– ¿Es usted el diablo? -preguntó con algo de terror en la voz trémula.
La dejé. A pesar del miedo, se había inclinado para recoger del suelo los billetes. Entonces, fui a mi casa, dejé, junto a la otra, la maleta con los recuerdos de Irina, y me encaminé a un París desconocido, en el que Maxwell me podía guiar. Iba a valerme de sus malas compañías, de su familiaridad con los bajos fondos: mi esperanza se asentaba, con bastante firmeza, en la convicción de que un funcionario latino es siempre peor que su colega alemán, pero bastante más humano, aunque sólo sea con la humanidad de lo pecaminoso y lo venal. Pasé tres días fuera de mi casa, me emborraché, dormí en lechos no ignorados por el cuerpo de Maxwell, besé bocas de exagerado carmín y jugué partidas de cartas donde todos engañaban a todos, y así era la ley. Al cabo de los tres días, un empleado de la Municipalidad, amigo clandestino de la amiga oficial de un concejal, me presentó a un empleado del Pére Lachaise, al que expuse mi intención. No me creyó, aceptó la situación y me pidió mucho dinero. Le dije:
– Usted me pide tanto porque cree que quiero deshacerme de un cadáver. Si le demuestro que no lo es, sino exactamente el robot de que acabo de hablarle, ¿me hará alguna rebaja?
Después de mirarme en silencio y de paladear con saña una copa de calvados, me respondió:
– La mitad. En ese caso, la mitad.
Seguía siendo más de lo que yo tenía, pero cerré el trato. Convinimos unos trámites y el aviso de una fecha. Los días que siguieron, no recuerdo ahora cuántos, los gasté en agenciarme el dinero, cosa que conseguí también merced a las malas artes de Maxwelclass="underline" otra vez. (Sin embargo, algunas de las personas tratadas aquellos días me habían dicho: «Te encuentro muy cambiado, Max.»)
Me presenté con la maleta en el Pére Lachaise. ¡Cuántos amigos iban quedando a mi paso, conforme adelantaba por las veredas húmedas! Al cementerio del Pére Lachaise siempre se va en una tarde gris, de ráfagas locas, de goterones espaciados: o en una tarde de niebla que difumina París, que no deja ver las torres ni los tejados. No tuve suerte, porque la tarde estaba gris, pero apacible y razonablemente clara. Sin embargo, cuando ascendí hacia la entrada, se escuchó un acordeón, que me ayudó a sentirme portador de un cuerpo amado y de unos recuerdos tristes. Monsieur Junot fumaba la pipa cínica de la espera y me metió en un tugurio apenas iluminado. Había una mesa y la señaló:
– A ver.
Abrí la maleta. El cuerpo de Irina estaba doblado, como uno de esos cadáveres prehistóricos a los que metieron en una especie de olla funeraria, y cuyo hallazgo y profanación hace felices a los asaltatumbas. Monsieur Junot lo tocó.
– Puede usted verle la herida.
Despechugó el cuerpo, palpó los cables que aún salían, ahora más, porque el forense de Berlín se había entretenido en estirarlos, quizá mientras trataba de entender el misterio o de decidir que no lo era. Después, Junot rasgó la blusa y hurgó con los dedos en los pechos.
– Vaya muñeca, ¿eh?
– Tápela.
– Si me la deja, se la quemo gratis.
– Y yo le daré a usted un tiro en un lugar donde no le haga sufrir mucho.
– ¿Es capaz?
– Eso, a usted, no le importa.
Cubrió las desnudeces de Irina.
– El dinero.
– Si la operación vamos a hacerla ahora mismo, le entrego la mitad, y la otra cuando hayamos terminado.
Se resignó.
– Bueno.
Y, sin transición, ni siquiera en el tono, añadió:
– El reglamento ordena envolverla en una sábana.
– Yo lo haré.
– Después, entre en la fila. Usted puede acompañarla hasta el final, y ver cómo se quema. ¿Ha traído urna para las cenizas? Si olvidó ese detalle, aquí también las vendemos. Varios modelos, para todos los gustos, aunque su comercio en este sitio no lo autoriza la ley. ¿Prefiere verlas?
– Tráigamelas.
– Desconfiado.
