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Mary Quart (Eva Gradner) sacó de su cartera un papel de apariencia respetable y me lo entregó: en él se ordenaba al capitán de navío De Blacas que se constituyera en arresto a partir de aquel momento y en su propio despacho; se le autorizaba a usar el dormitorio y los servicios anejos, y a pedir cena y bebidas al bar. Mientras recogía sus cosas, Mary Quart me previno:

– Delante de cada puerta está ya un centinela armado, con órdenes severas.

Se encaminó lentamente a la salida: caminaba con buen aire, pero en exceso eficiente: algo de su poder la aislaba como una cápsula no sé si transparente o invisible. Al abrirse la puerta, vi, de espaldas y en posición reglamentaria, a un soldado con metralleta. Por un momento, el cuerpo de Eva Gradner se interpuso: fue cuando la llamé, con voz un poco tierna, la voz de un experimento de dudoso resultado.

– Eva, Eva Gradner.

Se detuvo, medio se volvió.

– Escúcheme -supliqué-; ¿le dije que está muy hermosa? -Cerró la puerta y algo así como una sonrisa amaneció en sus labios-. Me gustaría contemplarla un poco más, precisamente como ahora, sonriendo. -Se volvió por completo y rió francamente-. ¿Puedo acercarme a usted?

Fue ella quien lo hizo. Al parecer, yo había acertado con el estímulo, había puesto en funcionamiento uno de sus sistemas de respuesta, cuyo desarrollo, cuyo final, sin embargo, desconocía, aunque pudiera presentirlo.

– ¿Tiene algo que revelarme? -me preguntó mientras dejaba en una silla su importante cartera y su chaquetilla de lana.

Quedó en suéter, agresivamente erótica: alguno de los mecanismos que yo le atribuía le había puesto en punta los pezones al tiempo que trasmudaba en cadencia sensual la eficiencia burocrática de sus movimientos. Recordé al gobernante asiático víctima de su fascinación, y llegué a concluir, en aquellos instantes, que quien ignorase su verdadera condición, podía muy bien dejarse envolver por una especie de invisibles tentáculos emanantes de su cuerpo, la misma trampa de la araña que quiere cazar la mosca; pero también que quien, como yo, no ignoraba del todo su compleja contextura interior, bien pudiera cerrar los ojos y aprovechar la ocasión, única para cierta clase de exquisitos, si bien con precauciones, ya que, en todo caso previsible, la araña acabaría por hincar el diente en el cuerpo inmóvil de su presa. Pensé intensamente en Irina, sola en aquel momento, quizás inquieta, antes de responder a Eva:

– Si aceptase tomar el té conmigo, podríamos hablar de otra manera que como acabamos de hacerlo.

– ¿Tiene revelaciones importantes cuya transmisión exija un cambio en la naturaleza de nuestras relaciones actuales? -insistió, aunque con voz ya distinta: dulce y un poco temblorosa, pero aún profesional.

– Posiblemente sí.

– Hágamelas, y sabré después complacerle.

Sonreí.

– Ese después va a quedar un poco lejos. ¿Puedo pedir el té? ¿Lo prefiere de alguna clase especial? ¿Con tarta, con sandwichs, sólo con pan tostado? Dígame cuál es su gusto, su costumbre.

Rápidamente me contestó que tomaría lo mismo que yo tomase.

– Tiene que permitirme telefonear a la cafetería.

– Hágalo.

En principio, todo aquello constituía un sistema de dilaciones cuyas etapas podían preverse, pero no sus porqués o paraqués. Si, remotamente, me proponía iniciar un juego, que no lo sé, ignoraba en qué iba a consistir y cuáles iban a ser sus trámites. Mientras telefoneaba y pedía un té con acompañamiento complicado, entreví la necesidad de evadirme del arresto que Miss Gradner acababa de imponerme; pero sólo cuando ya habíamos empezado a merendar, sólo cuando yo había intercalado en una conversación gárrula unas cuantas insinuaciones posiblemente amorosas, o quizá pornográficas, recibidas por ella con toda naturalidad, algo semejante a un proyecto apareció, con sus líneas generales, en el trasfondo de mi conciencia. Un párrafo bastante largo, en el que comparaba la dulzura de la mermelada con lo que podía esperarse de un cuerpo tan cargado de promesas como el de Miss Gradner, permitió al proyecto afirmarse, a sus líneas (en un principio desvaídas) hacerse más visibles, y, a su conjunto, más convincente. Aquella repulsiva comparación de dulzuras no pareció disgustar a Miss Gradner: entraba, seguramente, en lo acostumbrado y lo previsto, y la respuesta fue la de pasar las manos por los pechos de abajo arriba, como dotando de su máximo relieve a aquella competición de mundos truncados; pero, cuando, inmediatamente, de sopetón, le recité el madrigal de Ben Johnson:

