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– No saben qué hacer con esa montaña de papeles ni cómo sacarla del país. Alguien llegó a proponer que se traslade a París el cogollo del Estado Mayor ruso, que se les alquile un palacete nada sospechoso, como quien dice un lugar discreto para sus juergas, y que lo estudien aquí: los resultados del estudio serían de transporte mucho más fácil, sobre todo si lo dictan en clave, desde la Embajada, a una computadora situada en Moscú.

– ¿Y por qué no en Berlín Oriental? -me respondió Peers, mascando con rabia la punta del cigarro.

– ¡Ah, no sé! Quizá las computadoras alemanas sean mejores.

La mezcla del humo de aquel cigarro de Virginia con el de mi cigarrillo daba un resultado deplorable. Arrojé mi colilla y me dediqué a aspirar lo que me llegaba de la derecha. Y lo que llegó, además, fue esta pregunta:

– Y usted ¿cómo pudo averiguar todo esto?

Me erguí, aunque sin levantarme; me erguí como debe erguirse un buen profesional a quien se interroga por su oficio, que es la postura justa de una serpiente ofendida:

– Oiga, coroneclass="underline" a un buen agente, jamás se le pregunta cómo llega a saber lo que sabe, salvo si es sospechoso, y yo no creo serlo, al menos en relación con este caso.

– ¿Con algún otro, sí?

– Le confieso que no me disgustaría meter las narices en lo de la señora Fletcher. ¿Le permite su puritanismo imaginar el placer de quien recibe en especie la gratitud de una mujer que ama a su marido y que, gracias al seductor, puede recuperarlo, pero ya con una bomba de efecto retardado en el corazón?

– ¡Váyase al diablo, Maxwell!

– Enséñeme el camino.

El coronel Peers se levantó y se plantó ante mí: ni por un momento esperé que fuera a mostrarme las veredas que conducen a Satán, sino algo mucho menos fantástico.

– Dígame, Maxwell, ¿a qué debo su visita?

– ¿Le parece poco lo que le conté? Es una historia no sólo perfecta, sino completa, que bien vale…

– A mí no me sirve de nada. El lío en que estamos metidos no tiene nada que ver, directamente, con el Plan Estratégico, aunque éste sea la causa.

Me encogí de hombros.

– Ignoro todo lo relativo a ese lío, no sé si monumental o majestuoso.

– La palabra exacta es ininteligible.

– Todos nuestros asuntos comienzan siéndolo. ¿Encuentra inteligible lo de la señora Fletcher?

Arrojó, casi con furia, la mitad del cigarro en un cenicero enorme.

– ¿Quiere no volver a mentarla? Si usted facilitase a la señora Fletcher el paso a Berlín Este, sería inmediatamente pasado por las armas.

Me levanté, implorante.

– Pero, mi coronel, ¡si no es más que una mujer inocente y bella que ama a su marido…!

– ¿Sabe a lo que se dedicaba antes de casarse? ¿Cuando aún no era más que la atractiva Miss Page…?

– Miss Page jamás pudo ser tan atractiva como Mrs. Fletcher, y mucho más si se considera que lleva en brazos, salvo cuando lo tiene en la cuna, a Johnny Fletcher, un verdadero sueño de criatura, ojitos claros, culito gordo y un par de hoyuelos en los carrillos.

– ¡Miss Page, querido Maxwell, trabajaba en el teatro y en el circo! ¡Recitaba de memoria páginas y páginas de la guía de teléfonos, hasta fatigar al público!

– Agaché la cabeza.

– Comprendo.

– Y, ahora, déjeme ya. Si quiere algo de mí, vuelva mañana. Ya lo sabe: puerta 17, mi nombre y «Schenectady». La consigna de mañana será «Schenectady». Vaya con Dios.

Me tendió la mano. Y ya no volvió a decir palabra. Mientras el trasvase se operaba, yo tenía que desabrocharme con la mano izquierda todos los botones posibles para ir creando un espacio en que cupiera el vientre de Winston Churchill. Metí a Peers en un armario. Junto a él, dejé mis ropas y cerré con llave. Busqué el uniforme, me lo puse: encontré guapo, al mirarme al espejo, a aquel Premier inglés un poco rejuvenecido. Lo más difícil de mi nuevo papel era fumar cigarro tras cigarro. Por un tiempo, no sé cuánto, me quedaban vetados los cigarrillos.

