– Ya está arreglado.
Eddie dio un puñetazo en la mesa y después se desplomó en el suelo. Cuando alzó la vista, vio a Ruby de pie, joven y hermosa. Luego ella bajó la cabeza, abrió la puerta y se elevó en el cielo de color jade.
¿Quién pagaría el funeral de Eddie? No tenía parientes. No había dejado instrucciones. Su cuerpo permaneció en el depósito de cadáveres de la ciudad, lo mismo que su ropa y sus efectos personales, camisa de trabajo, calcetines, zapatos, gorra de tela, anillo de boda, pitillos y limpiapipas; todo esperando que lo reclamasen.
Al final, el señor Bullock, el dueño del parque, liquidó la factura utilizando el dinero de un cheque que Eddie ya no podía cobrar. El ataúd fue una caja de madera y la iglesia se eligió por su situación, la más cercana al parque, pues muchos de los asistentes tenían que volver al trabajo.
Unos minutos antes de la ceremonia el pastor pidió a Domínguez, que llevaba una chaqueta sport azul marino y sus vaqueros negros más nuevos, que pasara a su despacho.
– ¿Podría contarme algunas de las cualidades del fallecido? -preguntó el pastor-. Tengo entendido que usted trabajaba con él.
Domínguez tragó saliva. Nunca se sentía demasiado cómodo con los curas. Cruzó los dedos nerviosamente, como para alejar un maleficio, y habló en voz baja, tal como creía que debía hablarse en una situación así.
– Eddie -dijo finalmente- quería mucho a su mujer.
Descruzó los dedos y luego añadió rápidamente:
– Yo, naturalmente, nunca la conocí.
La cuarta persona que Eddie encuentra en el cielo
Eddie parpadeó y se vio en una pequeña habitación redonda. Las montañas habían desaparecido y lo mismo el cielo de color jade. Un techo bajo de yeso casi le tocaba la cabeza. La habitación era marrón -tan sencilla como papel de embalar- y estaba vacía., a excepción de un taburete de madera y un espejo oval que colgaba de la pared.
Eddie se colocó delante del espejo. No vio su reflejo, sólo la habitación al revés, una habitación que se amplió repentinamente para incluir una hilera de puertas. Eddie se dio la vuelta.
Luego tosió.
El sonido le sobresaltó, como si procediera de otra persona. Volvió a toser; una tos dura, cavernosa, como si hubiera cosas dentro de su pecho que necesitaran un arreglo.
«¿Cuándo empezó esto?», pensó Eddie. Se tocó la piel, que había envejecido desde que estuvo con Ruby. Ahora se notaba más delgado y más seco. La parte central de su cuerpo, que cuando estuvo con el capitán había notado tensa como una goma estirada, estaba flácida y con michelines; los colgajos de la edad.
«Todavía hay dos personas que debes conocer», había dicho Ruby. ¿Y luego qué? Le dolía sordamente la espalda. Su pierna mala se estaba poniendo más tiesa. Se dio cuenta de lo que estaba pasando, de lo que pasaba en cada nuevo nivel del cielo. Se estaba descomponiendo.
Se acercó a una de las puertas y la empujó para abrirla. De pronto estaba en el patio de una casa que nunca había visto, en un lugar que no reconocía, en medio de lo que parecía una boda. Los invitados, que llevaban platos de plata, llenaban el césped. En un extremo había una arcada cubierta de flores rojas y ramas de abedul, y en el otro, cerca de Eddie, estaba la puerta que había franqueado. La novia, joven y guapa, se encontraba en el centro del grupo, quitándose una horquilla de su pelo de color mantequilla. El novio era desgarbado. Llevaba un chaqué negro y blandía una espada, en cuya empuñadura había un anillo. La bajó hasta que estuvo al alcance de la novia y los invitados gritaron de alegría cuando ella lo cogió. Eddie oyó sus voces, pero el idioma era desconocido. ¿Alemán? ¿Sueco?
