– ¿La que murió en Berlín?
– ¿La que murió? ¿Dices que murió?
– Al menos, desapareció. No volvió a saberse de ella después del affaire de la señora Fletcher.
– ¿Y estáis seguros de que murió? Pues me gustaría llevar la noticia a Siffel.
Y, después de unos instantes, añadí:
– No creo que le parezca mal a nadie…
Siffel estaba a treinta kilómetros de Moscú. Tuve que ir en automóvil, y, en el bolsillo, llevaba unos cigarros puros de procedencia cubana. Me acompañó una pareja de recién casados a quienes gustaba el paisaje. Los dejé a solas con su alegría y con el campo: los recién casados son iguales en todas partes. Mientras, yo visitaba al verdadero autor de Irina.
5
A la vista, el Sanatorio no mostraba ser un lugar de terror, sino más bien de descanso controlado, que quizá sea lo mismo a los efectos últimos; pero, en tal caso, no se distingue notablemente de sus similares occidentales. El aspecto general del edificio y de los jardines mostraba claramente la condición distinguida de los internos: gente selecta por su talento, por su actitud política, o por su misma locura. Los que me tropecé por las veredas hubieran hecho buen papel en una Academia de Ciencias, en un Parlamento, o como personajes de una novela. Por ejemplo, Wladimir Siffel. Tomaba el sol tumbado en una hamaca, en actitud de negligente desdén. Había a su lado, en el suelo, un montón de libros. Dormitaba. El subalterno que me acompañaba lo sacudió suavemente. Al abrir los ojos, me vio y torció el gesto:
– No quiero nada con usted.
Le indiqué al subalterno que se alejara. Yo arrastré un escabel de madera decorada en colores vivos por centenarios caucasianos. Busqué en el bolsillo el anillo de Irina y se lo mostré: pasó de la indiferencia al arrebato súbito. Se disparó su mano y quiso cogerlo. Lo retiré a tiempo. Entonces se dignó mirarme con algún interés.
– ¿Murió?
– En Berlín, en la Puerta de Brandeburgo, de un tiro que le disparó una congénere americana.
Se irguió en el asiento y alzó los brazos al cielo.
– Hay Providencia, y Jahvé Dios se ríe, desde su altura, de la fatuidad de los hombres y de las cosas. Amén.
Apuntó con un dedo enérgico el anillo que aún permanecía en mi mano, visible.
– Me pertenece. Si usted sabe hebreo, podrá leer en su interior los nombres de Ana y Rubén. Fueron mis padres.
Tendió la mano con la palma abierta.
– Todavía no -le dije.
– ¿Quiere algo más?
– Es muy posible que yo no sea el que usted cree. Y, si vengo a verle, no es sólo para decirle que las cenizas de Irina las guarda el obispo ortodoxo de París. Eso, a usted, seguramente no le importa.
– Pero soy el responsable, ¿no?
– Por eso vengo. Hay una historia que quiero conocer: cómo, por qué hizo usted a Irina, y no a otra, del muñeco que le entregaron, sin nombre y con la memoria virgen.
Dejó que la mirada se le perdiese más arriba de los árboles.
– La justicia de Jahvé es implacable, y a los hombres nos sacude el frenesí de los orates. No crea, sin embargo, que estoy aquí por eso, sino porque mi obra les dio miedo: yo podía inventar un muñeco al que todos tuvieran que obedecer. A un tirano vivo se le asesina, se le derroca; pero un muñeco puede ser inmortal. ¿Imagina usted un Stalin electrónico?
– Usted mostró claros síntomas de rebeldía.
– Contra Jahvé, que es más terrible, y así vivo, rebelde, pese a esta miseria en que me ve. Lo de Irina tiene que ver con eso, no como causa, sí como resultado. La historia que me pide es, sin embargo, la historia de un fracaso. Si usted entendiera de arte…
Le interrumpí:
– Imagínese que entiendo.
– ¿Usted? ¿Un capitoste de los más encaramados? ¡Déjeme que ría!
– Ya le advertí que no se fíe de las apariencias. Puedo entender, y entiendo, el fracaso de un poeta y el de cualquier creador. En este caso, mi interés va más lejos que mi curiosidad.
Se levantó súbito.
– ¿Es que también la amaba?
