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– ¡Mira quién es! -exclamó por saludo-. Pues si el teniente Martín no llega a estar borracho y se viene conmigo, como quería, en vez de noche de amor en mis brazos, halla la causa de un ascenso. Te buscan, Maxwell.

– Hola, Mathilde.

Echó la llave a la puerta, y, después, el cerrojo.

Menos mal que Sigfrid no te conoce. Sigfrid es el portero nuevo.

– ¡Un caballero discreto! Se lo puedes decir de mi parte como elogio cuando yo me haya alejado.

– ¿Hacia dónde?

Me encogí de hombros.

– ¿Te has metido en un lío, Max?

Se había quitado los guantes y el gorrito. Aún estaba bonita, aunque con la colaboración de algún que otro potingue, de algún que otro tinte. Me dio un beso y se sentó, pero, puesta de pie inmediatamente, como si se hubiese equivocado, salió de la habitación hacia la cocina. Le oí decir algo de la bebida. Desde alguna parte, me preguntó: si alcohol, o meramente cola.

– Cualquier cosa que no sea menta. No estoy en forma.

– ¿Un jerez, por ejemplo? -como con un desencanto en la voz.

– Bueno.

El salón de Mathilde (alcoba aneja) mezclaba varios estilos, más sociales que estéticos: dentro de la fisonomía general correspondiente a su oficio y a su holgura económica (un tresillo excelente, dos canapés, televisión, alfombra persa, muñecos y cojines), había detalles de chica de provincias (una cajita de música) y de señora de su casa de la burguesía media, sobre todo en materia de tapetillos de crochet en los respaldos de los asientos y en un velador antiguo.

– ¿Sabes que te andan buscando?

– Si no lo sé, lo temo.

– Un centenar de los tuyos, más o menos, o han llegado o están llegando. No les pusieron un avión especial por no llamar la atención. El teniente Martín me dijo que te buscan a ti, pero con otro nombre. ¿Tienes problemas de personalidad, Max?

– ¿Y tú, Mathilde?

Apareció en la puerta con la bandeja, la botella, las copas.

– A mí, ya ves, me gustaría ser pura y virgen.

– ¿Para empezar otra vez?

– Sí, pero con experiencia.

Se sentó a mi lado y me ofreció la copa.

– Lo de pasar el muro está estos días difícil.

– No tengo el menor interés.

– ¿Entonces…?

Paladeé el jerez: como falsificación podía pasar, más o menos como el whisky de Klaus. ¡Todo era falso, hasta ahora, en aquella ciudad de niebla tan hermosa! Dejé la copa en la mesa y me volví a Mathilde.

– ¿Has oído hablar de la señora Fletcher?

– Lo que dicen los periódicos. ¿Te has pasado de bando?

– Siento la mayor simpatía por su desgracia conyugal, pero lo que yo busco es una agente soviética llamada Irina Tchernova, que debe de andar alrededor de esa señora. Lo demás sólo me importa de manera secundaria.

– ¿Te ama esa soviética?

– A mí, no, precisamente.

– ¿Y tú a ella?

– Sería difícil de explicar… Como insinuaste antes, ando metido en un lío de personalidades.

– La última vez que estuvimos aquí, ¿andabas ya liado?

– ¿Por qué me lo preguntas?

– Las veces anteriores, lo primero fue la cama, y ésta, a lo que parece…

Me levanté y apuré el jerez.

– ¿Me puedes ayudar en lo de Irina? No te pido también que me escondas porque sería inúticlass="underline" esos que me vienen siguiendo no miran con los ojos, huelen y te siguen el rastro aunque escapes por el aire. Yo lo hice ayer, y ya ves…

Mathilde se había levantado.

– ¿Sabes que me gustas más ahora que antes?

– ¿Por qué?

– Pareces más amable.

Me cogió del brazo y me empujó hacia la puerta. Me ayudo a ponerme la gabardina y me entregó el paraguas.

– Siento que sea tan breve la visita. No te conviene venir por aquí, pero, si quieres algo, telefonea al cabaret por la tarde y di que de parte de Richard. Richard no existe, es solo un nombre que se me acaba de ocurrir. Procuraré averiguar algo de esa Irina.

– ¿No podría ser esta misma noche? Estoy en condiciones de pagar cualquier servicio o cualquier sacrificio. Pero esos cien lobeznos sueltos por esas calles te explicarán mi prisa.

