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Tres años más tarde, ella estaba rebozando croquetas de pollo en la cocina de su apartamento, el único que habían tenido en todo aquel tiempo, mucho después de que hubiera muerto la madre de Eddie, porque Marguerite dijo que le traía recuerdos de cuando eran jóvenes y que le gustaba ver el viejo carrusel por la ventana. De pronto, sin advertencia, los dedos de la mano derecha se le abrieron de modo incontrolable. Se movieron hacia atrás. No se podían cerrar. La croqueta se le deslizó de la palma de la mano. Cayó al fregadero. Tenía punzadas en el brazo. Se le aceleró la respiración. Se miró durante un momento la mano con aquellos dedos rígidos que parecían pertenecer a otra persona, a alguien que estuviera agarrando una vasija grande, invisible.

Luego todo quedó borroso.

– Eddie -llamó ella, pero para cuando llegó él, ya había perdido el sentido y estaba tendida en el suelo.

Era, diagnosticarían, un tumor cerebral y su declive sería como el de muchos otros. Tratamientos que hacían que la enfermedad pareciera menos dura, pelo que se cae en mechones, mañanas con ruidosos aparatos de radiación y tardes vomitando en un retrete del hospital.

En los días finales, cuando el cáncer fue declarado vencedor, los médicos sólo dijeron:

– Descanse. Tómeselo con calma.

Cuando ella les hacía preguntas, asentían amablemente con la cabeza, como si sus movimientos fueran un medicamento administrado a gotas. Marguerite se dio cuenta de que se trataba de algo protocolario, un modo de mostrarse amable con alguien sin remedio, y cuando uno de ellos sugirió que «arreglara sus asuntos», solicitó que le dieran de alta en el hospital. Lo exigió más que lo solicitó.

Eddie la ayudó a subir por la escalera y colgó su abrigo mientras ella paseaba la vista por el apartamento. Marguerite quiso preparar algo de comer, pero él la hizo sentarse y calentó agua para el té. Había comprado chuletas de cordero el día anterior, y aquella noche cenaron con varios amigos invitados y colegas del trabajo, la mayoría de los cuales saludó a Marguerite y a su cetrina piel con frases como: «Bueno, ¡mira quién ha vuelto!», como si aquélla fuera una fiesta de bienvenida y no de despedida.

Tomaron puré de patata y, de postre, pasteles, y cuando Marguerite terminó el segundo vaso de vino, Eddie cogió la botella y le sirvió un tercero.

Dos días después ella se despertó gritando. Eddie la llevó en coche al hospital en el silencio previo al amanecer. Hablaban con frases cortas: qué médico estaría, a quién debería llamar Eddie. Ella iba sentada en el asiento del copiloto, pero Eddie la notaba en todas partes: en el volante, en el acelerador, en el parpadeo de sus propios ojos, en el carraspeo de su garganta. Todos los movimientos que hacía eran para ayudarla a ella.

Tenía cuarenta y siete años.

– ¿Tienes la tarjeta? -le preguntó ella.

– La tarjeta… -dijo él inexpresivo.

Ella respiró hondo y cerró los ojos, y su voz era muy tenue cuando volvió a hablar, como si aquel aliento le costara caro.

– Del seguro -gruñó ella.

– Sí, sí -dijo él rápidamente-. He traído la tarjeta.

Una vez detenidos en el aparcamiento, Eddie apagó el motor. De pronto todo quedó demasiado quieto y en demasiado silencio. Eddie oyó todos los sonidos: el roce de su cuerpo contra el asiento de cuero, el clac-clac de la manilla de la portezuela, el silbido del aire afuera, sus pies en el suelo, el tintineo de sus llaves.

Le abrió la portezuela y la ayudó a apearse. Marguerite tenía los hombros encogidos contra las mandíbulas, como un niño con mucho frío. El pelo le revoloteó por la cara. Olisqueó y alzó la mirada hacia el horizonte. Hizo un gesto a Eddie y señaló con la cabeza la lejana parte de arriba de una gran atracción blanca del parque, con vagonetas rojas colgando como adornos de un árbol.

– Se puede ver desde aquí -dijo.

– ¿La noria? -dijo él.