Drink to me only with thin eyes,

Se echó a reír y me reprochó el disparate de pensar que pudiera beber algo con los ojos.

– ¿Tiene usted autoridad -le dije de repente-, para sacarme de aquí y acompañarme, con las precauciones que quiera, a un lugar donde le mostraré algo importante?

– Tengo toda la autoridad necesaria, pero antes necesito saber qué se propone.

– ¿Desconfía de mí?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Me ha prometido ciertas revelaciones y me ha cortejado, aunque no con la pasión esperable. Sobre todo, ciertas palabras desentonaron del conjunto. Entendí que las revelaciones serían el resultado del cortejo llevado hasta sus últimas consecuencias: es lo acostumbrado y lo lógico; o bien que yo pusiera, como condición previa para irnos a la cama, que usted me revelase lo que sabe. Ahora bien: de repente, usted interrumpe el cortejo y me hace una proposición sin condiciones. ¿Debo interpretarlo como desprecio o como pago de su posible libertad?

– Me permito insinuarle que nada de lo que viene sucediendo desde hace un par de horas es acostumbrado. ¿Cómo no se ha dado cuenta antes?

– Justamente por eso es por lo que desconfío de usted.

– ¿No será porque no me entiende?

Miss Gradner, que se había sentado y continuaba acariciándose los pechos, quizá maquinalmente ya, se levantó ofendida:

– Señor De Blacas, yo lo entiendo todo, y por eso estoy aquí. Pero usted pretende engañarme.

Me levanté también.

– Lo único que pretendo, Miss Gradner, es traer a su presencia al Maestro de las huellas que se pierden en la niebla, pero eso sólo lo puedo hacer de una manera digamos bifurcante, o, si lo prefiere, bífida. Por eso piensa que la engaño.

Eva Gradner cambió de pronto de expresión.

– Señor De Blacas, usted y yo, ¿no nos habíamos visto antes? Exactamente un día de primavera, el seis de abril hará dos años. Usted me hablaba al oído…

CAPÍTULO III

1

Me fue imposible convencer a la señorita Gradner de la conveniencia, para el futuro de la OTAN, de que fuéramos juntos a cierto lugar de París, una clínica especial y recatada, aun ofreciéndole garantías de que su pistola no se apartase un solo instante de mis riñones. No me quedó, pues, otro recurso que acudir a los servicios de X9, quien, por su parte, podía seguir mis instrucciones sin dificultad: conseguí comunicárselas mediante los trucos verbales indispensables para que el sistema aprehensivo y comprensivo de Eva Gradner no entrase en funciones, aunque todas las palabras usadas fuesen inteligibles y de aparente inocencia para alguien no previamente impuesto en las formas más tiradas del idioma.

– No quiere usted que se entere la de las tetas, ¿verdad? -me dijo X9 con su acento barriobajero, y le respondí que justamente intentaba evitarlo.

– Confío -añadí-, en que te las arreglarás de algún modo para resolver cualquier dificultad.

– No pase cuidado, capitán.

X9 había navegado como contramaestre con De Blacas, y en ocasión de una galerna había salvado el barco: De Blacas confiaba en él aun en ocasiones y situaciones bastante diferentes de la mar alborotada; pero lo que X9 no podía sospechar era que aquel gurruño humano cuyo rescate y traslado le había encomendado, era lo que quedaba del verdadero De Blacas, por quien él hubiera dado la vida. Le encargué que fuera provisto de una orden militar para sacar de la clínica donde lo tenía encerrado al inteligente, al eficaz marino cuyo nombre y figura, cuyo puesto y responsabilidad estaba yo usurpando desde hacía ya algún tiempo, aunque no demasiado.