– Pero, ¿van a venir los cien al barrio? Sería escandaloso, cien hombres nuevos en seguida se descubren.
– No. Todos juntos, no. A lo mejor parten de un punto y se desparraman como radios de una circunferencia, pero también es posible que se muevan en espiral, de fuera a dentro, y que, una vez, coincidan en el lugar en que me escondo: una muchedumbre de narices contra un hombre solo, y Eva Gredner preguntando:
– Monsieur De Blacas, ¿me recuerda?
Mathilde se quedó pensando.
– Quizá pueda ayudarte -murmuró, y me preguntó la talla de mis ropas y lo que necesitaba para vestirme de los pies a la cabeza.
Le dije que lo normal.
– Creo recordar que antes llevabas faja para los riñones.
– Tienes buena memoria, Mathilde. Entonces me dijo que si alguna de las cien narices que recorrían Berlín tardaba en llegar algo más de media hora, la cuestión estaría resuelta de momento. Llamó al del bar y le indicó que me trajera cierta clase de whisky, y que si alguien preguntaba por mí, que lo entretuviese hasta que ella regresase. Me dejó con el whisky, con los cigarrillos, con la impaciencia, con el miedo y con el recuerdo súbito de Irina, inmediatamente trasmudado en nostalgia, en temor de no verla más, en seguridad de muerte. A la media hora justa, volvió con una maleta. No me dio explicaciones. Trazó en la mesa un esquema de calles, puentes, canales, con varias flechas.
– Llegar hasta este punto es fácil. Aquí te arrojas al canal y nadas hacia la derecha. Tienes que pasar el primer puente. Antes de llegar al segundo, hallarás una escalera. Sube. Te estaré esperando arriba. Fíjate en que está a este lado del canal, no en el de enfrente. Pensé que si sospechan que te arrojaste a él para despistarlos, buscarán la huella al otro lado, y lo que se demoren es tiempo que ganamos.
Saqué todo cuanto llevaba en los bolsillos: dinero, documentos, la pistola. También la sortija de Irina y el puñal.
– Guárdame esto.
El dinero lo contó temblando.
– Es mucho. ¿No tienes miedo a que te lo robe?
– No.
– Te has vuelto un tío estupendo, Max.
Salimos. Ella se fue con la maleta, después de encaminarme a un punto del canal. Me sentí, durante unos minutos, más solo y más desamparado que nunca, y hasta la niebla que me difuminaba me parecía hostil. Ni una mala pistola para defenderme, sólo mis puños y mi miedo. Llegué al pretil. El aire del canal venía fresco. Dejé en el suelo la gabardina y la chaqueta, me quité los zapatos y, sin pensarlo, me arrojé a las aguas: estaban frías, aunque no paralizantes. Pude bucear unos metros a la derecha, saqué luego la cabeza, me orienté. El puente próximo distaba unos cien metros, acaso menos, pero resultó luego algo más alejado, porque la niebla alteraba la sensación de la distancia. Al pasarlo, empecé a sentir cansancio, y, un poco más allá, frío. Los últimos cincuenta metros me costaron un esfuerzo agotador. Me fue difícil, dramáticamente difícil, agarrarme al peldaño de la escalera, en cuya arista resbalaban los dedos, en cuya dura superficie fracasaban las uñas. Llevaba, cuando la encontré, un buen rato tanteando el muro, porque la niebla había espesado y sólo se veían vagamente, como ampollas de luz que se degradan en el aire hasta morir, las farolas de otro puente. Debió de oír Mathilde mi pelea, o quizá sólo el chapoteo de mis brazos, porque bajó unos peldaños y me pasó un frasco.
– Toma, bebe.
Fue el alcohol lo que me impidió caer, lo que me permitió ascender el resto de las escaleras y cruzar una calle. Mathilde me metió en un portal, y, por una puertecilla, entramos en un lugar que parecía la trasera de un bar, porque llegaba, lejano, rumor de voces y música barata. Me metió en una habitación pequeña con una estufa encendida.
– Ahí tienes una toalla y ropa. Sécate y vístete. Yo vigilaré fuera.
