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De Blacas se echó a reír.

– Cuando era niño, mi madre me hablaba de un curioso sujeto, maestro en el arte de transformarse rápidamente. Creo que se llamaba Frégoli.

– ¿Insinúa usted con eso alguna clase de duda?

– ¿Cómo voy a insinuarla si, en mi vida, hay dos inexplicables meses en blanco, durante los cuales asistí regularmente a la oficina y hasta creo haber ido con alguno de ustedes al Follies Bergère?

– Pues otra de las cosas que me reveló Maxwell es que ese mismo Maestro parece estar interviniendo en la cuestión, ya harto espinosa, complicada y melodramática, de la señora Fletcher. ¿Han leído los diarios de esta mañana? Se prepara un movimiento internacional, con recogida de firmas de intelectuales y de amas de casa honestas, a su favor. Lo he pensado bien: creo que, de momento, mi puesto está en Berlín. Den a la señorita Grudner mis más cumplidos respetos.

Y, dejándolos quizá más estupefactos de lo debido, abandoné la sala de la chimenea y recobré rápidamente el despacho de Peers. La operación de devolverle a la plenitud vital fue rápida. Previamente me había puesto ya mis ropas. Solté su mano, le dije adiós y salí al pasillo. Quedaba él, sin embargo, algo atontado. Desde la esquina más próxima vi cómo salía, cómo se dirigía a la sala de la chimenea, bamboleante, por cierto, no muy seguro. Me apresuré y logré salir antes de que dieran la alarma. Me hubiera gustado asistir al incremento del estupor general, y al del mismo Peers en el momento de enterarse, o al menos de sospechar, que también él había sido habitado por el misterioso personaje. No fue así exactamente, pero es un modo inteligible de decirlo.

4

No es que de repente me hubiera desinteresado de asistir a la sesión convocada por Miss Gredner, en la que habría intervenido de buena gana, caso naturalmente de ser posible, pues, sin duda, al hallarme yo alojado en la personalidad de Winston Peers, (a quien podemos igualmente conocer por Edy Churchill), ella me hubiera descubierto y todo se habría desbaratado. Lo que me sucedió fue que la segunda mención de la señora Fletcher puso delante de mí, ordenadas (De Blacas diría étalées), quiero decir sin la menor confusión a pesar de los puntos de coincidencia, las siguientes evidentes situaciones:

La señora Fletcher, detenida en Berlín o, más bien retenida, ni sales ni entras ni estás queda, aspiraba a reunirse con su marido, un profesor de Birmingham que había traspasado el Telón de acero en calidad de fugitivo y presunto espía, aunque al parecer con las manos vacías.

Podía suceder, como temía la OTAN, que la señora Fletcher se hubiera aprendido de memoria todos los datos, cálculos y explicaciones concernientes al láser B-23; pero esto podía ser también una hipótesis engendrada por el miedo.

La campaña internacional a que me había referido en la Sala de la chimenea, estaba movida, indirectamente, por instituciones subsidiarias.

La posesión del B-23 conferiría a Occidente una superioridad estratégica sobre Oriente que anularía, una vez construidas aquellas armas, todas las ventajas derivadas de los Planes intercambiados (o interrobados) a que hasta ahora me venía refiriendo.

Insisto: podía ser que la señora Fletcher almacenase en su memoria los datos; pero también que no. Si, en el primer caso, lograba pasar a Berlín Oriental, el equilibrio del terror se restablecería. Pero conviene no olvidar que, aunque sea del terror, es un equilibrio.

Finalmente: todas estas consideraciones las había hecho, en sus detalles y en sus consecuencias, durante mi permanencia dentro de la personalidad de De Blacas, pero había dejado el asunto en un segundo término de mi atención por no creerlo urgente. Mi interés súbito obedecía a una corazonada habida mientras hablaba en la Sala de la chimenea: estaba seguro de que Irina intervendría en el asunto de la señora Fletcher; más aún, de que era la persona indicada. Y la convicción que siguió a la corazonada me sacó del C. G. de aquella manera impremeditada y un poco descortés por la cual, seguramente, y después de oír a Peers, medio servicio secreto se lanzaría detrás del agente Maxwell, de modo que lo más urgente, después de averiguar los pasos de Irina, sería hacerlo desaparecer.

Me fui a casa. Irina había estado allí. Encima de la bandeja donde todavía los restos del desayuno esperaban el traslado a la máquina de lavar vajillas, había un sobre, puesto precisamente de pie en la bandejita de las tostadas, como una de ellas. Delante del reloj de la chimenea resplandecía suavemente el oro de una sortija, la de las manos enlazadas. La cogí, la dejé encima de la mesa, llevé los cacharros a la cocina, y, mientras se lavaban empecé a tomar las precauciones de quien previsiblemente va a estar algún tiempo ausente: destruí, por ejemplo, la comida perecedera y guardé la almacenable. Y preparé una maleta con las ropas indispensables para los dos o tres días inmediatos, pues ya tenía presta la adquisición de nuevas ropas. ¿Qué sabía yo de la facha y de los gustos del desconocido a quien, presumiblemente, iba a sustituir en la vida? Cada vez que me veía en un espejo, incluidas las superficies reflectantes de la cocina miraba con odio a aquella figura de Maxwell en que me sentía tan incómodo. ¿Pues no había sido casi feliz durante la hora escasa de mi parecido con W. Churchill?

La carta de Irina decía:

¿Querido quién? ¿Me atreveré a decirle todavía «querido Yuri», sólo por el recuerdo de que, cuando estábamos juntos y usted era él, le quería de veras? Ahora le escribo esta carta para decirle adiós. Durante algunas horas, olvidamos que yo también soy un agente; el servicio me ha cogido otra vez, me tiene otra vez atrapada. Me voy de París y, a lo mejor, no vuelvo más. El asunto que me aparta de usted es arriesgado, más que otros, y no parece imposible que, por eso, me hayan escogido a mí. Quizás haya gente a la que no le guste que yo acabe casándome con Yuri: yo soy uno de ellos. Tengo dos cosas que decirle: la primera que, unos días más de convivencia con De Blacas, y me hubiera acostumbrado a él. Es un caballero, me gusta su aspecto, me gusta su manera de hablar, y lo mismo que usted curioseó mis libros en mi casa, yo repasé los suyos en la suya. ¿Por qué no desear, por qué no pensar, que un día de éstos De Blacas, usted y yo coincidiríamos en el mismo verso? Con la misma franqueza le digo que me costó un esfuerzo incalculable convivir con Maxwell, y usted sabe las razones. ¡Qué lástima que todo haya salido mal!

La segunda cosa es un ruego. Vaya de vez en cuando a mi piso, en el que todavía tiembla un puñal en un rincón del techo; pase en él algún tiempo, acuérdese de mí, y encienda las velas de los iconos. Si se acaban, las encontrará iguales en la sacristía de cualquier iglesia ortodoxa. Le supongo enterado de que, para nosotros, cada vela que arde tiene el valor de una oración.

Irina

La prisa me impide dejar la vajilla lavada. Perdóneme.

El papel de la carta y el sobre eran de los míos.