– Per l'amaro e ti dolce? -dijo sonriendo y le ofreció las almendras-. ¿Para lo amargo y lo dulce?
Un mechón de pelo negro le caía sobre un ojo. Eddie sintió que el pecho le estallaba. Le costó separar sus labios y el sonido de su voz tardó en salir del fondo de su garganta, pero finalmente logró pronunciar la primera letra del único nombre que alguna vez le había hecho sentir aquello. Cayó de rodillas.
– Marguerite… -susurró.
– Para lo amargo y lo dulce -dijo ella.
Eddie y su hermano están sentados dentro del taller de mantenimiento.
– Éste -dice orgullosamente Joe, con una taladradora en la mano- es el último modelo.
Joe lleva una chaqueta sport a cuadros y zapatos blancos y negros. Eddie piensa que su hermano tiene un aspecto demasiado fino -y fino significa falso-, pero ahora Joe es un vendedor de una empresa de herramientas y Eddie lleva años con la misma ropa, de modo que quién sabe.
– Sí, señor -dice Joe-, y fíjate en esto. Funciona con esta pila.
Eddie sujeta la pila entre los dedos, una cosa pequeña que se llama níquel cadmio. Difícil de creer.
– Ponla en marcha-dice Joe tendiéndole la taladradora.
Eddie aprieta el gatillo. Empieza a hacer ruido.
– Está bien, ¿eh?-grita Joe.
Aquella mañana Joe le ha dicho a Eddie su nuevo sueldo. Era tres veces lo que él ganaba. Luego Joe felicitó a Eddie por su ascenso: jefe de mantenimiento del Ruby Pier, el antiguo cargo de su padre. Eddie hubiera querido responder: «Si es tan estupendo, ¿por qué no lo coges tú, y yo me quedo con el tuyo?». Pero no lo hizo. Eddie nunca decía nada que sintiera tan profundamente.
– Hooolaaa. ¿Hay alguien?
Marguerite está en la puerta, con un rollo de entradas de color naranja en la mano. La mirada de Eddie se dirige, como siempre, al rostro de ella, su piel aceitunada, sus oscuros ojos de color café. Este verano ella trabaja en la taquilla y lleva el uniforme oficial del Ruby Pier: camisa blanca, chaleco rojo, pantalones negros, una boina roja y su nombre en una plaquita colocada por debajo de la clavícula. Verla vestida así le molesta, en especial delante de su hermano, el triunfador.
– Enséñale la taladradora -dice Joe, y volviéndose hacia Marguerite añade-: Funciona con pilas.
Eddie la aprieta. Marguerite se tapa los oídos.
– Hace más ruido que tus ronquidos -dice.
– ¡Vaya! -grita Joe riendo-. ¡Vaya!¡Te tiene calado!
Eddie baja la vista avergonzado, luego ve que su mujer sonríe.
– ¿Puedes salir un momento? -le dice.
Eddie le muestra la taladradora.
– Tengo trabajo aquí.
– Sólo un momento, ¿vale?
Eddie se levanta lentamente y la sigue afuera. El sol le da en la cara.
– ¡Cumpleaños feeeliz, señor Eddie!-exclama un grupo de niños al unísono.
– Bien, lo tendré -dice Eddie.
Marguerite grita:
– Muy bien, niños, ¡a poner las velas en la tarta!
Los niños corren a una tarta de crema que está encima de una mesa plegable cercana. Marguerite se inclina hacia Eddie y susurra:
– Les prometí que apagarías las treinta y ocho de una vez.
Eddie se suena. Ve cómo su esposa organiza el grupo. Como siempre, le encanta ver con qué facilidad Marguerite conecta con los niños y le entristece su incapacidad para tenerlos. Un médico dijo que era demasiado nerviosa. Otro dijo que había esperado demasiado, que debería haberlos tenido a los veinticinco años. Con el tiempo, se quedaron sin dinero para médicos. Eso era lo que había.
