El espectáculo. La casa de los monstruos. La gran sensación. Eddie recordó que la habían cerrado hacía por lo menos cincuenta años, en la época en que la televisión se hizo popular y la gente no necesitaba ese tipo de espectáculos para avivar su imaginación.
– Pasen y vean a este salvaje. Tiene un defecto de nacimiento, de lo más extraño…
Eddie atisbo por la entrada. Allí dentro había visto a algunas personas muy raras. Estaba Jolly Jane, que pesaba más de doscientos cuarenta kilos y que necesitaba que dos hombres la empujasen para subir por las escaleras. Estaban las siamesas, que compartían la columna vertebral y tocaban instrumentos musicales. Y también los tragasables, las mujeres barbudas y una pareja de hermanos indios cuya piel se había vuelto de goma de tanto untársela y frotársela con aceite, y les colgaba de brazos y piernas.
Eddie, de niño, había sentido pena por las personas que exhibían allí. Las obligaban a sentarse en cabinas o a subirse en estrados, a veces entre rejas, mientras los visitantes pasaban entre ellas, burlándose y señalándolas. El que los anunciaba hacía publicidad de los monstruos, y era la voz de ese hombre la que Eddie oía ahora.
– ¡Sólo un terrible giro del destino podía dejar a un hombre en una situación tan penosa! Lo hemos traído desde el otro extremo del mundo para que ustedes lo puedan ver…
Eddie entró en la sala en penumbra. La voz se hizo más potente.
– Este trágico desdichado ha sido víctima de la perversa naturaleza…
Llegaba desde el otro extremo de un estrado.
– Sólo aquí, en Los Hombres Más Extraños del Mundo, pueden ustedes estar tan cerca…
Eddie se acercó al telón.
– Deleiten su vista con la más extraor…
La voz del que lo anunciaba desapareció. Y Eddie retrocedió incrédulo.
Allí, sentado en una silla, solo sobre el estrado, había un hombre de edad madura con unos hombros estrechos y caídos, desnudo de cintura para arriba. La tripa le asomaba por encima del cinturón. Tenía el pelo muy corto, los labios finos y la cara aguileña y ojerosa. Eddie lo habría olvidado hacía mucho de no ser por un rasgo especial.
Su piel era azul.
– Hola, Edward -dijo-. Te he estado esperando.
La primera persona que Eddie encuentra en el cielo
– No tengas miedo -dijo el Hombre Azul levantándose lentamente de su silla-. No tengas miedo…
Su voz era tranquilizadora, pero Eddie no podía dejar de mirar. Apenas había tratado a aquel hombre. ¿Por qué lo veía ahora? Era como uno de esos rostros que se te aparecen en sueños y a la mañana siguiente dices: «Jamás adivinarías con quién he soñado esta noche».
– Sientes el cuerpo como el de un niño, ¿verdad?
Eddie asintió con la cabeza.
– Es que cuando me conociste eras un niño. Empiezas con los mismos sentimientos que tuviste.
¿Empezar qué?, pensó Eddie.
El Hombre Azul alzó la barbilla. Su piel era una sombra grotesca, un arándano grisáceo. Tenía los dedos arrugados. Salió fuera. Eddie le siguió. El parque estaba desierto. La playa estaba desierta. ¿Estaba desierto el planeta entero?
– Aclárame una cosa -dijo el Hombre Azul. Señaló una montaña rusa de madera con dos gibas del fondo. El Látigo. Fue construida en la década de 1920, antes de las ruedas de fricción inferior, lo que significaba que los coches no podían girar con mucha rapidez, a no ser que se quisiera que se saliesen de las vías-. El Látigo. ¿Todavía es la «atracción más rápida de la tierra»?
Eddie miró al viejo aparato estruendoso, que había sido desmontado hacía años. Negó con la cabeza.
– Ah -dijo el Hombre Azul-. Ya me lo imaginaba. Aquí las cosas no cambian. Y nadie mira abajo desde las nubes, me temo.
