Aún no habían pasado cinco minutos cuando se oyó mi timbre.
– Soy el profesor Wolf -dijo alguien al otro lado del hilo. Y tampoco entonces tuve la sensación de los espacios inmensos, soñados, sino quizá, todo lo más, de un despacho de Universidad, con muchos libros en que el sonido choca y se apaga. ¡Ni siquiera un laboratorio donde el vuelo de una mosca saca a un cristal música breve!
¡Trasss…!
– ¿Podía concederme una entrevista?
– ¿Quién es usted?
– Max Maxwell, agente secreto.
– ¿Al servicio de quién?
– Del que me convenga o de quien me pague mejor. En esta ocasión, al de usted, si lo acepta.
En aquel mismo momento, la radio, en mi habitación, largaba al aire una serie de valses de Chopin, versión de las registradas por famosos maestros cuando todavía la técnica dejaba un poco que desear. Pero no formaba, aquella suite, parte de ningún concierto, sino que parecía más bien uno de esos rellenos habituales cuando al programa le faltan unos minutos para colmar ese «espacio», que debería llamarse «tiempo», al ser un «tiempo» al que se llama injustamente «espacio».
– Esa respuesta le hace sospechoso.
– Prefiero jugar a cartas vistas.
– ¿Dónde pretende verme?
– Donde usted se considere más seguro.
El silencio de la duda (o de la vacilación) volvió a llenarlo Chopin.
– ¿Va usted a ofrecerme unos servicios que me costarán dinero?
– No, profesor. Me lo están costando a mí, pero no lo escatimo. Mi trabajo en este asunto no es precisamente profesional, andan muy por el medio una persona y unas ideas. ¿Me entiende?
– Sí.
– Pues usted dirá.
– Le recibiré en mi laboratorio.
– Desconozco la dirección.
– ¿Sabe la de mi casa?
– Sí, pero está vigilada al menos por cuatro agentes, dos por cada bando. Alguna vez, también los del Tercer Mundo deben sentir curiosidad por lo que pasa. Usted se lo explicará mejor que nadie, profesor: también a los del Tercer Mundo les huele la cabeza a pólvora.
– Señor Maxwell, no deseo verle en absoluto -me dijo entonces Wolf con sequedad de tono, inesperada y sobre todo innecesaria, pero quizás explicable, y colgó.
Fue muy curioso, entonces, que la sensación inmediata de fracaso inmerecido me fuese compensada por la esperanza renacida de trasmudarme en Gunter y de pavonearme ante mí mismo con un nombre tan bonito; pero el entusiasmo me duró escasamente el instante de su aparición: pensé que mi coloquio telefónico con P. S. Wolf había inutilizado cualquier intento de relación con Gunter S. Wagner, a quien Wolf habría quizá prevenido, o prevendría en un plazo inmediato, ya en el supuesto de que la señora Fletcher fuera la protegida del uno, ya la del otro. Me dejé llevar por los hábitos yanquis de Maxwell, que tiraban de mí con tanta fuerza, y apoyé las piernas en la mesa; advertí que, además, quería ponerse el sombrero, y me lo puse encima de los ojos y con el ala bien baja, Humphrey Bogart de pacotilla. Faltaba para completar sus apetencias cierta música que, por fortuna, no había a mano, aunque sí la botella comprada a Herr Klaus y el vaso con que me la habían entregado. Me serví un whisky y mientras concedía al agente Maxwell (cuyo cuerpo yace todavía en cierto lugar de Córcega, si no se lo han comido los lobos) el solaz de un trago paladeado, sentí por segunda vez, pero más agudamente que la otra, mi soledad inútil, incapaz acaso, sin las ayudas de las organizaciones en que otras veces me había apoyado. ¿Sería posible que adivinasen los que me envidiaban, y quizá temían, mi presente impotencia? Precisamente ahora que no jugaba; precisamente en esta situación, en la que ponía, por encima de todo, mi sentimiento. Que la señora Fletcher lograse evadirse al otro lado del Telón me importaba todavía, pero más como pretexto que como razón. Y si mantenía la idea de favorecer, con aquella huida, el equilibrio del terror, no pasaba de justificación moral de unos futuros actos que no la necesitaban: yo estaba en Berlín para encontrar a Irina, y esto era todo. Mi personalidad actual, no sólo no servía para acercarme a ella, sino que ni siquiera me permitía descubrir su escondrijo, si es que se escondía.
