– ¿Qué hace usted en mi despacho? Y el agente Maxwell, ¿qué hace aquí? Requiero la respuesta inmediata a estas preguntas o les mando detener.
Y la situación amenazaba con desarrollarse confusamente, a juzgar por el planteamiento, el cual, por otra parte, no dejaba de ser lógico, y confieso que me hubiera divertido presenciarla en sus diversas etapas, así en las necesarias como en las incidentales o imprevistas, y quizá mejor en estas últimas, pero yo no la había provocado por mero afán de diversión, sino por las razones estrictamente personales que en aquel mismo momento, me aconsejaron escurrirme por la puerta que daba al pasillo, vigilada por un soldado con órdenes estrictas de disparar sobre el Jefe del Servicio Secreto Monsieur De Blacas, pero no sobre el indefinido agente Maxwell. Pude salir, pero me persiguieron las voces de Miss Gradner:
– ¡Detengan a De Blacas! -gritaba, y mientras el soldado buscaba a De Blacas con la punta de su metralleta, el verdadero De Blacas se preguntaba, seguramente, por el intríngulis de aquello.
Pude escabullirme por uno de los ascensores, ganar la terraza, saltar al jardín, esconderme tras un seto, esperar a que el griterío se apaciguase y, entonces, antes de recobrar el «Volkswagen» que el capitán de navío De Blacas había utilizado para sus desplazamientos, curioseé a través de la ventana del que había sido mi despacho, y por los gestos y ademanes de la gente que había acudido, y, sobre todo, por el manoteo elocuente de Simone De Blacas, comprendí que intentaban convencer, a aquella energúmena llegada por el aire con plenos poderes, de que, el que ella buscaba fuera, era el señor que estaba dentro, y de que probablemente no había motivos para buscarlo. Aquel gesto o actitud del monstruo me permitió entender que, efectivamente, la persona que ella perseguía no era aquel impecable caballero, cuya dignidad castrense no se había alterado, un solo instante, aunque sí alguien que llevaba su nombre, o quizá sólo el nombre. Arranqué y encaminé el coche por la bocacalle más cercana, sin otro propósito que el de alejarme, si bien no demasiado de prisa, pues, aunque salieran motoristas ululantes en mi persecución, cosa por otra parte improbable, carecían de señales para identificarme. Sólo después de unos minutos de mero alejamiento, detuve el coche junto a una cabina telefónica y llamé a mi casa. Irina acudió tan rápidamente que colegí que se hallaba al mismo lado del teléfono. Habló con voz agitada, preocupada. La tranquilicé.
– Estaré ahí antes de media hora, pero quiero prevenirla de que me he visto en la necesidad de cambiar, una vez más de aspecto. ¿Conoció usted alguna vez al agente Maxwell?
La prevención, la advertencia, no bastaron, sin embargo, para evitar su gesto de desagrado cuando me abrió la puerta y me contempló. Únicamente dijo:
– Es para volverse loca -y me dejó pasar. Yo, por lo menos, conservaba la ropa de De Blacas, y fue lo que mis manos señalaron como disculpa o como explicación, no lo sé bien, y antes de otra cosa, le relaté lo sucedido desde que Miss Gradner me había recibido displicentemente en mi propio despacho. Irina se mostró sensible a los episodios de mi cortejo, y me interrumpió la narración para preguntarme:
– Y, de haber seguido las cosas por otro camino, ¿se habría acostado con ella?
Me dio la impresión de que aquella pregunta venía dictada por una especie de celos, por un sentimiento al menos de ese orden, del que no dejaba de formar parte su conciencia, su orgullo de mujer verdadera delante de un mecanismo.
– No, esté usted tranquila. No se me pasó por las mientes.
– Esas cosas -me replicó ella-, no pasan precisamente por las mientes.
– En mi caso, sí. Soy lo que se llama vulgarmente un cerebral, quiero decir, un hombre consciente hasta de sus más mínimos reflejos.
Quizás exagerase, pero la respuesta pareció tranquilizar a Irina, quien, sin embargo, no estaba nada cómoda en mi presencia. Se lo pregunté, y me dijo:
– Posiblemente, esa máscara de Maxwell que usted utiliza ahora sea más gallarda que la del señor De Blacas, pero algo le falta que a él le sobra, ahora me doy cuenta. Quizá sea eso que los franceses llaman charme.
