El Diario terminaba con estas palabras, desligadas de todo lo anterior, sin fecha, escritas rápidamente: «¿Por qué presiento que algún día vendrás en busca de mí y que hallarás este largo testimonio? Aquí, pues, te lo dejo, con mi amor»…………………………………………………………………………………………
Como unos días antes unos hombres posibles, tenía ahora alineadas encima de una mesa posibles urnas para guardar las cenizas: una, bellísima, de plata y toscas esmeraldas, trabajo de los indios colombianos, y otra, con el azul real, los lirios de oro, y ornato de madreselvas, de los artesanos sajones. La plata andaluza quedaba en tercer lugar, y venían después unas cuantas maravillas italianas, marroquíes, escandinavas y persas. Mi colección no iba más lejos, pero sumaban diecinueve, y si rechacé por fin la colombiana fue por su excesivo lujo, que Irina hubiera lo mismo repudiado, pero la de Sajonia, menos rica, tan fina y aristocrática, contenía figuras y colores con el valor de los símbolos. Allí apreté aquellos restos metálicos mezclados a briznas microscópicas de plásticos extraños cuyas fórmulas permanecen ignotas, y qué sé yo qué otros restos de materiales preciosos, cuyo secreto combinatorio seguramente ha olvidado alguien que vive a la espalda del Cáucaso. Cerré la caja y la sellé. Escogí otra mayor, de maderas ricas, y metí en ella, con la urna, las sedas íntimas de Irina, sus libros y sus papeles. También la cerré. Y entonces, sólo entonces, preparé mi marcha de París. Presentí, al abandonar mi piso, que no volvería a él. Si abandonaba ciertos recuerdos sentimentales, se reducían a las horas de la presencia de Irina. Lo demás era olvido.
4
Llegué a la Catedral Rusa con un paquete grande, y, en principio, no supe a quién buscar ni adónde dirigirme: me sentí desorientado entre los oros del inconostasio, las estrellas y soles de la bóveda y el olor meloso de las velas encendidas: también, que me envolvía un espacio en el que me consideraba inexperto, y por el que, sólo visto y asumido, podría transitar tranquilamente. Me arrinconé y dejé que la mirada se empapase de alturas, se demorase en cúpulas, regresara a sí misma ebria de formas y colores: era un lugar para la esperanza sin espera, un ámbito de ésos en que uno se entrega al tiempo y, con el tiempo, fluye; pero eso mismo me había sucedido alguna vez en otras catedrales, más pétreas y más oscuras, sin llegar a aquella emoción. Un sacerdote barbudo se me acercó (quizá desconfiadamente, al ver el bulto) y me preguntó si buscaba a alguien. Le respondí que trataba de solucionar una cuestión de confianza mediante una conversación con alguien de jerarquía y responsabilidad. Me dijo que lo siguiera. En el lugar adonde me llevó, había otro pope, también intonso, pero más refinado: alto y pálido, la barba y los cabellos blancos, con esa distinción que imprime la ascesis, tan parecida a la que da la aristocracia: llevaba dos medallones en el pecho, y un anillo. Me preguntó qué quería. Yo le pedí permiso para abrir mi paquete. Me lo dio, y dejé a su vista los objetos de Irina.
– Todo esto pertenece a una mujer que murió. En la caja están sus cenizas. No quiero abandonarlo, pero sí desprenderme de ello durante cierto tiempo, porque voy a hacer un viaje largo y no puedo llevar conmigo lo que considero sagrado. Cierto escrúpulo me impide encerrarlo en la caja de un Banco. Ella era ortodoxa, y su última palabra fue «Gospodi». ¿Querría usted hacerse cargo de la caja y de su contenido?
El pope no me dijo que sí ni que no. Me hizo algunas preguntas acerca de Irina, acerca de mí: siento haber tenido que mentirle, aunque no gravemente. Le pareció necesario saber la fecha aproximada de mi regreso.
– Ni puedo decirle cuándo, ni si vendré yo en persona. Pero le ruego que contemple este anillo, nada fácil de olvidar. Si le parece, podemos grabarlo en cera y meter en la caja la impronta: servirá de identificación a quien venga. Y si pasasen años, entonces, que la entierren…