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Lo que le dije a Irina es muy posible que la haya desilusionado, al modo como a cualquier místico se le hubieran caído los palos del sombrajo en el caso, nada probable, de que alguien le esclareciese hasta su mismo meollo la naturaleza y la realidad del misterio. No es que yo intente compararme con ese infinito o esa nada que acabo de nombrar, ¡la Nada y el Infinito me libren!, pero, aunque reconozco y admito mi inexplicabilidad, juego algunas veces a explicarme a mí mismo, con la consecuencia inevitable de que no creo en mi propia explicación; pero, por segunda vez, la situación me permitía explicarme a alguien distinto a mí, a alguien a quien ya le había revelado lo necesario para que pudiera entender esta segunda parte. Confieso, además, que lo hice con intención amorosa consciente, confieso que mi perorata tenía como fin hacerle olvidar a Irina las diferencias, tan palpables entre el coronel Etvuchenko y el agente americano Max Maxwell. Mi fracaso, cuya noticia anticipo, obedeció sin duda a la diferente calidad de voz: la de Max no favorecía una exposición filosófica ni una declaración de amor: era la voz de un conquistador eficaz y pasajero.

2

Lo que le dije a Irina no me lo interrumpió ella, sino el zumbido de la alerta electrónica que me avisaba de la proximidad de alguien; pero, cuando se oyó el zumbido, yo había hablado ya durante mucho tiempo, y no sé en qué momento, Irina se había levantado y apagado las luces inmediatas, de modo que el rincón aquel en que nos encontrábamos quedó en una penumbra surcada lentamente por centellas efímeras y reiteradas. Durante la perorata, como un ambiente que a veces fuese también sustancia, me sentí rodeado de la noche, metido en ella y acaso confundido, pero no al modo del que se funde, sino del que se reproduce. Me andaba por el recuerdo un verso de Gunnar Ekelof: «Aquel que se mira en el espejo coincide con la imagen del espejo», y yo deseaba ver en el espejo de la noche alguna imagen con la que coincidir, alguna que fuera mía, que fuese yo. Sabía que en la noche se trazarían, de luz o de polvo de estrellas, contornos inciertos, alguna vez siluetas definidas, o esos grandes ojos que vienen del infinito, que se agrandan indefinidamente, que tiemblan como soles sacudidos y que retroceden luego hasta desvanecerse en el allende sin tamaño y sin luz. Y otras realidades nocturnas de las que me visitaban en mis noches de descanso, cuando dejaba de ser el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla y no sabía quién era, también yo perdido (egaré). No es imposible que una de aquellas siluetas fuera la mía, que fueran míos algunos de aquellos ojos, pero tampoco puedo asegurarlo, ni tengo razones especiales para esperarlo confiadamente. La palabra que está escrita en el cielo, esa que descubren los que deletrean las estrellas, es la palabra quizás:

QUIZÁS…

escrita de todas maneras con todas las letras de todos los alfabetos.

Lo que viene después son abismos que no pasan a veces de barrancos; rastros de fuego que en ocasiones son sólo esas curvas que trazan en lo oscuro las puntas encendidas de los pitillos; voces, muchas voces, infinidad de voces, en orden, o desordenadas, cuando músicas, cuando algarabías y muchas cosas hirientes, hierros rotos, cristales, agujas de hielo, palabras, aunque también suaves, que en aquellos momentos se reducían al ansia y al recuerdo de los pechos de Irina.