Me puso las manos en los hombros.

– Este teléfono está intervenido.

– ¿Por qué no me llamas a mi pensión desde una cabina pública? Apunta el teléfono, y nada de Richard: aún me conocen por Max.

– ¿Me dejas que te dé un beso? De dinero ya hablaremos.

Se me pegó a la boca durante más de un minuto. Después, ella misma me limpió el rouge de los labios.

– Apúntame el nombre entero de la rusa. Con lo de Irina sólo, no basta.

Ya en el descansillo, al soltarle la mano, le dije:

– En el caso de que venga a visitarte una agente americana, una mujer bonita y fría, con aire virginal, pero que mata a los hombres con los que se acuesta, le cuentas que tenía prisa y que mi estancia aquí fue breve. Por tu parte, meramente profesional. Puedes añadirle que soy, hace tiempo, tu cliente, y que sabes vagamente que pertenezco al servicio, pero ni una palabra más.

– Ya.

Había llegado al portal. Iba a marcharse cuando la agarré del brazo.

– Ven conmigo -le dije-; vas a telefonear desde cualquier cabina, a mi teléfono, pero preguntas solamente si hay alguien en la habitación de Max.

No dijo nada. Se echó el abrigo por los hombros, se agarró a mí, recorrimos sin prisa, pero en silencio, un pedazo de noche. Para llegar a la cabina tuvimos que pasar junto a dos puntas de cigarrillo, junto a unos ojos azules, junto a unos ojos garzos y envejecidos, dar la vuelta a la esquina, ser mirados por un guardia que se detuvo, tropezar con dos americanos borrachos y con un francés blasfemo: Mathilde se santiguó.

– Quédate a la puerta. Si llevas pistola, agárrala.

No pasó nadie, ni se acercó nadie. A lo lejos, la sirena de una ambulancia. Encendí un cigarrillo sin soltar la pistola. Mathilde salió de la cabina.

– Me dijo solamente: sí. ¿Qué vas a hacer?

– ¿Podemos volver a tu casa?

No me lo aconsejaba, pero sabía de un bar cercano con entrada trasera donde podríamos pasar un rato sin que nos molestasen.

– ¡A no ser -añadió-, que esos cien que te siguen hayan dado con tu pista! ¿Quiénes son esos cien? ¿No te parecen muchos?

Los describí desparramados por Berlín Oeste, las narices al aire, como podencos que ventean la liebre. No le dije que, probablemente no en la nariz, pero quizá en otro lugar del cuerpo, llevaban una célula que les permitía descubrir mi rastro y seguirlo.

– Inexorablemente llegarán a tu casa, husmearán el barrio hasta los últimos recovecos por donde yo haya pasado, registrarán aquí, esta noche o mañana, no sé, no tienen prisa, porque el olor de mi cuerpo, que para el perro más fino se desvanecería con el viento, para ellos permanece como un trazo fuerte pintado en el asfalto. No hay más que una manera de escaparles y no definitiva, pero sí momentánea, lo suficiente como para poder dormir un poco y hacer algunas cosas tranquilamente: Meterme en un canal, o en un lago, hundirme, y surgir en un lugar alejado. Pero no tengo más ropas que éstas. Necesitaría otras, y alguien que me esperase y me ayudase, quizá también que me guiase. Lo que conozco de Berlín no basta para esa huida.

– ¿Y mañana?

– Darán pronto conmigo. Cuando la señora que espera en mi cuarto del hotel se impaciente, sus cien agentes, si están ya todos aquí, recibirán órdenes para buscarme por la ciudad, y me hallarán; suceda lo que suceda, tarde o temprano. Necesito que sea lo más tarde posible.

Cien hombres sin datos para identificarlos, inspirado su aspecto en el modelo del hombre gris, del transeúnte anónimo, que no existe más que en algunas mentes, pero que puede, de pronto, realizarse en cien figuras que no comen ni beben ni fornican; que no tienen ideales, ni siquiera ideas, sino un receptor de radio que los guía, y la orden de buscar una fuente de energía eléctrica en cuanto ciertos síntomas programados revelen que se agota la batería. Llevan, probablemente, gabardinas «London Fogg», sombreros grises y las manos en los bolsillos: el paso regular, baja el ala del sombrero. A veces fuman un cigarrillo: no lo advierte nadie.