Marguerite llevaba casi un año hablando de adoptar uno. Fue a la biblioteca. Trajo documentos a casa. Eddie dijo que ya eran demasiado mayores.
– ¿Qué es ser demasiado mayor para un niño? -contestó ella.
Eddie dijo que pensaría en ello.
– Muy bien -gritó ella al lado de la tarta-. ¡Venga, señor Eddie! ¡Apágalas! Oh, espera, espera… -Buscó en su bolso y sacó una cámara de fotos, un artefacto complicado con varillas, lengüetas y un flash.
– Charlene me la ha prestado. Es una Polaroid.
Marguerite encuadra la foto, Eddie junto a la tarta y los niños apretujándose en torno a él, admirando las treinta y ocho llamitas. Un niño da un golpecito a Eddie y dice:
– Apáguelas todas, ¿vale?
Eddie mira hacia abajo. El azúcar glaseado tiene incontables señales de manitas.
– Lo haré -dice mirando a su mujer.
Eddie miró fijamente a la joven Marguerite.
– No eres tú -dijo.
Ella dejó la cesta con almendras. Sonrió tristemente. Los invitados seguían bailando la tarantela a sus espaldas, mientras el sol se apagaba detrás de un jirón de nubes blancas.
– No eres tú -dijo Eddie, otra vez.
Los que bailaban gritaron alegres algo a coro.
Tocaban panderetas.
Ella le ofreció la mano. Eddie estiró la suya instintivamente, como si fuera a coger un objeto que había caído. Cuando sus dedos se encontraron, experimentó una sensación desconocida, como si sobre su propia carne se formara carne, suave, cálida y que casi le hacía cosquillas. Ella se arrodilló junto a él.
– No eres tú -dijo Eddie.
– Soy yo -susurró ella.
– No eres tú, no eres tú, no eres tú -murmuró Eddie, mientras dejaba caer la cabeza sobre el hombro de ella y, por primera vez desde su muerte, empezó a llorar.
Se habían casado un día de Nochebuena en el segundo piso de un restaurante chino mal iluminado que se llamaba Sammy Hong's. El dueño, Sammy, aceptó alquilarlo por aquella noche, ya que imaginó que tendría pocos clientes. Eddie gastó el dinero que le quedaba del ejército en la fiesta -pollo asado y verduras chinas, vino de oporto y un hombre con un acordeón-. Las sillas de la ceremonia se necesitaban para la cena, de modo que, una vez que se hicieron las promesas, los camareros pidieron a los invitados que se levantaran para llevar las sillas a las mesas del piso de abajo. El acordeonista se sentó en un taburete. Años más tarde, Marguerite haría bromas sobre que lo único que faltaba en su boda «fueron los cartones del bingo».
Cuando terminaron de cenar y recibieron algunos pequeños regalos, brindaron por última vez y el acordeonista guardó su instrumento. Eddie y Marguerite salieron por la puerta principal. Llovía ligeramente, una lluvia gélida, pero el novio y la novia fueron andando solos a casa, pues estaba a unas pocas manzanas de distancia. Marguerite llevaba su vestido de novia debajo de un grueso jersey rosa. Eddie vestía un traje blanco y una camisa que le apretaba el cuello. Iban cogidos de la mano. Avanzaron entre charcos de luces de la calle. A su alrededor todo parecía absolutamente callado.
La gente dice que «encuentra» el amor, como si fuera un objeto escondido bajo una piedra. Pero el amor adopta muchas formas y nunca es igual para todos los hombres y mujeres. Lo que la gente encuentra es un determinado amor. Y Eddie encontró un determinado amor con Marguerite, un amor agradecido, un amor profundo pero sosegado, un amor que él sabía que, por encima de todo, era irreemplazable. Una vez que ella se hubo ido, dejó que fueran pasando los días, él dejó que su corazón durmiera.