– Ven aquí, chico. -Mickey Shea le hace señas desde un banco cercano.
– Bang, bang -dice Eddie.
Mickey Shea trabaja con el padre de Eddie reparando las atracciones. Es gordo, usa tirantes y siempre está cantando canciones irlandesas. A Eddie le huele raro, como el jarabe para la tos.
– Ven. Deja que te dé los coscorrones por tu cumpleaños-dice-. Como hacemos en Irlanda.
De repente, los largos brazos de Mickey están debajo de los sobacos de Eddie y le levantan, luego le dan la vuelta y queda colgando por los pies. El sombrero de Eddie cae al suelo.
– ¡Cuidado, Mickey! -grita la madre de Eddie, y su padre alza la vista, sonríe y luego vuelve a su partida de cartas.
– Jo, jo. Le tengo -dice Mickey-. Ahora un coscorrón por cada año.
Mickey baja a Eddie con cuidado, hasta que la cabeza roza contra el suelo.
– ¡Uno!
Mickey vuelve a alzar a Eddie. Los demás se les unen riendo. Gritan:
– ¡Dos…! ¡Tres…!
Boca abajo, Eddie no está seguro de quién es. La cabeza le empieza a pesar.
– ¡Cuatro…! -gritan-. ¡Y cinco!
Lo levantan, queda cabeza arriba y lo dejan en el suelo. Todos aplauden. Eddie agarra su sombrero y luego da un traspié. Se levanta, va tambaleándose hasta Mickey Shea y le da un puñetazo en el brazo.
– Jo, jo! ¿Y eso por qué, hombrecito? -dice Mickey. Todos se ríen. Eddie se vuelve y se aleja corriendo, tres pasos, antes de encontrarse en los brazos de su madre.
– ¿Estás bien, mi querido cumpleañero?-Ella sólo está a unos centímetros de su cara. Él ve sus labios pintados de un rojo intenso, sus regordetas mejillas suaves y la onda de su pelo castaño.
– Estaba al revés -le cuenta él.
– Ya lo vi -dice ella.
Le vuelve a poner el sombrero en la cabeza. Más tarde dará un paseo con él por el parque, a lo mejor lo lleva a que se suba a un elefante, o a ver a los pescadores del muelle que recogen sus redes al caer la tarde, con los peces dando saltos como brillantes monedas mojadas. Ella le llevará cogido de la mano y le dirá que Dios está orgulloso de él por ser un niño bueno el día de su cumpleaños, y eso hará que el mundo parezca que esté otra vez como debe.
La llegada
Eddie despertó dentro de una taza de té.
Formaba parte de alguna atracción de un antiguo parque; una taza de té grande, hecha de madera oscura, brillante, con un asiento tapizado y una puerta con bisagras de acero. Los brazos y las piernas de Eddie colgaban por encima de los bordes. El cielo continuaba cambiando de color, de un marrón de piel de zapato a un escarlata intenso.
Instintivamente buscó el bastón. Los últimos años lo dejaba junto a la cama porque había mañanas en que ya no tenía fuerzas para levantarse sin él. Eso le molestaba, pues antes solía dar palmadas en los hombros a sus amigos cuando los saludaba.
Pero ahora no estaba el bastón, conque Eddie suspiró y trató de levantarse. Sorprendentemente la espalda no le dolió. No sintió punzadas en la pierna. Hizo un esfuerzo mayor y saltó sin problemas por encima del borde de la taza de té. Cayó suavemente en el suelo, donde le sorprendieron tres rápidos pensamientos.
Primero, se sentía maravillosamente bien.
Segundo, estaba completamente solo.
Tercero, todavía estaba en el Ruby Pier.