No le respondí. Me quedé mirándolo. Le caía encima el sol, y estaba aquel judío entre hermoso y terrible, con algo de ese brillo de los genios en la mirada.
– ¿Por qué no se sienta? ¿Por qué vamos a hacer una tragedia? Irina ya no existe.
– ¿Cómo supo lo que era?
– Cuando fui a socorrerla. Por la herida salían cables en vez de sangre.
– Ése fue un detalle que se le olvidó al doctor Burmerhelm. Bueno, no se le olvidó: lo tuvo en cuenta, pero no halló la manera de que el muñeco tuviese sangre. A esos tipos les sorprende que se pueda dotar a un autómata de todas las perfecciones espirituales, cuando lo que les falla, al fin y al cabo, es el mecanismo. Son materialistas de la peor especie: lo son porque se creen en la necesidad de serlo. En el fondo, todos creen en Dios, pero le tienen miedo, no a Dios, sino a su propia creencia. Viven como si tuvieran en casa un huésped al que no quieren ver, y le cierran las puertas. Les da vergüenza y lo esconden. Burmerhelm es un alemán ateo, más orgulloso de su mecanismo de lo que estuvo Dios cuando hizo al hombre, todo porque la muñeca que fabricó no puede coger el tifus. No se da cuenta de lo que llegué a hacer sembrándole ideas locas.
Volvió a erguirse, a levantarse, a mirarme con furia.
– ¿Usted cree en Dios? Dígame, ¿sospecha lo que está detrás de esas nubes?
Le señalé la chaisse-longue, y él se sentó mansamente. Luego le dije:
– En esta cuestión, yo no cuento. Pero querría saber por qué Irina creía en Dios, por qué tuvo experiencias místicas, por qué murió clamando a Gospodin.
– ¿Eso es cierto? Pues no lo entiendo.
Se quedó pensativo.
– Sí. Eso va más allá de mis propias previsiones y de mis propias esperanzas.
Otra vez se metió en sí mismo, pero como si yo no estuviera delante, como si no existiese alguien que esperaba su palabra. Finalmente, regresó de aquella especie de inmersión y dijo:
– En cierto modo, es lógico, pero, al mismo tiempo, no lo es.
– ¿Es todo lo que se le ocurre? Usted lo encuentra lógico porque no conoce el proceso; es ilógico porque excede sus previsiones. Pero yo, como lo ignoro todo, lo encuentro sencillamente grotesco. Señor Siffer, ¿es lo corriente, en el mundo de los autómatas, que uno de ellos tenga contactos involuntarios con el Misterio y que muera invocando a la Divinidad? ¿A eso llama usted lógica, o más bien lo conceptúa ilógico?
– Y usted, ¿no tiene imaginación? ¿Es también materialista?
Me miraba de una manera iracunda, casi acusadora.
– Ustedes dicen que los personajes literarios están vivos, consideran como a sus semejantes a Iván Karamazov o al Príncipe Hamlet, discuten sus destinos y evalúan sus actos moralmente. ¡Ana hizo mal en engañar a su marido, Don Juan es un bellaco envidiable, el vuelo de Francesca nos conmueve! De acuerdo. Ustedes los eligen como representantes de lo más delicado, de lo más alto, también de lo más bajo, que alcanzaron los hombres. Pues bien, ¿qué más da, una imagen viva en las palabras, llámele usted don Quijote, o una muñeca en acción? Puede creer como Alíoscha o dudar como Hamlet. ¿Qué más da? Yo inventé a Irina como a un personaje literario, eso es todo. La inventé después de haber leído profundamente a Shakespeare. Me trajeron una muñeca receptiva, dotada de un aparato capaz de almacenar todo lo almacenable de lo humano y de lo divino.
– ¿Nada más?
– ¿Por qué me lo pregunta?
– Puedo hacerlo con palabras más explícitas. Cuando Irina salió de sus manos, ¿sabía usted que acabaría escribiendo poemas, dejándose arrebatar por lo Inefable, y llamando a Dios al morir? Todo eso ¿se lo había programado?
Me respondió sordamente:
– Yo le programé la libertad. Nada más. Ella combinó lo que llevaba dentro, quizás haya imitado. Los muñecos, como los hombres, se hacen a sí mismos imitando.