Quizá Mathilde Werner me pudiera ayudar, sobre todo con dinero por delante, con bastante dinero si la cosa se presentaba ardua. Me habría sido fácil abordarla con otra personalidad, por ejemplo la de Paul, desconocida en el cabaret donde cantaba, pero no me hubiera hecho caso, quizá, como cliente; menos aún como cómplice. Me lo haría, en cambio, como Maxwell, a quien debía algunos servicios y a quien había acogido en su lecho con trato de favor; me atendería al menos, pero Max Maxwell no podía aproximarse al cabaret donde Mathilde cantaba, sin riesgo de que alguien inesperado y emboscado en las sombras le agujerease la piel. No me quedaba otra solución que arriesgarme a entrar en su piso y pedir a los dioses de la fortuna que no regresase acompañada. ¿De un militar, de un agente enemigo, de alguien vulgar o innominado? No lo pensé más. Corría el peligro adicional de que, al entrar en su casa, me hallase con cualquiera de sus protegidos, de los que huyen del Este hacia el Oeste o en dirección contraria. Cierto aspecto del comercio de Mathilde Werner no se paraba en barras: me refiero, como es obvio, a las de mi bandera.
Me tomé, en un establecimiento americano, una hamburguesa repugnante, quizá precocinada en Massachusetts y transportada a Berlín en un avión militar; la cerveza, en cambio, era alemana. La casa de Mathilde quedaba lejos, pero todo lo que fuese emplear tiempo en el camino lo ahorraba de espera. Elegí el Metro, y cuando llegué a una estación relativamente próxima, me eché a andar por la niebla, sombra entre sombras: con el paraguas al hombro no sé por qué, y un paso entre militar y gimnástico sin tener prisa y sin pretender con ello agilizarme, sino manifestar la naturalidad del que camina sin precauciones. El barrio en el que Mathilde vivía se anunció por el estrépito de músicas mecánicas, ligeramente suavizadas por la niebla y por los chillidos verdes o rojos de luces de neón que perforaban el aire gris. Después, fueron ojos en las esquinas, pintarrajeados y cínicos, o profundos y siniestros, y también vigilantes puntas de cigarrillos. Oí hablar inglés a una pareja de soldados, y protestar, borracho, a un solitario. Los golpes de un policía a un golfo, que devolvía insulto por sopapo, los presentí más bien que presenciarlos, en una esquina de luz cernida y algo irreal, donde las voces tenían más relieve que las móviles siluetas. El que estaba a la puerta de Mathilde me preguntó adonde iba. Le respondí con el billete que llevaba apercibido y con el nombre de ella: no hubo más. Aquellas escaleras las había frecuentado Maxwell; y yo en su pellejo, sólo una vez, y no las recordaba bien. Me equivoqué de puerta: una prostituta joven de mirada vulgar, acaso criada de otra de más viso, me guió amablemente y hasta me dio las buenas noches en alemán con acento del Sur. Entré sin dificultad en el piso de Mathilde. No había nadie, tampoco bebidas, al menos a la vista: sólo un tufo a perfume fuerte, no desagradable, sólo excesivo. Calculé media hora aproximada para el regreso de Mathilde, en el caso de que no la entretuvieran en un bar o en el mismo cabaret; pero solía ser puntual. En el fondo, si no era buena chica, era, al menos, formal, y solía tener en cuenta las impaciencias ajenas. Un visitante con llave llegó diez minutos más tarde que yo. Al verme, dijo algo en alemán. Le respondí en el inglés más americanizado que hallé en mi repertorio. Dio un bufido y se fue. Pero debió de esperar a Mathilde y prevenirla, o quizá lo hiciese el portero, porque, a su llegada, se hizo preceder de una versión silbada y aproximadamente exacta de «Barras y estrellas». Yo no me quité el sombrero, ni siquiera me moví. Sólo levanté la cabeza cuando ella abrió la puerta, para que me reconociera y tomase sus precauciones, o, al menos, preparase el ánimo.