Eran horribles, de falso alabastro y gusto italiano de lo más funerario. Pero en mi casa guardaba deliciosas cajitas antiguas: alguna de ellas sería digna de recoger a Irina.
– Esta misma.
– Vale tanto.
Todo quedó arreglado, incluido el precio de la sábana. Exigí quedar solo con Irina: la desnudé y la envolví en el sudario. Nunca la había visto desnuda y a la luz, sino sólo entrevisto. Y acariciado, eso sí. El recuerdo del cuerpo de Irina había quedado en mis manos, y, para sentirlo, tenía que cerrar los ojos: entonces, la luz dorada y tenue llenaba mi interior, y, con las sensaciones de mis manos, iba reconstruyendo el cuerpo vivo que a veces se estremecía. Después de quitarle el anillo y de ponérmelo, me consideré desposado con una imagen, con un nombre, con un dolor… Monsieur Junot vino a avisarme, e Irina entró en la fila de aspirantes a la cremación, yo en la de los acompañantes compungidos. Cuando me tocó la vez, asistí a su introducción ceremoniosa en el horno («¿No tiene usted un pastor que la bendiga?») y presencié, en toda su duración, aquel proceso físico, miles de grados de calor, de procedencia eléctrica, que transformaban los cuerpos en una forma incandescente, así debían de ser los ángeles, con aquel fuego blanco sin humareda ni olor, el puro fuego de la ilusión celeste: después se fue oscureciendo, se apagó el resplandor y, finalmente, se desmoronó en cenizas: las recogieron en la urna, y un funcionario severamente vestido me la entregó con su sincera condolencia. ¿Qué cara de estúpido no habrá puesto Maxwell ante la evidencia de lo incomprensible? Quizá la misma que ponen todos los hombres cuando su inteligencia tropieza en una pared lisa y sin límites, impenetrable y sin color.
Al descender hacia Pigalle, no sé si el mismo acordeón u otro como él, tocaba una canción conocida, de esas canciones de París, melancólicas, pero consoladoras, escritas por poetas anónimos y desengañados; y, sin que nadie hubiera dado motivos, al menos que yo sepa (las influencias humanas en el régimen cósmico están todavía por dilucidar), sopló una ráfaga fuerte y cayeron gotas.
3
«My home is my castle.» Y uno puede encerrar sus murrias en su castillo todo el tiempo que duren las vituallas guardadas en la nevera, más las que tuvo la precaución de comprar al paso. Claro que si, en el ínterin, se han tomado decisiones radicales, lo mismo puede uno dejarse morir de hambre por falta de alimentos al alcance de la mano, que por decisión inquebrantable de no tocarlos. Quiero decir con esto que ambas cosas se me ocurrieron, pero que ambas fueron repelidas, no por la determinación posterior de llevarme a mí mismo la contraria, sino por considerar innecesario aquel acopio de recuerdos de Irina si no había quien la recordase: inútiles después de muerto y expuestos a caer en manos sin piedad, avaras de compra y venta, incapaces de sospechar su verdadero valor, aunque sangrasen. Todo hubiera ido bien durante aquel encierro, si no fuera por el número crecido de ocasiones en que diariamente me encontraba con la faz antipática de Maxwell; pues, por mucho que escondiese los espejos, quedaban suficientes superficies reflectantes como para atormentarme con la indecencia de aquella nariz, y con el insulto intolerable de sus orejas, hinchadas o estiradas según la naturaleza y la forma del espejo. Hasta que renuncié a los juicios estéticos, los sustituí por los morales, y llegué a la conclusión de que Maxwell (¿viviría aún el pobre?) me había prestado excelentes servicios y me los seguía prestando, pues no sólo servía de soporte a mi humanidad incierta, sino que esperaba valerme de él para algunas operaciones complementarias. Después, ¿quién sabe nunca lo que puede pasar?
