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– Tenemos un niño en camino -le riñe ella-. No puedes comportarte de ese modo.

Eddie cuelga el teléfono enfadado. Vuelve con Noel, que está comiendo cacahuetes en la barandilla.

– Déjame que lo adivine -dice Noel.

Van a la ventanilla y apuestan por otro caballo. Eddie se saca el dinero del bolsillo. Una parte de él ya no lo quiere y la otra quiere el doble, para poder arrojar el dinero sobre la cama cuando llegue a casa y decirle a su mujer: «Toma, compra lo que quieras. ¿Vale?».

Noel contempla cómo empuja los billetes por la abertura de la ventanilla. Alza las cejas.

– Ya lo sé, ya lo sé -dice Eddie.

Lo que no sabe es que Marguerite, como no le puede llamar, ha decidido ir en coche al hipódromo para reunirse con él. Ella se siente mal por haberle gritado, es su cumpleaños y quiere disculparse; también quiere que lo deje, pero sabe por otras tardes anteriores que Noel insistirá en que se queden hasta el final; a Noel le gusta jugar. Así que como el hipódromo está a sólo diez minutos, coge su bolso y conduce su Nash Rambler de segunda mano por la avenida Ocean. Dobla a la derecha en la calle Lester. El sol ha desaparecido y el cielo está cambiante. La mayoría de los coches vienen en dirección contraría. Ella se acerca al paso elevado de la calle Lester, que solía ser el que la gente usaba para llegar al hipódromo, subiendo los escalones por encima de la calle y volviendo a bajarlos, hasta que los dueños del hipódromo instalaron un semáforo, que dejó el paso elevado, por lo general, desierto.

Pero esta tarde no está desierto. Hay en él dos adolescentes que no quieren que los encuentren; dos chicos de diecisiete años que, horas antes, han salido corriendo de una tienda después de robar cinco cartones de cigarrillos y tres botellas de bourbon Old Harper. Ahora, una vez terminado el alcohol y fumados muchos de los cigarrillos, están aburridos y balancean las botellas vacías por encima del borde de la oxidada barandilla.

– ¿Te atreves? -dice uno.

– Claro que me atrevo -dice el otro.

El primero deja caer la botella y los dos se agachan detrás del enrejado metálico a mirar. Casi alcanza un coche y se estrella en el pavimento.

– ¡Eh! -grita el segundo-. ¿Has visto eso?

– Tira la tuya, gallina.

El segundo chico se levanta, coge su botella y elige el tráfico disperso del carril derecho. Balancea la botella mientras busca un espacio entre los vehículos, como si aquello fuera una especie de arte y él fuera una especie de artista.

Abre los dedos. Casi sonríe.

Quince metros por debajo, Marguerite no piensa en mirar hacia arriba, no piensa que pueda pasar nada en aquel paso elevado, no piensa en nada aparte de en llevarse a Eddie de aquel hipódromo mientras todavía le quede dinero. Está pensando en qué parte de las gradas mirar, incluso cuando la botella de Old Harper se estrella contra su parabrisas, que se rompe en mil pedazos que salen disparados. El coche vira hacia la mediana de cemento que separa los carriles. El cuerpo de Marguerite sale impulsado como el de una muñeca y se estrella contra la puerta, el salpicadero y el volante, recibe un golpe en el hígado y se rompe un brazo. El golpe que se da en la cabeza es tan fuerte que pierde el contacto con los sonidos de la tarde. No oye los chirridos de los neumáticos de los coches. No oye los sonidos de los claxon. No oye la carrera de unos playeros de goma que bajan del paso elevado de la calle Lester y se pierden en la noche.

El amor, como la lluvia, puede vivificar desde arriba, empapando a las parejas de gozo. Pero a veces, bajo el enfurecido calor de la vida, el amor se seca en la superficie y debe vivificarse desde abajo, extendiendo sus raíces, manteniéndose vivo.