Pero ahora era un Ruby Pier diferente. Había tiendas de lona, grandes espacios con césped y tan pocos obstáculos que se podía ver la musgosa rompiente de agua en el borde del océano. Los colores de las atracciones eran el rojo del cuartel de bomberos y el crema -nada de azules o granates-, y cada atracción tenía su propio despacho de entradas de madera. La taza de té donde había despertado formaba parte de una antigua atracción que se llamaba Girómetro. Su cartel era de contrachapado, igual que los demás carteles que colgaban bajos, encima de las fachadas de los puestos que se alineaban en el paseo.
¡Cigarros El Tiempo! ¡Eso es fumar!
¡Sopa de pescado, 10 centavos!
¡El Látigo, la sensación de la temporada!
Eddie parpadeó muy sorprendido. Aquello era el Ruby Pier de su infancia, unos setenta y cinco años atrás, sólo que todo estaba nuevo y recién limpio. Más allá estaba el Rizar el Rizo, que había sido desmontado hacía décadas, y algo más lejos, las casetas de baño y las piscinas de agua salada que habían sido demolidas en la década de 1950. Destacándose en el cielo, estaba la noria original -con su pintura blanca intacta- y, tras ella, las calles de su antiguo barrio y los tejados de las apiñadas casas de ladrillos, con cuerdas para tender la ropa entre las ventanas.
Eddie intentó gritar, pero sólo le salió un sonido ronco. Articuló un «¡Hola!», pero de su garganta no salió nada.
Se agarró brazos y piernas. Aparte de su falta de voz, se sentía increíblemente bien. Anduvo en círculo. Dio un salto. Ningún dolor. En los últimos diez años había olvidado lo que era andar sin una mueca de dolor o sentarse sin tener que hacer esfuerzos para acomodar la parte baja de la espalda. Por fuera, él tenía el mismo aspecto que el de aquella mañana: un viejo rechoncho, con el pecho abombado, que llevaba gorra, pantalones cortos y el jersey marrón de su trabajo. Pero se sentía flexible. Tan flexible, en realidad, que se podía tocar los tobillos y levantar una pierna hasta su barriga. Exploró su cuerpo como un niño pequeño, fascinado por la nueva mecánica, un hombre de goma haciendo un estiramiento de hombre de goma.
Luego corrió.
¡Ja, ja! ¡Corría! Eddie no había corrido de verdad desde hacía más de sesenta años. Desde la guerra, no había corrido, pero ahora estaba corriendo. Empezó con unos cuantos pasos cautelosos, luego aceleró, a toda velocidad, más rápido, más rápido, corriendo como el chico que era en su juventud. Corrió por la pasarela de madera y pasó por delante de un puesto de cebo vivo para pescadores (cinco centavos) y de otro donde alquilaban trajes de baño (tres centavos). Pasó por delante de un tobogán que se llamaba los Dibujos Deslizantes. Corrió por el paseo del Ruby Pier, debajo de magníficos edificios de estilo árabe con agujas, minaretes y cúpulas bulbosas. Pasó corriendo junto al Carrusel Parisiense, con sus caballos de madera tallada, cristales de espejo y música de organillo; todo brillante y nuevo. Sólo una hora antes, o eso parecía, él había estado rascando el óxido de sus piezas en el taller.
Bajó corriendo hasta el corazón de la antigua avenida central, donde en otro tiempo trabajaban los que adivinaban el peso o el porvenir y bailaban los gitanos. Recogió la barbilla y extendió los brazos como un planeador, y cada pocos pasos daba un salto, al igual que hacen los niños, esperando que su carrera se convierta en vuelo. A cualquiera le podría haber parecido ridículo ver a aquel empleado de mantenimiento con el pelo blanco, completamente solo, haciendo el avión. Pero el niño que corre está dentro de todos los hombres, sin importar la edad que tengan.
Y entonces Eddie dejó de correr. Había oído algo. Una voz metálica, como si procediera de un megáfono.
– Pasen y vean, señoras y caballeros. Jamás habrán contemplado nada tan espantoso.
Eddie estaba parado junto a un despacho de entradas vacío delante de un enorme teatro. En el cartel de arriba se leía: