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Anoche -continuó ella-, le pedí que me permitiese participar, junto a usted, en esa previsible guerra sorda, o quizá fría (sonrió) entre ése a quien llamamos los del oficio Maestro de las huellas que se pierden en la niebla, y cierto monstruo americano que, a estas horas, tiene que estar ya en suelo francés. Lo deseaba, en aquel momento, vehementemente. Y no me arrepentí durante toda la noche, ni tampoco esta mañana, cuando le dije adiós a Yuri, y acudí a nuestra cita en el café, convencida de que íbamos a emprender juntos una operación absolutamente inimaginable, al menos para mí, pero siempre fascinante. Mi propósito empezó a tambalearse en el momento justo en que usted me dijo quién era. Y fue precisamente entonces cuando me pregunté por la relación entre el hombre que conducía a mi lado el pequeño «Volkswagen» y ése con el que había compartido unas horas que no me atrevo a recordar.

– Yuri Etvuchenko -la interrumpí.

– Sí y no, pero finalmente no. En la palabra de Yuri, esta mañana, no temblaban la fantasía y el misterio. Era otra vez el querido, el buen Yuri, cuyo cuerpo alguien había usurpado.

– No -me apresuré a interrumpirla-; no quiero que entienda mal lo que ayer le expliqué sin la claridad suficiente; en todo caso, sin la claridad necesaria. No se trata de un caso excepcional de transmigración voluntaria, mi alma en el cuerpo de Yuri, o en el de cualquiera, nada de eso, pues lo más probable es que la naturaleza de las almas y su relación con los cuerpos les impida emigrar. Yo hablé de metamorfosis. Yo no le robé el cuerpo a Yuri, ni tampoco al capitán de navío De Blacas, sino sólo la forma. La materia de este cuerpo que ve, que le habla, es la mía. Eso inexplicable que ayer intenté aclararle, y que, por lo que veo, no la ha librado de la confusión, consiste ni más ni menos que en mi capacidad para robarle, ésta es la palabra justa, la forma a lo que no soy yo mismo. En modo alguno fue Yuri el que pasó junto a usted esas horas que no quiere recordar y que yo no he olvidado, sino yo. Lo de Yuri era mera apariencia.

– Y ese cuerpo de usted, ¿no tiene forma? Bueno, supongo que será el modo correcto de preguntarlo.

– La tuvo, una vez la perdí, no me considero capaz de recobrarla. Dejaré un día de éstos de ser De Blacas, no puedo predecirle quién voy a ser, y así una vez y otra… según las necesidades del Servicio o según mi propia necesidad.

– El cuerpo que una mujer abraza, la boca que una mujer besa, son formas de un cuerpo, pero, ¿cómo podría yo besar lo inmutable besando bocas cambiantes? Ahora mismo no me siento capaz de besarle, ni aún como acto de servicio.

– Ya lo sé.

Vertí coñac en las copas vacías, le ofrecí la suya.

– ¿Quiere, al menos, brindar conmigo por ese pasado efímero, con la esperanza de un futuro que dure un poquito más?

Pareció renacerle la sonrisa.

– Sí. Eso, sí. Aunque a nosotros, quiero decir a los Agentes, no nos sea conveniente pensar en el futuro.

3

Rompió el sopor de un descanso convenido el teléfono secreto: unos zumbidos que semejaban los ayes angustiosos de un barco que se hunde. Irina había escuchado mis instrucciones, y ahora recorría la casa y se familiarizaba con sus rincones. Acudió en seguida, algo de alarma en la mirada. Al verme con el teléfono en la mano, se tranquilizó. Le hice señal de que esperase. Me hablaba X9 desde mi propio despacho. Se había instalado en él, según sus irrespetuosas palabras, «una tía estupenda, pero antipática, llegada de Nueva York con plenitud de poderes», y exigía entrevistarse conmigo inmediatamente.

– Bueno. Pues dile que ya voy, y si quieres vivir tranquilo, piensa que es una mujer antipática y no una tía estupenda.

– ¿Cree usted, señor, que habrá entendido lo que dije?

– No estoy seguro de que domine el francés hasta ese extremo, pero lo de antipática sí lo habrá entendido.