– ¿Y no será -le repliqué con clara alegría en el tono, alegría intencionada, ya que me interesaba aflojar cuanto antes la tensión del momento-; y no será eso otro, compatible con la Charme, que llamamos raza?
– Es posible que tenga usted razón, pero mis principios me impiden aceptarlo.
– Cámbielo, entonces, por distinción. De Blacas pertenece a una familia que aún no ha degenerado, y su cuerpo conserva ese algo indefinible, aunque perfectamente identificable, como que le llamamos flexibilidad y elegancia, que resulta de varios siglos de vivir de cierta manera, aunque también, y se lo digo para su tranquilidad de conciencia, de una educación refinada que no se haya propuesto serlo. Se lo digo porque usted también es distinguida.
Bajó la cabeza y pareció muy interesada en la contemplación de su regazo. Yo continué:
– Admito sin dificultad la relativa ordinariez del sargento Maxwell. En la Universidad americana en que se graduó no se cultivaba la sensibilidad social para esos valores.
Irina alzó la cabeza:
– Max Maxwell -dijo- nunca fue leal en sus relaciones con las mujeres.
– ¿Lo sabía?
– Lou Sanders fue mi amiga.
A Lou Sanders, jovencísima agente inglesa, bello y un tanto sofisticado producto de Oxford, la habían elegido para una misión concreta, y le había tomado el gusto a la profesión, fuera de la cual, aseguraba al principio, solo le interesaba acertar en la versión de Catulo que venía preparando desde la Universidad. De repente, le estalló dentro el amor, como un cohete: se suicidó a causa de una traición amorosa de Maxwell que, al mismo tiempo, había sido una traición profesional. El suicidio de Lou se atribuía entre los del gremio (indefinido como tal, pero con leyes) a este último aspecto de la cuestión: la intervención del amor preferían silenciarla, quizá por respeto a la memoria de Lou, aunque quizá también por temor a una respuesta demasiado brutal de Maxwell, proclive como un cowboy al uso de la pistola. Yo sabía la verdad, y, al parecer, también Irina.
– Le aseguro que, durante el tiempo que usurpé la personalidad de Maxwell, que fue cuando el rapto y canje de los tres Generales, estaba tan atareado que no me quedó tiempo para los devaneos.
– Y, ¿de haberlo tenido?
Tardé en contestar una fracción larga de minuto, tanto, que ella iba a repetir la pregunta, aunque quizá dudase entre la reiteración o darla por no hecha, lo cual no me hubiera ayudado en absoluto, ya que mi silencio habría reforzado su desconfianza. Creí necesario llenar aquel vacío con el ceremonial de un cigarrillo, que ella aceptó, y que encendió de mi mano, pero sin cogérmela. Después de la primera bocanada larga, hablé, ella me permitió hacerlo largo. No sé si habré incurrido en prolijidad, o quizás en excesos metafísicos, pero esto último, de lo que me di cuenta, no me preocupó en exceso, dado el carácter asimismo ascendente y casi volante de la poesía de Irina, y dado también que aquello que, para llamarlo de alguna manera inteligible, pudiéramos considerar como «persecución del Absoluto», había consistido principalmente en la persecución, o en la esperanza más bien, de poder perseguir algún día al Maestro de las huellas…, quien, quizás en las alturas del verbo incandescente, fuese objeto de curiosas identificaciones, y, ¿por qué no metamorfosis? Exprimiendo las palabras, pudiéramos muy bien concluir que, a ese respecto, Irina había buscado lo que anhelaba. ¡Mira qué suerte! Lo cual me obligaba a admitir como «muerte del citado Maestro» lo que en la poesía de Irina se denominaba aproximadamente «coincidencia con el infinito», aunque también «hundimiento en la nada», si bien en el momento en que aquello acontecía yo apeteciese francamente, quizá desvergonzadamente, otra clase de coincidencias, vetadas no obstante por la volubilidad de mi aspecto. Los críticos de Irina se dividían en dos bandos contrapuestos y probablemente irreductibles, cuando debieran serlo en tres.