Volvió a toser. Los del grupo alzaron la vista. Todos parecían sonreír, y las sonrisas asustaron a Eddie. Reculó rápidamente y salió por la puerta por la que había entrado, pensando que volvería a la habitación redonda. Pero en lugar de eso, se encontró en medio de otra boda, esta vez bajo techo, en un amplio salón donde la gente parecía española y la novia llevaba flores de azahar en el pelo. Bailaba con una pareja tras otra, y cada invitado le entregaba un saquito de monedas.
Eddie volvió a toser -no lo pudo evitar-, y cuando varios de los invitados alzaron la vista, salió por la puerta y se encontró en una boda diferente, que a Eddie le pareció africana. En ella, los familiares vertían vino por el suelo y la pareja de novios se cogía de la mano y saltaba por encima de una escoba. Después de salir nuevamente por la puerta, se vio en medio de una boda china, donde se encendían petardos ante los asistentes que gritaban encantados. Luego otra puerta le permitió asistir a otra boda, ¿francesa quizá?, donde los novios bebían juntos de una taza con dos asas.
«¿Cuánto va a durar esto?», pensó Eddie. En ninguna boda había señales de cómo había llegado la gente; ni coches, ni autobuses, ni carretas, ni caballos. No parecía que se planteara la cuestión de la marcha. Los invitados se apiñaban y Eddie se integraba como si fuera uno de ellos; le sonreían pero no le hablaban, algo muy parecido a lo que pasaba en las bodas a las que había asistido en la tierra. Prefería que fuera así. Las bodas, pensaba Eddie, estaban llenas de excesivos momentos embarazosos, como cuando a las parejas les piden que se unan al baile o ayuden a subir a la novia a una silla. Su pierna mala parecía que le brillaba en aquellos momentos, y tenía la impresión de que la gente la podía ver desde el otro lado de la habitación.
Debido a eso, Eddie evitaba la mayoría de las bodas, y cuando iba, por lo general se quedaba en el aparcamiento fumando un pitillo, dejando pasar las horas. En cualquier caso, durante mucho tiempo no tuvo bodas a las que asistir. Sólo en los años finales de su vida, cuando algunos de sus compañeros jóvenes del parque se casaban, se encontraba sacando el descolorido traje del armario y poniéndose la camisa de cuello duro que le apretaba. Por entonces, los huesos fracturados de su pierna estaban deformes. La artritis afectaba a su rodilla. Cojeaba mucho y por eso se le permitía no participar ni en los bailes ni en la operación de encender las velas. Le consideraban un «viejo» solitario, independiente, y nadie esperaba de él mucho más, aparte de que sonriera cuando el fotógrafo se acercara a la mesa.
Aquí, ahora, con su uniforme de operario de mantenimiento, se trasladaba de una boda a otra, de un idioma, una tarta y un tipo de música a otro idioma, otra tarta y otro tipo de música. La uniformidad no sorprendía a Eddie. Pensó que una boda aquí no tenía por qué ser muy diferente de una boda allí. Lo que no entendía era qué tenía que ver aquello con él.
Cruzó el umbral una vez más y se encontró en lo que parecía ser un pueblecito italiano. Había viñedos en las laderas y granjas de piedra travertina. Muchos de los hombres tenían el pelo espeso y oscuro peinado hacia atrás y recién mojado. Las mujeres tenían ojos oscuros y rasgos marcados. Eddie encontró sitio junto a una pared, y observó a la novia y al novio que cortaban un tronco por la mitad con una sierra de doble mango. Sonaba música -flautistas, violinistas y guitarristas-, y los invitados empezaron a bailar la tarantela a un ritmo enloquecido, girando sin parar. Eddie dio unos pasos atrás. Su mirada se perdió en la multitud.
Una dama de la novia, con un vestido largo de color lavanda y un elegante sombrero de paja, se movía entre los invitados con una cesta de almendras garrapiñadas. Desde lejos, parecía tener veintipocos años.
– Per l'amaro e il dolce? -decía ofreciendo las almendras-. Per l'amaro e il dolce? Per l'amaro e il dolce?
Ante el sonido de su voz, el cuerpo entero de Eddie se sobresaltó. Empezó a sudar. Algo le decía que corriese, pero otra cosa le clavaba los pies al suelo. Ella se le acercaba. Sus ojos le encontraron desde debajo del ala de su sombrero, que estaba coronado con flores de papel.