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Llegamos a una rotonda de la que arrancaban media docena de crujías mucho más familiares. El oficial se detuvo ante una puerta por la que Von Bülov había entrado algunas veces: solemne en bronces y barnices, mayor de lo necesario, imponente. El salón que cerraba había sido concebido como una desgarrada imitación americana de la petulancia nazi, en altura, en mármoles, en desnudeces casi inabarcables, y a Von Bülov, siempre que entraba allí, le sucedía como si entrase en un barco, él, que no había navegado nunca más que en las barcas del lago: que todo se estremecía y meneaba como un barco sacudido en la mar, cuando nada en el mundo era menos parecido a un barco que aquel salón; pero todos tienen sus rarezas y ésta era una de las de Von Bülov, de modo que yo me encontré, por una parte, como en el combés de un paquebote, y, por la otra, en aquel inmenso, frío salón, corregido en los detalles por los ingleses, que habían amenguado la desolación de las paredes con grabados de caza y de diligencias, y, el conjunto, con unos cuantos asientos de la mejor línea anticuada y, sobre todo, de la mejor calidad: sus tonos rojizos de cuero de buey teñido suavizaban el conjunto y permitían recuperar la idea de que aquel vasto espacio estaba destinado para hombres, no para führers. No creo que procediera de ellos, de los ingleses, la ocurrencia de hacer monumental la chimenea, y de decorarla ostentosamente con el escudo norteamericano; pero quizá lo de que el fuego fuese proporcionado a aquel enorme hogar, y de que estuviese encendido, pertenecía al repertorio de las decisiones británicas. Por último, los mandos franceses habían exigido la presencia ostensible de búcaros floridos, todos los días distintos, según un orden registrado en alguna parte en que las flores se enumeraban con los días, rosas y petunias, los lunes; lilas y claveles, en primavera. Pero como los franceses, una vez reconocida la espiritualidad de su exigencia, no habían vuelto a ocuparse de las flores, y les bastaba con verlas, cada día distintas, el encargado de cambiarlas, un sargento de intendencia con fama de espabilado, había decidido que fueran artificiales, verdaderos primores de flor realizados en material plástico: no les faltaba más que oler. No creo que nadie le hubiera descubierto aquel gato por liebre: si yo llegué a darme cuenta, se debe a que habiéndome cambiado en flor infinidad de veces, me siento tan afín a ellas, que las presiento en la íntima realidad de su ser bello.

El oficial se apartó a un lado, se cuadró sin taconazo.

– Buenos días, señores.

Fue un verdadero revuelo. Yo creo que hasta las llamas de la chimenea, habitualmente mansas, se alborotaron al oír mi saludo.

– ¡Von Bülov!

– ¡Pero si es Von Bülov!

– ¡Profesor…!

Me rodearon en seguida tres o cuatro militares de distinta lengua y equivalente graduación, de uniforme, condecorados. Sólo mi antiguo conocido, mi compañero del C. G. A., coronel Peers, en nada semejante a Zeus, pero sí a Winston Churchill, no se había movido del lugar que ocupaba junto a la larga mesa de los consejos, donde también permanecía, sobre sus largas piernas, Eva Grodner. El rostro coloradote de Peers expresaba posible incomprensión y un seguro principio de enfado; el de la Espía Arquetípica, nada.

– Éste no es Maxwell, señorita. Lo conozco muy bien.

Peers lo afirmó con bastante energía, aunque no toda la esperable de quien había ofrecido a su pueblo, en un momento grave, sangre, sudor y lágrimas.

– Lo que yo dije fue que les traería al que robó el Plan Estratégico y lo entregó a los soviets. Ahí lo tienen.

– ¿El conde Von Bülov? ¡Imposible!

Me sentí solidariamente apoyado por aquellas manos tendidas y vibrantes, tres parejas de manos como protestas vivas. Peers, recién llegado, las manos quietas, hacía el papel de intruso, aunque con elevadas representaciones y graves responsabilidades. Me sentí cálidamente arropado por aquellos uniformes, con los que había bebido muchas cervezas, algún que otro whisky, y que conmigo habían estudiado la situación mundial, a la vista de datos subterráneos, no de noticias de Prensa ni de declaraciones de jefes de gobierno.

– Usted había nombrado al agente Maxwell, señorita. ¿Dónde está?

Hacía la pregunta el norteamericano, Malcolm Preston, un pícaro simpático de California, gran jugador de ajedrez y, por temporadas, borracho moderado.

– ¿Qué nos importa el nombre? Yo les traigo a la persona.

– Mais c'est stupide! Von Bülov es nuestro amigo. Todos los aquí presentes respondemos de su honradez. ¿No es así, caballeros?

– Por supuesto, dijo «Long John», el inglés; le llamaban Largo por su escasa estatura y su aguda inteligencia, o quizá más exactamente, instinto, en modo alguno por sus relaciones con el whisky, su homónimo, comedidas y ceremoniosas. Tenía una larga cara caballuna, «Long John», algo coloradita y centelleante de viveza en los ojos.

– ¡Pues no faltaba más! -corroboró el norteamericano Preston, que había recobrado la cerveza y acababa de echar un trago; era algo bajo, medianamente arrebolado y sosegado de modales; pero el coronel Peers alzó la diestra: ¿dudosa, disconforme?