– La reunión -me dijo mi secretaria- no es en el lugar acostumbrado, sino en la sala de la chimenea.

– No creo que haga frío.

– Por lo que oí, señor, no es por el frío, sino por la presidencia. En la sala de la chimenea hay que sentarse en redondo.

– ¡Ah!

Encontré a De Blacas en medio de un círculo de capitostes a los que intentaba explicar lo inexplicable de su situación, con la única seguridad de que el que había ocupado su puesto durante dos meses y diecisiete días, incluido el anterior, era un ser misterioso de cuya existencia sin embargo no había más remedio que dudar, por cuanto repugnaba a la razón. Manifesté mi incalculable asombro al recordar la cantidad de vasos de cerveza bebidos con el impostor, en quien no había advertido jamás diferencia con el verdadero De Blacas, aspecto éste de la cuestión en la que todos estaban conformes, y muy especialmente Perkins, que muchas veces había ido con el fingido capitán de navío a beberse una botella en el Casino de París, y su comportamiento había sido siempre el de un perfecto caballero.

– Y un admirable funcionario -añadí yo-; hizo en todo momento lo que usted hubiera hecho, coronel De Blacas, y con el mismo estilo, he de reconocerlo, hasta el punto de que no me extrañaría nada el que, una vez que se hayan examinado las conductas, pueda usted responsabilizarse de la ajena como si fuese propia. Lo digo porque estos últimos días se hablaba de premiar su inteligente conducta en el asunto del Plan Estratégico.

– A lo que se opondrá, sin duda, la señorita Gradner, o como sea el endemoniado nombre de esa apisonadora de indiscutibles atractivos sexuales -casi susurró Perkins-, aunque después de lo de anoche…

Pregunté discretamente qué diablos se proponía aquella plenipotenciaria del Pentágono y quizá también del Infierno.

– ¡Oh, por lo pronto, acabar con mi carrera, si no conmigo -me respondió Perkins-; y no sé si atribuírselo a su exceso de celo o a que mi admirado colega Mathews, de quien me consta que desea mi puesto, se lo haya sugerido.

– O se lo haya programado -estuve a punto de decir, pero- General -le respondí-, esa interpretación limita los alcances del lío hasta un punto tal que lo hace inteligible; pero pienso que será un error táctico limitar nosotros mismos nuestro campo de acción. El asunto, en apariencia, es un lío: que si la señorita Gradner, que si el Plan Estratégico, que si las responsabilidades… ¿No se da cuenta de que todo eso son datos de un problema que nos son familiares? Pero lo que yo adivino detrás del lío es precisamente un misterio.

Esta palabra, probablemente indeseada cuanto inesperada, tuvo la virtud de crear un silencio súbito de forma efectivamente circular. ¡Pues, sí, no es una metáfora! Hay casos, como aquél, en que el silencio tiene forma. Creó un silencio, y alguien, no recuerdo ahora quién, tal vez el mismo De Blacas, o quizá fuese Nicholsson, el gigantesco sueco, preguntó:

– ¿En qué se basa?

– Por lo pronto, en que la señorita Gredner, según he creído oír, o según el comunicado matutino, trae acusaciones concretas contra dos de nosotros, de quienes sabemos que son inocentes; pero, además, la señorita Grudner, que había interrogado al supuesto De Blacas tomándolo por el verdadero, apuntó de pronto al agente Maxwell como su presa, al que siguió llamando De Blacas. «¡Persigan a De Blacas!», le oímos todos gritar anoche, pero el que huía era Maxwell, a quien, por cierto, acabo de despedir. Me ha contado cosas interesantes -y les repetí la narración que había hecho a Peers de la velada en la Embajada Soviética y de la entrega por Etvuchenko de los incalculables folios del Plan, pero añadí, como elementos de sorpresa o traca final-: Lo que sucede es que el coronel Etvuchenko no era el coronel Etvuchenko, del mismo modo que De Blacas no era De Blacas. Mi tesis es la de que el coronel ruso y nuestro querido jefe eran la misma persona, no De Blacas ni Etvuchenko, sino el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla -y, para redondear otra vez el silencio, añadí-: El de siempre. Pero es más que probable que la señorita Grodner no crea en la existencia de ese personaje.