El accidente de la calle Lester mandó a Marguerite al hospital. Estuvo obligada a guardar cama durante cerca de seis meses. Su lastimado hígado finalmente se recuperó, pero los gastos y el retraso les costó la adopción. El niño que esperaban fue con otras personas. Los reproches nunca expresados por culpa de lo sucedido jamás encontraron descanso; simplemente pasaban como una sombra entre el marido y la mujer. Marguerite estuvo callada durante mucho tiempo. Eddie se entregó al trabajo. La sombra ocupaba un lugar en la mesa y comía en su presencia, entre el solitario sonido de cubiertos y platos. Cuando hablaban, hablaban de cosas sin importancia. El agua de su amor estaba oculta debajo de sus raíces. Eddie nunca volvió a apostar a los caballos. Sus encuentros con Noel terminaron gradualmente, pues ninguno de ellos era capaz de hablar mucho a la hora del desayuno sin tener la sensación de que aquello suponía un esfuerzo.

Un parque de atracciones de California presentó los primeros carriles con ruedas tubulares de acero -podían girar en unos ángulos que no se conseguían con madera- y, de pronto, las montañas rusas, que casi se habían perdido en el olvido, volvieron a ponerse de moda. El señor Bullock, el dueño del parque, había encargado un modelo con carriles de acero para el Ruby Park, y Eddie supervisó la construcción. Gritó a los instaladores y supervisó todos sus movimientos. No se fiaba de nada que fuera tan rápido. ¿Ángulos de sesenta grados? Estaba seguro de que alguien se haría daño. De todos modos, eso le proporcionó distracción.

La Pista de Baile Polvo de Estrellas se demolió. Lo mismo que el Tren de Cremallera y el Túnel del Amor, que ahora los niños encontraban demasiado antiguo. Unos años después se construyó un tobogán acuático y, para sorpresa de Eddie, fue inmensamente popular. Los que se subían flotaban entre chorros de agua y caían, al final, en una gran piscina. Eddie no conseguía entender por qué a la gente le gustaba tanto mojarse en esa atracción, cuando el océano estaba a unos trescientos metros de distancia. Pero se ocupaba de su mantenimiento igual que del de las demás atracciones, trabajando descalzo dentro del agua y asegurándose de que los barcos no podrían salirse de los carriles.

Con el tiempo, marido y mujer empezaron a hablarse de nuevo, y una noche Eddie incluso se refirió a la adopción. Marguerite se pasó la mano por la frente y dijo:

– Ahora somos demasiado mayores.

– ¿Y qué es ser demasiado mayor para un niño? -dijo Eddie.

Pasaron los años. Y aunque nunca llegó el niño, su herida se curó lentamente y su compañía mutua aumentó hasta llenar el espacio que habían reservado para otra persona. Por la mañana, ella le preparaba café y una tostada, y él la dejaba en su empleo de limpiadora y luego volvía en coche al parque. A veces, por la tarde, ella salía pronto y paseaba con él por la pasarela, siguiendo sus espirales, se montaba en los caballitos del carrusel o en las conchas pintadas de amarillo, mientras Eddie examinaba los rotores y los cables y escuchaba el ruido que hacían los motores.

Una tarde de julio se encontraron paseando junto al océano. Tomaban polos de uva y sus pies descalzos se hundían en la arena mojada. De repente pasearon la vista alrededor y se dieron cuenta de que eran los de más edad de la playa.

Marguerite dijo algo sobre los biquinis que llevaban las chicas como traje de baño y sobre cómo ella nunca tendría el valor de ponerse una cosa así. Eddie dijo que las chicas tenían suerte porque si se lo pusiera, los hombres no mirarían a nadie más. Y aunque por entonces Marguerite ya tenía cuarenta y cinco años, ya las caderas se le habían ensanchado y se le había formado en torno a los ojos una red de pequeñas arrugas, se lo agradeció calurosamente a Eddie y miró la nariz ganchuda y la ancha mandíbula de su marido. Las aguas de su amor caían otra vez desde arriba y los empapaban tanto como el mar que se arremolinaba en torno a sus pies.