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– El proceso de humanizar este muñeco -dijo el profesor Burmerhelm-, ya no me corresponde a mí. Pero, si les interesa mi opinión, se lo confiaría a un poeta…

– ¿Y por qué?

La respuesta del doctor Burmerhelm figura en unas cintas magnetofónicas verdaderamente inaccesibles, que, a lo mejor, no han existido nunca, pero de las que se habla en secreto, y que, también en secreto, se consideran como una peligrosa defensa de la poesía como instrumento político: peligrosa porque, de publicarse, haría crecer el número de poetas hasta cifras insostenibles por una sociedad normal. Alguien me dijo una vez que sabía dónde estaban, pero otro alguien presente me guiñó el ojo.

Wladimir Siffel no era precisamente un poeta, aunque quizá lo fuese de una manera indirecta y más cabal que si escribiera versos. Cierta acumulación de cualidades intelectuales y de simpatía personal, habían hecho olvidar a mucha gente su condición de judío, salvo los que lo envidiaban, que ésos decían de su talento que no era cosa personal, sino de raza, con lo que Wladimir Siffel quedaba un poco disuelto en el Pueblo de Dios, más como representante de una genialidad colectiva (y poco fiable) que como genio autónomo. Tenía un puesto en la enseñanza, donde gozaba de la mejor reputación como educador, aunque un poco extravagante y sólo moderadamente ortodoxo. Algunos de sus compañeros más cercanos estaban persuadidos de que no creía en nada de lo que sabía, sino sólo en lo que hacía, y eran tan elocuentes y rimbombantes sus elogios del marxismo-leninismo, que se sospechaba su íntimo desprecio por la doctrina oficial, aunque sus palabras no hubiera por donde cogerlas de puro convencionales. Su vida bohemia, su afición a los cigarros habanos, su charlatanería brillante y otras de sus cualidades sociables, le hubieran incapacitado para formar una ciudadana soviética presentable, o al menos exhibible en todo el mundo como arquetipo; pero el que lo eligió definitivamente como educador de Irina, razonó su elección argumentando que el producto de aquel esfuerzo iba a transitar por el mundo burgués, al que tenía que seducir y engañar, no por su eslavismo ni por su ideología, sino por su personalidad al modo occidental interpretada. La educación de Irina duró otro año, y lo mismo puso en danza a lingüistas y matemáticos que a bailarines e historiadores. Una vez, dos o tres participantes en el secreto la vieron en una cena diplomática y les costó trabajo distinguirla de las demás mujeres. La oyeron hablar en inglés y en francés, cantar en alemán, y citar en español a un poeta hispanoamericano. Después, ya no supieron de ella.

Esta breve reseña no me llegó de una vez y ordenada, como acabo de contarla, sino que resumo fragmentos de aquí y de allá averiguados conforme iba cambiando de despacho y de aspecto. Si recordase todas las caras que tuve, todos los temperamentos que rigieron mi conducta, todas las voces con que hablé y todos los ojos que contuvieron mi mirada, sería como meterme en un tiovivo loco cuyos muñecos circundan a velocidad de vértigo. El final de mi camino fue un personaje que no debo nombrar sino en clave: pongamos que se llamaba Alexis. Alexis, por su posición, estaba al cabo de la calle del asunto de Irina y de muchos otros. «De eso, quien lo sabe todo es Alexis», oí decir desde un principio, y, por saberlo todo, Alexis sobrevivió a los cambios y a las purgas, aunque no estoy tan seguro de que sobreviva también a las computadoras, si bien conviene considerar que una máquina, por perfecta que sea, es incapaz de olvidar, en un momento dado, lo que conviene que se olvide. Llegar a Alexis me costó quince días. Darle la mano, una conversación de media hora, llena de mentiras. Su cuerpo es uno de los muchos que abandoné sin intención de rescatarlo, y no por especial inquina que le tuviera, sino porque pensaba en él para salir de Rusia. Instalado en aquella personalidad de jerarca prepotente, supe que Wladimir Siffel había sido internado, poco después del envío de Irina a París, en una clínica psiquiátrica: Irina, finalmente, no había gustado a casi nadie, a causa de su independencia de carácter, de su afición a la poesía y de su escrupulosidad sexual. Destinada, en su concepción, a las mayores hazañas, fue relegada a funciones secundarias sin peligro, y, cuando se descubrió su capacidad para vivir por su cuenta, pues enseñaba idiomas en París, se la dejó un poco al margen. Los responsables se consolaron porque no ignoraban el fracaso final de James Bond; pero la aparición de «Andrómaca», de la que sólo conocían las líneas generales, no dejó de inquietarles. Dejé pasar unos días. Una vez, entre dos o tres amigos muy adictos, se me ocurrió preguntar:

– ¿Sabéis algo de Wladimir Siffel? ¿Qué habrá sido de él?

Nadie lo recordaba.

– Sí, hombre, sí, aquel que se encargó de maleducar a la muñeca espía.