– Tiene razón, señor: empiezo a notarlo.

Colgamos. Irina se había sentado y me miraba como quien espera los últimos consejos, quizá los últimos ruegos. Le dije que, si tenía que salir, parase el reloj de la chimenea en la hora exacta de su salida; pero que, si lo hacía para no volver, en el caso de que su decisión cambiase, que me dejase en el mismo lugar, como recuerdo, aquella sortija que eran dos manos enlazadas y que había advertido en su anular derecho. Podía, a cambio, llevar lo que quisiera.

– Una sortija antigua, la heredé de mi madre. Tiene para mí un inmenso valor sentimental.

Le di a entender con el gesto, con el ademán, que deploraba aquella negativa.

– Sin embargo -continuó ella-, si decidiera marcharme, la dejaría ahí, donde usted desea.

– Si, cuando yo regrese, usted no está, y ninguna de esas señales me advierte de su intención, pensaré que la han robado, cosa teóricamente imposible, porque nadie sabe que existe este refugio, y nadie podrá entrar en él sin las previas informaciones que usted conoce. Claro que usted puede telefonear a Iussupov, decirle que está aquí y que venga, pero, lo mismo que anoche le devolví el puñal, le dejo ahora la llave con la esperanza de hallarla cuando vuelva.

– ¿Pronto? -me preguntó.

– A una hora imprevisible. En cualquier caso, la tendré advertida de cualquier novedad. La clave para entendernos es ésta: seven. Si sonara ese teléfono angustioso, diga lo mismo, escuche, aprenda de memoria lo que digan, o procure recordarlo de la manera más aproximada posible. Ahora, me marcho.

Me tendió la mano y me deseó suerte.

¿Se me creería si dijera que Eva Gradner había engordado un poco? Fue lo que me pareció a primera vista, lo que casi comprobé y de lo que casi me convencí durante el tiempo de nuestra conversación; y lo que me obligó a enviar, desde mi corazón, mis más entusiastas felicitaciones a los sabios que la habían construido. ¡Aquel robot casi sobrenatural, o, por lo menos, sobrehumano, ganaba y perdía peso! La habían construido algo escurrida de pecho, y ahora, en el suéter, le soplaban por dentro vientos gemelos y turbadores. Comprendí lo de «tía estupenda».

No se levantó ni me tendió la mano. Se había instalado en mi propia mesa, y, al entrar yo, hablaba por uno de los diez o doce teléfonos secretos, el de línea directa, precisamente, con el Centro de Decisiones Primarias, cuya existencia, cuya situación conocen, a lo sumo, cinco personas en el mundo: un robot privilegiado, pelirrojo y de nariz respingona, hablaba con toda seriedad, en un idioma cifrado cuya clave yo ignoraba, con alguna persona en cuyas manos pudiera estar el fin del mundo. La saludé desde lejos, encendí un cigarrillo y esperé. No se demoró hasta los límites de la descortesía, ésta es la verdad, pero no creo que se debiera a su buena educación, sino a que la charla cifrada había terminado. Colgó, me miró.

– Acérquese.

Lo hice hasta el borde mismo de mi mesa.

– Llámeme Mary Quart.

– Es un nombre precioso, bastante más que el de Eva Gradner. La felicito.

– ¿Por qué me dice eso?

– Es una conclusión de carácter estético, si bien ligeramente emocional, cuya expresión en voz alta autorizan las leyes francesas y también la mayor parte de las que no lo son. En consecuencia, vuelvo a felicitarla.

Algo así como una parálisis repentina, como una estupefacción, la dejó en silencio y quieta. Supuse que, en su intrincado interior, selva quizá de transistores mínimos y endiabladas conexiones, laberinto por fin incalculable de circuitos impresos, iba a producirse un colapso, pero inmediatamente reaccionó.

– Vengo bien pertrechada de advertencias contra la frivolidad y la irracionalidad de los franceses.

– ¡Oh, no se preocupe! La corrección de mis razonamientos queda convenientemente garantizada por Descartes.

– ¿Quién es?

– Una especie de matemático que pensaba, o un pensador aficionado a sacar cuentas, y, sobre todo, conclusiones inesperadas de las cuentas mismas. Conclusiones abstractas, por supuesto.