¿Aquí?, pensó Eddie.
El Hombre Azul sonrió como si hubiera oído la pregunta. Tocó a Eddie en el hombro y éste notó una oleada de calor que no había experimentado nunca antes. Sus pensamientos salían en forma de frases.
¿Cómo he muerto?
– En un accidente -dijo el Hombre Azul.
¿Cuánto llevo muerto?
– Un minuto. Una hora. Mil años.
¿Dónde estoy?
El Hombre Azul frunció la boca, luego repitió la pregunta pensativamente.
– ¿Dónde estás?
Se volvió y alzó los brazos. De pronto todas las atracciones del Ruby Pier adquirieron vida: la noria daba vueltas, los autos de choque se estrellaban unos contra otros, el Látigo iba cuesta arriba y los caballos del Carrusel Parisiense subían y bajaban en sus barras de latón al compás de la alegre música del organillo. El océano estaba frente a ellos. El cielo era de color limón.
– ¿Dónde crees tú? -preguntó el Hombre Azul-. En el cielo.
¡No! Eddie negó violentamente con la cabeza. ¡No! El Hombre Azul parecía divertido.
– ¿No? ¿Esto no puede ser el cielo? -dijo-. ¿Por qué? ¿Porque es donde te criaste tú?
Eddie articuló la palabra «sí».
– Ah. -El Hombre Azul asintió con la cabeza.- Verás. Muchas veces la gente da poca importancia al sitio donde nació. Pero el cielo se puede encontrar en los rincones más insospechados. Y el propio cielo tiene muchos niveles. Éste, para mí, es el segundo. Y para ti, el primero.
El Hombre Azul llevó a Eddie por el parque de atracciones. Pasaron por delante de puestos donde se vendían cigarros puros y de puestos de salchichas, y por los «locales de apuestas», donde los incautos perdían sus monedas de cinco y de diez centavos.
¿El cielo?, pensó Eddie. Absurdo. Había pasado la mayor parte de su vida de adulto tratando de marcharse del Ruby Pier. Era un parque de atracciones, eso es todo, un sitio para gritar y remojarse y gastarse los dólares en muñecas peponas. La idea de que fuera un lugar donde descansaban los bienaventurados superaba su imaginación.
Volvió a intentar hablar, y esta vez oyó un pequeño gruñido dentro del pecho. El Hombre Azul se volvió.
– Recuperarás la voz. Todos pasamos por lo mismo. Al principio, nada más llegar, no se puede hablar.
Sonrió.
– Eso ayuda a escuchar.
– Hay cinco personas con las que te vas a encontrar en el cielo -dijo de repente el Hombre Azul-. Cada una de ellas intervino en tu vida por algún motivo, pero a lo mejor tú no te diste cuenta de ello en su momento… y para eso existe el cielo, para entender tu vida en la tierra.
Eddie pareció confuso.
– La gente cree que el cielo es un jardín del edén, un sitio donde se flota entre nubes y no se hace nada entre ríos y montañas. Pero un paisaje sin estímulos carece de significado.
»Éste es el mayor don que te puede conceder Dios: entender lo que te pasó en la tierra. Que tenga explicación. Éste es el sitio que has andado buscando.
Eddie tosió, tratando de recuperar la voz. Se había cansado de estar en silencio.
– Yo soy la primera persona, Edward. Cuando morí, otras cinco me iluminaron la vida, y luego vine aquí a esperarte, para acompañarte mientras haces cola, para contarte mi historia, que se convierte en parte de la tuya. Habrá otras personas esperándote. A unas las conociste, a otras puede que no. Pero todas ellas se cruzaron en tu camino antes de que murieras. Y lo alteraron para siempre.
Eddie, con mucho esfuerzo, consiguió emitir un sonido que salió desde el pecho:
– ¿Qué…? -dijo finalmente.
Su voz pareció que surgía de dentro de una cáscara de huevo, como la de un polluelo.
– ¿Qué… fue…?
El Hombre Azul esperó pacientemente.