Una noche Eddie vio platos amontonados en el mueble de la cocina.
– Deja que te ayude -dijo.
– No, no -respondió su madre-, tu padre los lavará después.
Eddie le puso un dedo en el hombro.
– Mamá -dijo-, papá se ha ido.
– ¿Adónde se ha ido?
Al día siguiente, Eddie fue a ver a su jefe y le dijo que se despedía. Quince días después, él y Marguerite se trasladaron al edificio donde se había criado Eddie, en la avenida Beachwood, apartamento 6B, donde el pasillo era muy estrecho y desde cuya ventana de la cocina se veía el carrusel. Allí Eddie aceptó un empleo que le permitía no perder de vista a su madre, un puesto que había desempeñado verano tras verano: el de operario de mantenimiento del Ruby Pier. Eddie nunca se lo dijo a nadie -incluidas su mujer y su madre-, pero maldecía a su padre por morirse y dejarle atrapado en la vida de la que había estado tratando de escapar. Una vida que, como oía decir riéndose al viejo en su tumba, aparentemente no era lo bastante para él.
Tiene treinta y siete años. El desayuno se le está enfriando.
– ¿Ves el salero?-le pregunta Eddie a Noel.
Noel se levanta de la mesa masticando un trozo de salchicha, se inclina sobre la mesa de al lado y coge el salero.
– Ten -murmura-. Feliz cumpleaños.
Eddie sacude el salero con fuerza.
– Parece que resulta difícil que haya sal en las mesas.
– ¿Es que tú eres el encargado? -dice Noel.
Eddie se encoge de hombros. La mañana es ya cálida y la humedad sofocante. Su rutina es ésta: desayuno, una vez por semana, sábados por la mañana, antes de que el parque enloquezca. Noel tiene una tintorería y Eddie le ayudó a conseguir la contrata para la limpieza de los uniformes de mantenimiento del Ruby Pier.
– ¿Qué opinas de este tipo tan guapo? -dice Noel. Tiene un ejemplar de la revista Life abierto y le muestra la foto de un joven candidato político-. ¿Cómo puede presentarse a presidente este tipo? ¡Es un niño!
Eddie se encoge de hombros.
– Es más o menos de nuestra edad.
– ¿Bromeas? -dice Noel. Levanta una ceja-. Yo creía que para ser presidente había que ser mayor.
– Nosotros somos mayores -murmura Eddie.
Noel cierra la revista. Baja la voz.
– Oye, ¿te enteraste de lo que pasó en Brighton?
Eddie asiente con la cabeza. Da un sorbo a su café. Se ha enterado. Un parque de atracciones. Una góndola. Se rompió algo. Una madre y su hijo cayeron desde veinte metros. Se mataron.
– ¿Conoces a alguien de allí? -pregunta Noel.
Eddie se pone la lengua entre los dientes. De vez en cuando se entera de ese tipo de historias, un accidente en algún parque, y se estremece como si tuviera una avispa volando cerca de la oreja. No pasa un día que no le preocupe lo que pasa aquí, en el Ruby Park, durante sus horas de trabajo.
– No -dice-, no sé nada de Brighton.
Clava la vista en la ventana, por la que ve un grupo nutrido de bañistas que salen de la estación de tren. Llevan toallas, sombrillas y cestas de mimbre con sándwiches envueltos en papel. Algunos incluso llevan lo más nuevo: sillas plegables hechas con aluminio ligero.
Pasa un anciano con un sombrero de jipijapa, fumando un puro.
– Fíjate en ese tipo -dice Eddie-. Estoy seguro de que tirará el puro en la pasarela.
– ¿Sí?-dice Noel-. ¿Y qué?
– Si cae por entre las aberturas, puede provocar un incendio. Se huele incluso. Los productos químicos que ponen en la madera prenden enseguida. Ayer atrapé a un chico, no debía de tener más de cuatro años, iba a meterse una colilla de puro en la boca.
Noel pone cara de circunstancias.
– ¿Y?
Eddie echa balones fuera.
– Y nada. La gente debería tener más cuidado, eso es todo.
Noel se introduce el tenedor lleno de salchicha en la boca.
– Eres más alegre que unas castañuelas. ¿Siempre te diviertes tanto el día de tu cumpleaños?
Eddie no contesta. La antigua oscuridad ha ocupado un asiento a su lado. Ya está acostumbrado a ella y le hace sitio como quien hace sitio a un compañero en un autobús abarrotado.
Piensa en lo que tiene que hacer hoy: un espejo roto en la Casa de la Risa, poner parachoques nuevos en los autos de choque, cola de pegar, se recuerda, debe pedir más cola. Piensa en aquellos pobres de Brighton. Se pregunta a quién tendrán allí en mantenimiento.
– ¿A qué hora terminas hoy? -pregunta Noel.
Eddie lanza un suspiro.
– Va a haber mucho trabajo. Verano. Sábado. Ya sabes.
Noel levanta una ceja.
– Podemos ir a las carreras hacia las seis.
Eddie piensa en Marguerite. Siempre piensa en ella cuando Noel menciona las carreras de caballos.
– Venga. Es tu cumpleaños -dice su amigo.
Eddie clava el tenedor en los huevos, ahora ya demasiado fríos para molestarse por ello.
– Muy bien -dice.
La tercera lección
– ¿Era tan desagradable el parque? -preguntó la anciana.
– No lo elegí yo -dijo Eddie soltando un suspiro-. Mi madre necesitaba ayuda. Una cosa lleva a la otra. Pasaron los años. Nunca lo dejé. Nunca viví en otro sitio. Nunca gané dinero de verdad. Ya sabe cómo es eso… Uno se acostumbra a algo, la gente confía en ti, un día te despiertas y no puedes distinguir el martes del jueves. Sólo haces el mismo trabajo aburrido, eres «el de las atracciones», exactamente igual que…
– ¿Tu padre?
Eddie no dijo nada.
– Fue duro contigo -dijo la anciana.
Eddie bajó la vista.
– Sí. ¿Y qué?
– Quizá tú también fuiste duro con él.
– Lo dudo. ¿Sabe la última vez que habló conmigo?
– La última vez que te trató de pegar.
Eddie se giró a mirarla.
– ¿Y sabe lo último que me dijo? ¡Consigue trabajo! Vaya padre, ¿eh?
La anciana frunció los labios.
– Empezaste a trabajar después de eso. Te recuperaste. Eddie se notó presa de la furia.
– Oiga -soltó-. Usted no sabe cómo era.
– Es cierto. -La anciana se levantó.- Pero sé algo que tú no sabes. Y es hora de que te lo enseñe.
Ruby trazó un círculo en la nieve con la punta de su sombrilla. Cuando Eddie miró el interior del círculo, tuvo la sensación de que los ojos se le salían de las órbitas y se movían por su propia cuenta, hundiéndose en un agujero y llevándole a otro momento. Las imágenes cada vez eran más vividas. Aquello fue hacía años, en el antiguo apartamento. Veía lo de delante y lo de detrás, lo de arriba y lo de abajo.
Esto fue lo que vio:
Vio a su madre, que parecía preocupada, sentada a la mesa de la cocina. Vio a Mickey Shea sentado frente a ella. Tenía un aspecto espantoso. Estaba empapado y no dejaba de pasarse las manos por la frente y la nariz. Empezó a sollozar. La madre de Eddie le trajo un vaso de agua. Luego le hizo un gesto de que esperase, se dirigió al dormitorio y cerró la puerta. Se quitó los zapatos y el vestido de andar por casa. Sacó una blusa y una falda.