Fueron los ojos de Maxwell los que leyeron el Diario de Irina (le llamo así aunque no fuera propiamente un Diario, sino una serie bastante larga de notas fechadas: las unas, apuntes para poemas generalmente no escritos; las otras, reflexiones más o menos íntimas; por último, bastantes notas biográficas, o comentarios, o acontecimientos personales). Si el conjunto no permitía reconstruir una biografía, sí, al menos, una personalidad interior, y por lo que allí leí, me fue posible, aunque póstumamente, encajar en una historia coherente lo que más trabajo me había costado aceptar de Irina, sus experiencias místicas. A la vista de aquellas notas, resultaban, no ya inevitables, sino casi fatales; y, sin ellas, su figura hubiera quedado como esos retratos que el artista deja, por la prisa o por la muerte, inconclusos. El leit-motiv del pensamiento de Irina, la nota clave de su sentimiento, fuera la experiencia de la nada, ya como anhelo, ya como temor, que llegaba como un susto, y en la que, según sus descripciones, se hundía contra su voluntad y con un miedo próximo al espanto: durante el trance, se sentía como desintegrada, como disuelta, hasta tal punto, que, más tarde, le costaba trabajo rehacerse. «Estoy recomponiéndome como una muñeca rota, y, a veces, tengo miedo de que me falten pedazos.» Y, en otra página, escribe: «Cuando regreso a la conciencia de mí misma, me contemplo como escupida por un volcán, me veo caer desparramada por un desierto de lava, en el que dolorosamente mis fragmentos se buscan para reconocerse.» Esta imagen de la rotura y de la recomposición se reiteraba, complementaria de otra que le permitía decir: «La nada me absorbe y traga, como el desaguadero del lavabo la espuma del jabón que flota en el agua sucia.» Y una tercera: «En algún lugar incierto, en algo como un escollo o un bajío, afilado como la proa de un barco, choco y me escindo, y me arrastran al hondo las olas de la nada.» Algunas de estas imágenes aparecen también en sus poemas, pero con menos frecuencia, y siempre subrayadas por una ironía, o, al menos, por algo que intenta serlo. A partir de la fecha aproximada del arrebato en Nôtre Dame la mención de la nada y sus imágenes habituales desaparecen, y son sustituidas por la obsesión de alguien a quien necesita perseguir, no sabe aún si fuera o dentro de sí, que en los poemas queda sin nombre, pero que, en las notas del Diario, está claro que era yo; es el proceso casi cómico, por melodramático, que contrapuntea al otro: no por capricho ni como resultado irracional de una tendencia inesperada: la primera vez que oye hablar del Maestro de las huellas que se pierden en la niebla, lo relaciona inmediatamente con ella misma, comprende que es lo que tiene que perseguir; pero, inconsecuentemente, quizás en virtud de un proceso poético no racional, lo identifica con el vacío de la Nada que se opone a la plenitud del Todo: y eso viene en los versos. Lo odia sin saber por qué y, en el odio, halla la paz y (no dejó de chocarme) la inspiración. (Cómo eran bellos los poemas de Irina, y yo los había leído con gusto antes de conocerla, está claro que de una metafísica disparatada puede salir una lírica excelente.) Averiguar, casi ver y palpar, y no digamos oír, aquellas relaciones entre pensamiento y poesía, entre la experiencia y la palabra, me iba completando la imagen de Irina, me permitía verla, como algunos misterios, por dentro y por fuera a un tiempo. La última nota del Diario decía: «¿Por qué me equivoqué, Señor, si en sus brazos hallé lo que buscaba? Ni aquel vacío, ni esta plenitud, sino algo más simple y más humano, eso que consiste en sentirse uno con otro más allá de la unión de los cuerpos, y, por supuesto, de lo que llaman el contacto de las almas. No sé dónde ni sé qué, ni creo que nadie lo sepa ni pueda decirlo. Sin embargo, jamás fui más yo misma que esta noche, jamás me sentí más hondamente reconciliada. Pero Tú, el Incomprensible por esencia, me arrastraste otra vez y me hiciste sentirme más feliz todavía, una felicidad tan intensa que no me cabe en el cuerpo. Tú lo sabes, que me arrebata y que no dura más que el instante del arrebato. Prefiero la otra, que me cabe entre los brazos y la puedo retener. Ahora, ¿quién sabe lo que sucederá?» Y, unas líneas más abajo: «¡Qué lejos va quedando el bueno, el pobre, el adorable Yuri! Es ya como una sombra en el horizonte, apenas un recuerdo.»