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La última lección

La niña parecía asiática, quizá de cinco o seis años, y tenía una hermosa piel canela, pelo del color de una ciruela oscura, nariz pequeña y chata, labios llenos que se extendían alegres sobre sus dientes separados y unos ojos bellos, tan negros como la piel de una foca, con una cabeza de alfiler blanca que hacía de pupila. Sonrió y batió palmas con entusiasmo hasta que Eddie avanzó cautelosamente un paso más cerca, momento en que se presentó.

– Tala -dijo como haciendo una ofrenda de su nombre, con las manos en el pecho.

– Tala -repitió Eddie.

Ella sonrió como si hubiera empezado un juego. Se señaló la blusa bordada, que le caía holgada de los hombros y que estaba mojada de agua del río.

– Baro -dijo.

– Baro.

La niña tocó la tela roja que le cubría el torso y las piernas.

– Saya.

– Saya.

Luego señaló su calzado, una especie de zuecos -bakya-, y después unas conchas iridiscentes que había junto a sus pies -capiz- y, finalmente, una estera trenzada de bambú -baing- que estaba extendida delante de ella. Hizo un gesto a Eddie de que se sentara en la estera y ella también tomó asiento, con las piernas recogidas debajo.

Ninguno de los demás niños parecía fijarse en Eddie. Salpicaban y rodaban y cogían piedras del lecho del río. Eddie vio que un chico frotaba una piedra en el cuerpo de otro, por la espalda y debajo de los brazos.

– Bañarse -dijo la chica-. Como hacían nuestras inas.

– ¿Inas? -dijo Eddie.

Ella observó la cara de Eddie.

– Mamas -dijo.

Eddie había oído a muchos niños en su vida, y en la voz de esta pequeña no percibió la vacilación habitual que los niños muestran ante un adulto. Se preguntó si ella y los demás niños habrían elegido esta orilla del río celestial o si, dados sus pocos recuerdos, alguien había elegido por ellos este paisaje tan sereno.

Señaló el bolsillo de la camisa de Eddie. Éste bajó la vista. Los limpiapipas.

– ¿Esto? -dijo él. Los sacó y los torció, como había hecho en su época del parque de atracciones. La niña se puso de rodillas para observar el proceso. Las manos de él temblaban-. ¿Ves? Es… -Eddie terminó la última vuelta- un perro.

Ella lo cogió y sonrió; una sonrisa que Eddie había visto un millar de veces.

– ¿Te gusta? -dijo.

– Tú quemar mí -dijo ella.

Eddie notó que la mandíbula se le ponía rígida.

– ¿Qué estás diciendo?

– Tú quemar mí. Tú prender fuego mí.

Su voz era inexpresiva, como la de un niño recitando una lección.

– Mi ina decir que esperar dentro de la nipa. Mi ina decir que esconder.

Eddie habló en voz baja, de forma lenta y meditada.

– ¿De qué… te estabas escondiendo, niña?

Ella jugueteó con el perro hecho con los limpiapipas, luego lo sumergió en el agua.

– Sundalong -dijo.

– ¿Sundalong?

Ella alzó la vista.

– Soldado.

Eddie notó esa palabra como si fuera un cuchillo en su lengua. Le pasaron fugaces imágenes por la cabeza. Soldados. Explosiones. Morton. Smitty. El capitán. Los lanzallamas.

– Tala… -susurró.

– Tala -dijo ella sonriendo ante su propio nombre.

– ¿Por qué estas aquí, en el cielo?

La niña bajó el animal.

– Tú quemar mí. Tú prender fuego mí.

Eddie sintió un golpeteo detrás de los ojos. La cabeza le iba a estallar. Se le aceleró la respiración.

– Tú estabas en Filipinas… la sombra… en aquella choza…

– La nipa. Ina decir que estar segura allí. Esperar por ella. Estar segura. Luego ruido grande. Fuego grande. Tú quemar mí. -Encogió sus estrechos hombros.- No segura.

Eddie tragó saliva. Le temblaban las manos. Miró los profundos ojos oscuros y trató de sonreír, como si ésa fuera la medicina que necesitaba la niña. Ella le devolvió la sonrisa, y eso acabó por destrozarle. Enterró la cara en sus manos. Las tinieblas que le habían ensombrecido todos aquellos años se revelaban por fin, eran carne y sangre auténticas; él había matado a aquella niña, a aquella niña encantadora, la había quemado, matado, se merecía todas las pesadillas que había padecido. ¡Había visto algo! ¡La sombra entre las llamas! ¡Él la había matado! ¡Con sus propias manos! Un torrente de lágrimas le corría entre los dedos y su alma parecía caer en picado.

Entonces gritó y de su interior salió un lamento con una voz que nunca antes había oído; un lamento que nacía en lo más íntimo de su ser; y resonó en el agua del río y agitó el aire neblinoso del cielo. Su cuerpo tuvo convulsiones, y la cabeza le temblaba sin control hasta que el lamento se transformó en una especie de oración, pronunciando cada palabra como una confesión:

– Yo te maté. Yo te maté. -Luego susurró-: Perdóname. -Y gritó-: ¡Perdóname, Dios mío! ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?

Lloró desconsolado hasta que sus sollozos se convirtieron en un temblor. Luego se movió silenciosamente, balanceándose atrás y adelante. Estaba arrodillado en la estera ante la niña de pelo negro que jugaba con el animal hecho con limpiapipas junto a la orilla del río que corría.

En un determinado momento, cuando su angustia se había aplacado, Eddie notó unos golpecitos en el hombro. Alzó la vista y vio a Tala que tenía una piedra en la mano.

– Tú bañar mí -dijo. Se metió en el agua y le dio la espalda a Eddie. Luego se quitó el baro bordado por la cabeza.

Él retrocedió. La niña tenía la piel espantosamente quemada. Su torso y sus estrechos hombros estaban negros, carbonizados y con ampollas. Cuando se dio la vuelta, la hermosa e inocente cara estaba cubierta de grotescas cicatrices. Los labios marchitos. Sólo tenía un ojo abierto. El pelo había desaparecido y había sido sustituido por manchas de cuero cabelludo quemado, que estaba de costras duras, abigarradas.

– Tú bañar mí -volvió a decir tendiéndole la piedra.

Eddie avanzó pesadamente hasta el río. Cogió la piedra. Le temblaban los dedos.

– No sé cómo… -murmuró de modo apenas audible-. Nunca tuve hijos…

Ella levantó su mano abrasada y Eddie se la cogió suavemente y frotó la piedra lentamente por su antebrazo hasta que las costras empezaron a soltarse. Frotó con más fuerza; se cayeron. Aceleró sus esfuerzos hasta que la piel chamuscada cayó y quedó a la vista la carne sana. Entonces le dio la vuelta a la piedra y frotó la huesuda espalda de la niña y sus menudos hombros, la nuca y, finalmente, las mejillas, la frente y la piel de detrás de las orejas.

Ella se inclinó hacia delante, apoyando la cabeza en la clavícula de él; cerró los ojos como si echara un sueñecito. Eddie siguió suavemente la línea de los párpados. Hizo lo mismo con sus resecos labios y las costras de la cabeza; el pelo color ciruela volvió a salir por las raíces y la cara que había visto al principio estaba nuevamente ante él.

Cuando ella abrió los ojos, los blancos de sus pupilas relampaguearon como unos faros.

– Yo ser cinco -susurró.

Eddie dejó la piedra y notó un escalofrío. Respiró entrecortadamente.