor desgarrador atravesó la pierna de Eddie. Soltó una prolongada y sonora maldición y luego cayó al suelo. De la rodilla le salía mucha sangre. Los motores de los aviones rugían. Los cielos estaban encendidos con llamas azuladas.

Quedó allí caído, sangrando y quemándose, con los ojos cerrados ante el intenso calor, y por primera vez en su vida sintió que estaba preparado para morir. Entonces alguien tiró con fuerza de él hacia atrás haciéndole rodar por el suelo para apagar las llamas, y como él estaba demasiado aturdido y débil para resistirse, rodó como un saco de patatas. Pronto estaba dentro de un vehículo con sus compañeros, que le decían: «Resiste, resiste». Le quemaba la espalda y tenía la rodilla entumecida. Se sentía mareado y cansado, muy cansado.

El capitán asentía lentamente con la cabeza mientras recordaba aquellos últimos momentos.

– ¿Recuerdas cómo saliste de allí? -preguntó.

– La verdad es que no -dijo Eddie.

– Tardamos dos días. Unas veces estabas consciente, otras no. Perdiste mucha sangre.

– Pero lo conseguimos -dijo Eddie.

– Claaaro. -El capitán arrastró la palabra y la remató con un suspiro.- Aquella bala te alcanzó de lleno.

En realidad, nunca habían podido extraerle la bala del todo. Había desgarrado varios nervios y tendones, y se había hecho pedazos contra un hueso, al que fracturó verticalmente. Eddie pasó por dos operaciones. Ninguna resolvió el problema. Los médicos dijeron que le quedaría una cojera que probablemente empeoraría con la edad, cuando se deteriorasen los huesos dañados.

– Es todo lo que podemos hacer -le dijeron.

¿Lo era? ¿Quién lo podría decir? Lo único que Eddie sabía era que había despertado en una unidad médica y que su vida ya nunca fue igual. Ya no volvió a correr. Ya no volvió a bailar. Peor aún, por algún motivo, empezó a sentir de modo distinto las cosas. Se metió en sí mismo. Las cosas parecían estúpidas o sin interés. La guerra se había instalado en el interior de Eddie, en su pierna y en su alma. Aprendió muchas cosas siendo soldado. Volvió a casa convertido en un hombre diferente.

– ¿Sabías que yo procedo de tres generaciones de militares? -dijo el capitán.

Eddie se encogió de hombros.

– Pues así es. Ya sabía disparar una pistola a los seis años. Por las mañanas, mi padre pasaba revista a mi cama y me dejaba veinticinco centavos entre las sábanas. En la cena siempre era: «Sí, señor» y «No, señor».

»Antes de alistarme, lo único que hice fue recibir órdenes. Lo siguiente de lo que me di cuenta era de que las estaba dando yo.

»En tiempo de paz la cosa era de un modo. Enderezar a reclutas que se creían listos. Pero luego empezó la guerra y los nuevos acudieron en masa -jóvenes como tú- y todos me saludaban y querían que les dijese qué hacer. Podía ver el miedo en sus ojos. Se comportaban como si supieran algo de la guerra que era secreto. Creían que yo les mantendría con vida. Tú también, ¿verdad?

Eddie tuvo que admitir que sí.

El capitán se echó hacia atrás y se rascó la nuca.

– Yo no podía manteneros con vida, claro. También recibía órdenes. Pero si no conseguía manteneros con vida, pensé que por lo menos podría manteneros unidos. En mitad de una gran guerra, uno busca una idea, por pequeña que sea, en la que creer. Cuando encuentras una, te aferras a ella como un soldado se aferra a un crucifijo cuando está rezando en una trinchera.

»Para mí, esa idea era lo que os decía todos los días. Que no abandonaría a nadie.

Eddie asintió con la cabeza.

– Eso era muy importante -dijo.

El capitán le miró fijamente.

– Eso espero -dijo.

Se buscó en el bolsillo de la camisa, sacó otro pitillo y lo encendió.

– ¿Por qué ha dicho eso? -preguntó Eddie.

El capitán soltó humo y señaló con la punta del cigarrillo hacia la pierna de Eddie.

– Porque yo fui el que te disparó -dijo.

Eddie se miró la pierna, que colgaba de la rama del árbol. De nuevo pudo ver las cicatrices de las operaciones y sentir el mismo dolor. Notó que dentro le fluía algo que no había sentido desde antes de la muerte, que en realidad no había sentido en muchos años: una rabia feroz y un deseo de hacer daño a alguien. Los ojos se le empequeñecieron y miró fijamente al capitán, que le devolvió una mirada inexpresiva, como si supiera lo que estaba pasando. Dejó que el pitillo le cayera de los dedos.

– Adelante -susurró.

Eddie soltó un grito y arremetió contra el capitán. Los dos hombres cayeron de la rama del árbol y se deslizaron entre las tupidas lianas y enredaderas luchando mientras caían.

– ¿Por qué? ¡Bastardo! ¡Bastardo…! ¡Usted no…! ¿Por qué?

Ahora luchaban cuerpo a cuerpo en el barro. Eddie se subió encima del pecho del capitán y le golpeó repetidamente en la cara. El capitán no sangraba. Eddie le agarró por el cuello y le golpeó el cráneo contra el barro. El capitán no pestañeaba. En vez de eso, se movía de un lado a otro a cada puñetazo, dejando que Eddie descargara su rabia. Finalmente, con un brazo, agarró a Eddie y lo apartó.