Las manos que atendieron a Eddie en su infancia, pues, fueron duras, callosas y rojas de ira, y pasó sus años de niño golpeado y azotado. Aquél fue el segundo daño que le hicieron; el primero después del descuido. La violencia. Esto fue así hasta tal punto que Eddie podía predecir por el sonido de los pasos que avanzaban por el pasillo la dureza de los golpes que iba a recibir.
Aun así, a pesar de todo, en secreto Eddie adoraba a su padre, porque los hijos adoran a sus padres aunque se porten mal con ellos. Es el modo en que aprenden a querer. Antes de que quiera a Dios o a una mujer, un chico quiere a su padre, de modo insensato, más allá de cualquier explicación.
Y ocasionalmente, como para avivar las débiles brasas de un fuego, el padre de Eddie dejaba que un destello de orgullo rompiera la dura capa de su desinterés. En el campo de béisbol del colegio de la Avenida 14, su padre se detenía detrás de la cerca para ver jugar a Eddie. Si al batear su hijo mandaba la pelota fuera del campo, su padre asentía con la cabeza, y cuando hacía eso, Eddie daba saltos al recorrer las bases. Otras veces, cuando Eddie volvía a casa después de una pelea callejera, su padre se fijaba en los nudillos despellejados o en un labio partido. Preguntaba:
– ¿Qué le pasó al otro chico? -y Eddie decía que le había zurrado bien.
Aquello también contaba con la aprobación de su padre.
Y cuando Eddie atacó a los chicos que estaban molestando a su hermano -«los matones», los llamaba su madre-, Joe estaba avergonzado y se escondía en su habitación, pero su padre dijo:
– No te preocupes por él. Tú eres el fuerte. Protege a tu hermano. No dejes que nadie le toque.
Cuando Eddie empezó a ir al instituto, durante el verano hacía el mismo horario de su padre, y se levantaba antes que el sol y trabajaba en el parque hasta que caía la noche. Al principio se ocupaba de las atracciones más sencillas, manejando las palancas de freno y haciendo que los vagones de los trenes se detuvieran suavemente. En los años siguientes trabajó en el taller de mantenimiento. Su padre le ponía a prueba dándole piezas para reparar. Le entregaba un volante estropeado y decía:
– Arréglalo.
Señalaba una cadena enredada y decía:
– Arréglala.
Traía un parachoques oxidado y una hoja de papel de lija y decía:
– Arréglalo.
Y todas las veces, después de realizar la tarea, Eddie le devolvía el objeto a su padre y decía:
– Ya está arreglado.
De noche se reunían en torno a la mesa de la cocina, su madre, regordeta y sudorosa, preparaba la cena junto al fogón, y su hermano Joe hablaba sin parar, con el pelo y la piel oliéndole a agua de mar. Joe se había convertido en un buen nadador, y durante el verano trabajaba en la piscina del Ruby Pier. Hablaba de toda la gente que veía allí, de sus trajes de baño, de su dinero. Al padre no le impresionaba nada de eso. Una vez Eddie oyó casualmente que le hablaba a su madre de Joe.
– Ése -decía- solamente vale para estar en el agua.
Con todo, Eddie envidiaba el aspecto que tenía su hermano por la noche, tan moreno y limpio. Sus uñas, como las de su padre, estaban manchadas de grasa, y en la mesa, durante la cena, Eddie trataba de quitarse la porquería con la uña del pulgar. Una vez pilló a su padre mirándole y el viejo sonrió.
– Demuestran que tuviste un día de trabajo duro -dijo, y mostró sus propias uñas antes de que se cerraran en torno a un vaso de cerveza.
Por esa época Eddie ya era un fornido adolescente y sólo respondía con un gesto de la cabeza. Sin darse cuenta se había iniciado en el ritual de intercambiar señales de su padre, renunciando a las palabras o a las manifestaciones físicas de afecto. Todo tenía que hacerse internamente. Se suponía que uno se daba cuenta, eso es todo. Falta de afecto. El daño estaba hecho.
