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– Rabozzo no murió por nada, ¿sabes? Se sacrificó por su país, y su familia lo supo, y su hermano pequeño llegó a ser un buen soldado y un gran hombre gracias a su ejemplo.

»Yo tampoco morí por nada. Aquella noche, todos podríamos haber pasado por encima de aquella mina. Entonces habríamos desaparecido los cuatro.

Eddie movió la cabeza con incredulidad.

– Pero usted… -Bajó la voz.- Usted perdió la vida.

El capitán chasqueó la lengua.

– Ésa es la cuestión. A veces cuando uno sacrifica algo precioso, en realidad no lo está perdiendo. Simplemente se lo está dando a otro.

El capitán anduvo hasta el casco, las placas de identificación y el fusil todavía clavado en el suelo; la tumba simbólica. Se puso el casco y las placas debajo de un brazo, luego sacó el fusil del barro y lo lanzó como una jabalina. Nunca cayó a tierra. Se elevó en el cielo y desapareció. El capitán se dio la vuelta.

– Te disparé, de acuerdo -dijo-, y tú perdiste algo, pero también ganaste algo. Todavía no te has dado cuenta. Yo también gané algo.

– ¿Qué?

– Tenía que mantener mi promesa. No te abandoné.

Alzó la palma de la mano.

– ¿Me perdonas lo de la pierna?

Eddie pensó durante un momento. Pensó en la amargura de después de su herida, en su cólera por todo lo que había perdido. Luego pensó en lo que había perdido el capitán y se sintió avergonzado. Le ofreció la mano. El capitán la estrechó enérgica- mente.

– Esto es lo que había estado esperando.

De pronto, las espesas lianas cayeron de las ramas del ficus y, con un siseo, se fundieron con el suelo. Brotaron ramas nuevas, sanas, que se extendieron instantáneamente y cubrieron la tierra de hojas suaves y brillantes y de brotes de frutos. El capitán se limitó a levantar la vista, como si hubiera estado esperando ese momento. Luego, utilizando las palmas de la mano, se limpió el polvo de carbón que le quedaba en la cara.

– ¿Capitán? -dijo Eddie.

– ¿Sí?

– ¿Por qué aquí? Usted pudo elegir cualquier sitio donde esperar, ¿verdad? Es lo que dijo el Hombre Azul. Entonces, ¿por qué este sitio?

El capitán sonrió.

– Porque yo morí en combate. Me mataron en estas colinas. Me fui del mundo sin conocer nada que no fuera de la guerra: conversa- ciones sobre la guerra, planes de guerra, una familia de guerreros.

»Deseaba ver cómo era el mundo sin guerra. Cómo era antes de que empezáramos a matarnos unos a otros.

Eddie paseó la vista alrededor.

– Pero esto es la guerra.

– Para ti. Pero nuestros ojos son distintos -dijo el capitán-. Lo que ves tú no es lo que yo veo.

Levantó una mano y el desolado paisaje se transformó. Los escombros se fundieron, los árboles crecieron y se extendieron, el suelo de barro quedó cubierto de hierba verde, exuberante. Las nubes oscuras se abrieron, como telones que se descorren, y dejaron ver un cielo color zafiro. Una ligera neblina blanca caía sobre las copas de los árboles, y el sol, de color de melocotón, colgaba brillante por encima del horizonte, reflejado en los océanos centelleantes que ahora rodeaban la isla. Ésta era belleza pura, sin contaminar, intacta.

Eddie miró a su antiguo capitán, cuya cara estaba limpia y cuyo uniforme de pronto estaba planchado.

– Eso -dijo el capitán alzando los brazos- es lo que veo yo.

Se quedó inmóvil un momento, apreciándolo.

– A propósito, ya no fumo. Eso también estaba sólo en tus ojos. -Soltó una risita ahogada.- ¿Por qué iba a fumar en el cielo?

Empezó a alejarse.

– Espere -gritó Eddie-. Tengo que saber algo. Mi muerte. En el parque de atracciones. ¿Se salvó la niña? Noté sus manos, pero no consigo recordar…

El capitán se volvió y Eddie se tragó sus palabras, avergonzado por haberse atrevido a preguntar, dada la muerte horrible que tuvo el capitán.

– Sólo lo quiero saber, únicamente eso -murmuró.