Desde un punto de vista estrictamente, intelectual, lo que le dije a Irina puede juzgarse benévolamente como excesivo, pues muy bien pudiera encerrarse en estas pocas palabras: «Si bien es cierto que para vivir me valgo de personalidades ajenas, y que con frecuencia aprovecho la memoria de su experiencia e incluso de sus sentimientos y de sus sensaciones, lo cierto es que jamás excedo los límites de mi cuerpo y de mi personalidad. Cuando era niño y me trasmudaba en viento, me sentía como viento, pero jamás dejaba de sentirme como niño. Si alguna vez he amado, fui yo el que amó; en cualquier caso, jamás amé como el otro. Usted, que lo ha experimentado, ¿cómo puede pensar que me haya contagiado alguna vez de la prisa erótica de Maxwell, de su indiferencia?» Y ahora que tengo escrito esto, pienso que, en vez de la perorata que llamé metafísica, bien hubiera podido inventar un soneto, en el que mi declaración habría cabido justa. Pero, no sé, aquella noche me encontraba locuaz hasta la impertinencia; sobre todo, cometí el error de utilizar un lenguaje estrictamente intelectual despojado de pasión, quizá porque la pasión, a aquellas horas, me la hubiera robado la noche. Es de esperar que, con otra voz, las aristas precisas de mis palabras, aquella investigación en que me entretuve acerca de la posibilidad de explicar el misterio, o mi intento inmediato de explicarlo, no lo recuerdo bien, hubiera perdido frialdad. En cualquier caso, fue un error táctico, pues siendo mi pretensión la de dar a entender a Irina que, no siendo nada la nada, yo podía serlo todo, o, al menos, podíamos serlo entre los dos, la tensión amorosa requerida falló por alguna causa y, al final, de lo único que pude informar a Irina, aunque no sé si convencerla, más bien no, fue de que en todo momento actuaban en mí, de manera distinta, dos personalidades superpuestas, y que las relaciones entre ellas se aprovechaban de cierta imprecisión en los límites. Fue en el momento más lúcido y más frío cuando el calambre de la alarma alteró todos los supuestos de la situación, todas las realidades, al modo como un golpecito mínimo altera la figura que yace en el fondo del kaleidoscopio. Nos miramos, Irina y yo. Me levanté, la tomé de la mano: «Venga.» Puesta ante la pantalla del televisor, accioné unos botones y vimos a Eva Gradner tanteando lo que ella creía pared y que era en realidad la puerta de mi apartamento-fortaleza: buscaba no sé si el botón de un resorte o el de un timbre. No había en su rostro la menor expresión dramática o irritada, sino la impasibilidad de las muñecas de cera. Sus dedos, en cambio, se curvaban o extendían con un principio de frenesí, con un temblor. No puedo imaginar si, en aquel momento, algún sentimiento de rencor o de fracaso animaba el mecanismo de Eva; más bien no. Tampoco me es dado conjeturar el contenido de su reflexión, quiero decir, lo más parecido al pensamiento que a su mecanismo le era dado producir. Irina me preguntó:

– ¿Es posible que entre?

Le apreté la mano.

– No pase cuidado.

Pero se me ocurrió hacer un experimento.

– No se aparte de la pantalla, y observe lo que hace.

Me aproximé a la puerta: pude escuchar el roce en la pared de los dedos de Eva. De pronto, se detuvieron y escuché algo así como los golpes de unos puños.

– ¡Estás ahí, señor De Blacas, sé que estás ahí!

Me aparté un poco.

– ¡Señor De Blacas, te ordeno que abras!

Irina seguía ante la pantalla, con atención casi hipnótica, los movimientos de Eva.

– Le dio como una convulsión cuando usted se acercó.

– ¿Y no será que me huele, como aquel monstruo que la seguía a usted? ¡No puede ser más que eso!

Imaginamos, entre sonrientes y preocupados, una célula secreta que podía elegir entre millones cualquier olor personal.

– ¿Y no descubrirá casualmente el resorte que abre la puerta?

– Usted sabe que es difícil, aunque no imposible. Por otra parte, estoy convencido de que la casualidad es incompatible con la técnica, y ese bicho es pura técnica.

Irina dejó de hablar y apretó mi brazo.

– ¿Y ahora? ¿Qué hace ahora? -me preguntó: después de unos instantes Eva se había arrodillado, y sus manos tentaban la pared a un palmo del suelo.

– No sé… quizás…