Y entonces, una noche, las palabras cesaron por completo. Eso pasó después de la guerra, cuando a Eddie le dieron de alta en el hospital. Le habían quitado la escayola de la pierna y había vuelto al apartamento de su familia en la avenida Beachwood. Su padre había estado bebiendo en un bar cercano y cuando volvió tarde a casa se encontró a Eddie dormido en el sofá. Las tinieblas del combate habían cambiado a Eddie. No salía de casa. Hablaba raramente, incluso con Marguerite.
Pasaba horas mirando por la ventana de la cocina, contemplando cómo daba vueltas el carrusel, tocándose la rodilla herida. Su madre susurraba que «sólo era cuestión de tiempo», pero su padre se iba poniendo más nervioso cada día. No entendía la depresión. Para él era debilidad.
– Levántate -gritó arrastrando las palabras- y consigue trabajo.
Eddie se estremeció. Su padre volvió a gritar:
– Levántate… ¡y consigue trabajo!
El viejo se tambaleaba, pero se acercó a Eddie y le empujó.
– ¡Levántate y consigue trabajo! ¡Levántate y consigue trabajo! Levántate… y… ¡consigue un trabajo!
Eddie se incorporó apoyándose en los codos.
– ¡Levántate y consigue trabajo! Levántate y…
– ¡Basta! -gritó Eddie poniéndose de pie, ignorando el dolor de la rodilla. Miró fijamente a su padre, con la cara a unos centímetros de la de él. Olía el mal aliento a alcohol y tabaco.
El viejo miró la pierna de Eddie. Su voz se convirtió en un gruñido.
– ¿Ves? No… te… duele… tanto.
Tambaleándose, dio un paso atrás dispuesto a lanzar un puñetazo, pero Eddie se movió instintivamente y agarró el brazo de su padre. Los ojos del viejo se desorbitaron. Era la primera vez que Eddie se defendía, la primera vez que hacía algo en lugar de limitarse a recibir una paliza, como si la mereciera. Su padre se miró su propio puño cerrado, que no había logrado su objetivo, y por los agujeros de la nariz le salió humo. Apretó los dientes, echándose hacia atrás titubeante, y se soltó el brazo. Miró a Eddie con los ojos de un hombre que ve un tren que arranca bruscamente.
No volvió a hablar con su hijo.
Aquélla fue la última marca que quedó en el cristal de Eddie. El silencio. El silencio se cernió sobre los años que quedaban. Su padre guardó silencio cuando Eddie se trasladó a su propio apartamento, guardó silencio en su boda, guardaba silencio cuando él iba a ver a su madre. Ésta suplicaba, lloraba e imploraba a su marido que cambiara de actitud, que lo olvidara, pero él sólo le decía, con las mandíbulas apretadas, lo que les decía a otros que le habían hecho la misma petición:
– Ese chico levantó su mano contra mí.
Y aquello era el fin de la conversación.
Todos los padres hacen daño a sus hijos. Aquélla fue su vida juntos. Abandono. Violencia. Silencio. Y ahora, en un lugar de más allá de la muerte, Eddie se desplomó contra una pared de acero inoxidable y cayó en la nieve, herido de nuevo por el rechazo de un hombre cuyo cariño, casi inexplicablemente, todavía ansiaba, un hombre que le ignoraba, incluso en el cielo. Su padre. El daño estaba hecho.
– No te enfades -dijo una voz de mujer-. No te puede oír.
Eddie alzó la cabeza bruscamente. Una anciana estaba parada delante de él en la nieve. Tenía la cara demacrada, las mejillas hundidas y los labios pintados de rojo, y su pelo blanco peinado tirante hacia atrás era tan escaso que en ciertas partes se distinguía el cuero cabelludo rosa por debajo. Llevaba unas gafas de montura metálica tras las cuales se veían sus pequeños ojos azules.
Eddie no conseguía recordarla. Su ropa era de antes de su época: un vestido hecho de seda y gasa, con un corpiño tachonado de cuentas blancas que se le cerraba en un lazo de terciopelo justo debajo del cuello. La falda tenía un cinturón de piedras preciosas falsas y había automáticos y enganches a un lado. Mantenía una postura elegante, sujetando una sombrilla con las dos manos. Eddie supuso que había sido rica.