Ella apartó la vista.

– Nuestra casa.

Como en el cielo no había dormido, Eddie tenía la impresión de que no había pasado más que unas pocas horas con cada persona que había encontrado. ¿Cómo podía tener noción del tiempo sin día ni noche, sin dormir ni despertar, sin puestas de sol ni pleamares, sin comidas ni horarios?

Con Marguerite sólo quería tiempo -más tiempo cada vez-, y se le concedió; otra vez noches y días y nuevamente noches. Cruzaron las puertas de las diversas bodas y hablaron de todo lo que él quería hablar. En una boda sueca, Eddie le habló de su hermano Joe, que había muerto diez años antes de un ataque al corazón, justo un mes después de comprarse una casa nueva en Florida. En una boda rusa, ella le preguntó si había conservado el antiguo apartamento y cuando él contestó que sí, ella dijo que se alegraba. En una boda al aire libre celebrada en una aldea libanesa, él le contó lo que le había pasado en el cielo, y ella escuchó, aunque parecía saberlo ya todo. Eddie habló del Hombre Azul y su historia, de por qué unos mueren cuando otros siguen vivos, y del capitán y su historia del sacrificio. Cuando habló de su padre, Marguerite recordó las muchas noches que Eddie había pasado enfadado con él, molesto por su silencio. Y al contarle Eddie que había arreglado las cosas, sus cejas se enarcaron y separó los labios. Entonces él tuvo una antigua y cálida sensación que había echado en falta durante años, el sencillo acto de hacer feliz a su mujer.

Una noche Eddie habló de los cambios en Ruby Pier, de cómo habían desmontado las antiguas atracciones, de cómo la música del salón de juegos ahora era un estruendoso rock and roll, de cómo las montañas rusas ahora tenían espirales y vagonetas que colgaban boca abajo, de cómo las atracciones «oscuras», que antes tenían escenas de vaqueros hechas con pintura fosforescente, ahora estaban llenas de pantallas de vídeo, como si se viera la televisión todo el tiempo.

Le habló de los nombres nuevos. Ya no había Osas Mayores ni Escarabajos Peloteros, ahora eran la Tormenta, el Retuercementes, el Topgun, el Vortex.

– Suena raro, ¿no? -dijo Eddie.

– Suena -dijo ella melancólicamente- al verano de otra persona.

Eddie se dio cuenta de que eso era precisamente lo que él había estado sintiendo durante años.

– Debía haber trabajado en otro sitio -le dijo él-. Lamento que nunca nos pudiéramos ir de allí. Mi padre. La pierna. Siempre me sentí una especie de inútil después de la guerra.

Ella vio que la tristeza le asomaba a la cara.

– ¿Qué pasó? -preguntó ella-. Durante esa guerra.

Él nunca le había contado nada. Todos lo comprendían. Los soldados, en su momento, hacían lo que tenían que hacer y no hablaban de ello una vez que volvían a casa. Eddie pensó en los hombres que había matado. Pensó en sus captores. Pensó en la sangre de sus manos. Se preguntó si sería perdonado alguna vez.

– Me perdí -dijo él.

– No -dijo su mujer.

– Sí -susurró él, y ella no dijo nada más.

A veces, allí en el cielo, los dos se tumbaban juntos. Pero no dormían. En la tierra, decía Marguerite, cuando uno duerme, a veces sueña con el cielo y esos sueños ayudan a configurarlo. Pero ahora ya no había razón para tener esos sueños.

En lugar de dormir, Eddie la cogía por los hombros, le acariciaba el pelo e inspiraba lenta y profundamente. En un determinado momento preguntó a su mujer si Dios sabía que él estaba allí. Ella sonrió y dijo:

– Naturalmente -aunque Eddie admitía que parte de su vida la había pasado escondiéndose de Dios, y el resto del tiempo creyendo que pasaba inadvertido.

La cuarta lección

Finalmente, después de muchas conversaciones, Margue-rite hizo entrar a Eddie por otra puerta. Estaban de vuelta en la pequeña habitación redonda. Ella se sentó en el taburete y puso los dedos juntos. Se volvió hacia el espejo y Eddie vio su reflejo. El de ella, pero no el suyo.