El capitán se rascó detrás de la oreja y miró a Eddie con simpatía.

– No te lo puedo decir, soldado.

Eddie dejó caer la cabeza.

– Pero hay alguien que sí puede.

Le lanzó el casco y las placas de identificación.

– Son tuyos.

Eddie bajó la vista. Dentro del casco estaba la foto arrugada de una mujer que hizo que el corazón le volviera a doler. Cuando alzó la vista, el capitán se había ido.

LUNES, 7.30 HORAS

La mañana después del accidente, Domínguez llegó al taller pronto, saltándose su costumbre de desayunar un bollo y un refresco. El parque estaba cerrado, pero acudió de todos modos y abrió el agua del fregadero. Puso las manos debajo del chorro con el propósito de limpiar algunas de las piezas de la atracción. Luego cerró el grifo y renunció a la idea. Aquello parecía el doble de silencioso que un momento antes.

– ¿Qué pasa?

Willie estaba en la puerta del taller. Llevaba puesta una camiseta verde y vaqueros anchos. Tenía un periódico en la mano. En el titular se leía: «Tragedia en el parque de atracciones».

– Me costó dormir -dijo Domínguez.

– Sí. -Willie se dejó caer en un taburete metálico.-También a mí.

Hizo girar el taburete mientras miraba inexpresivamente el periódico.

– ¿Cuándo crees tú que abrirán otra vez?

Domínguez se encogió de hombros.

– Pregunta a la policía.

Estuvieron sentados en silencio un momento, cambiando de postura por turnos. Domínguez soltó un suspiro. Willie buscó algo en el bolsillo y sacó una barra de chicle. Era lunes. Era por la mañana. Esperaban que entrara el viejo y se iniciara el trabajo del día.

La tercera persona que Eddie encuentra en el cielo

Un viento repentino levantó a Eddie, que giró como un reloj de bolsillo en el extremo de una cadena. Una explosión de humo lo rodeó y cubrió su cuerpo con un torrente de colores. El cielo pareció descender, hasta que pudo notar que le tocaba la piel como una sábana que lo envolviera. Luego se alejó bruscamente y explotó adquiriendo un color jade. Aparecieron estrellas, millones de estrellas, como sal que se rociara sobre el firmamento verdoso.

Eddie parpadeó. Ahora estaba en las montañas, pero se trataba de unas montañas extraordinarias: una cadena que nunca terminaba, con cimas coronadas de nieve, rocas dentadas y escarpadas laderas de color púrpura. En una hondonada entre dos crestas había un gran lago negro. Una luna se reflejaba brillante en sus aguas.

Al pie de la cadena de montañas Eddie distinguió una luz de colores parpadeante que cambiaba rítmicamente cada pocos segundos. Avanzó en aquella dirección y se dio cuenta de que estaba hundido en la nieve hasta la pantorrilla. Alzó el pie y lo sacudió con fuerza. Los copos se desprendieron soltando destellos dorados. Cuando los tocó, no estaban ni fríos ni húmedos.

»¿Dónde estoy ahora?», pensó Eddie. Una vez más revisó su cuerpo, apretándose los hombros, el pecho, el estómago. Los músculos de sus brazos seguían siendo tensos, pero la parte central del cuerpo estaba más floja, con algo de grasa. Dudó, luego se apretó la rodilla izquierda. Sintió un fuerte dolor e hizo una mueca. Esperaba que después de separarse del capitán su herida desapare- cería. Pero, al parecer, había vuelto a ser el hombre que había sido en la tierra, con cicatrices, michelines y todo. ¿Por qué el cielo hacía que uno volviera a vivir su propia decadencia física?

Siguió las luces parpadeantes de debajo de la estrecha cadena de montañas. Aquel paisaje, desnudo y silencioso, quitaba la respira- ción; se ajustaba más a cómo había imaginado el cielo. Por un momento se preguntó si ya habría terminado, si el capitán no se habría equivocado, si no habría más personas con las que encontrarse. Avanzó por la nieve bordeando una roca hasta el gran claro de donde procedían las luces. Volvió a parpadear; esta vez con incredulidad.

Allí, en el campo nevado, aislado, había una construcción que parecía un furgón con el exterior de acero inoxidable y el techo rojo en forma de barril. Un rótulo parpadeaba encima: «Comidas».