No había luz en la habitación, sino el resplandor que entraba por un montante, pero, al tacto, los muebles parecían de buena calidad, y la toalla con que me sequé era suave y amplia. Tuve que echar otro trago, y, por fin, quedé vestido. Mathilde había tenido la precaución (o la cortesía) de meter en los bolsillos el dinero, los documentos, la pistola, todo aquello que yo me había despojado. Me preguntó, sin abrir la puerta, si estaba listo.
– Sí.
Abrió.
– Te conviene dormir un poco, Max. Va a ser la media noche. ¿Crees que los cien sabuesos te dejarán en paz durante cuatro o cinco horas? Mis amigos pueden despertarte de madrugada y darte un buen desayuno, y quizás una dirección, si sabes a esa hora adonde quieres ir. Corres un riesgo, por supuesto, pero me parece mejor que largarte, derrengado como estás, por esas calles, sin rumbo. El perseguido que huye siempre se hace la ilusión de que se aleja, pero no hace más que dar vueltas alrededor del punto en que lo van a encontrar. La habitación donde puedes dormir tiene puerta trasera y salida a un callejón. Si te decides, te acompañaré y te daré instrucciones.
Le dije que bueno y me puse en sus manos. No me costó más que otro beso y las lágrimas de quien sospecha que no volverá a verme.
4
A la sala de espera se entraba por una puerta giratoria, que a cada vuelta chirriaba como si entre metal y metal le hubieran encajado unas arenas. Yo intentaba dormitar, alejado, aunque junto a una ventana de acceso fáciclass="underline" a cada chirrido, abría los ojos y examinaba al que llegase. Hombre o mujer, maleta o paraguas, se iban sumando a las sombras, esperaban también en un sofá aún vacante, en una silla. En el rincón opuesto al mío, cantaba un grupo de cuatro o cinco: uno, solista y guitarra; los demás, el coro. El solista no era muy alto, llevaba el pelo de esa longitud permitida a un caballero a la antigua, que, sin embargo, no está por las cabezas rapadas: un poco crespo, rubio ceniza, y unas gafas estrechas: la figura de un junker que se hubiera metido a intelectual y aceptado el derecho a expresarse en canciones melancólicas, si no tristes: canciones de nostalgia y de elegante desesperación; letra probablemente del cantor. Los otros se le parecían en el aspecto, como él distinguidos y algo bohemios, dos de ellos con pipas que embalsamaban el aire de olor meloso. No había más que una luz, allá arriba. La guitarra, a veces, se estremecía: la pulsaba con acuciante dramatismo: alguna de aquellas notas, aislada del compás, sonaba como un grito o un sollozo, parecía sacudir a las sombras y derramar poesía y quizá muerte en un lugar escasamente propicio. Yo había examinado ya, con cierta frialdad, la situación: Eva Gredner encima de mi rastro, el primero, el dejado al llegar a Berlín: de la pista del aeropuerto, a la consigna; de la consigna, al autobús; de una parada, a la pensión en un taxi. Pero, a partir de la pensión, mis idas y venidas, mis paseos sin rumbo, mis estancias en bares, hamburgueserías, alrededores de la casa donde vivía la señora Fletcher, en fin, las calles paseadas, los canales cruzados, las entradas y salidas, creaban una maraña zigzagueante, lenta y difícil de seguir, no imposible, para cualquiera de los cien Incansables Perseguidores, de los Olfateadores Mortíferos, mucho menos a todos juntos: monótona, implacable procesión. Incluso desde un automóvil, tragando por la nariz mi rastro, Eva Gredner tardaría unas horas en hallarme. Esto era lo razonable: pero un nuevo chirrido de la puerta me alertaba, me obligaba a montar la pistola: una señora aparentemente guapa, un poco grande, de buen porte. La canción triste que cantaba el solista hablaba entonces de árboles y de llanuras perdidas, de las ondas de un río que se van: el estribillo juntaba el nombre del río al de una mujer, y no se sabía bien si ambos se habían perdido o fundido, y por cuál de los dos era la pena. Me gustó, aquella canción. También las otras me habían gustado.