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– Eso no explica todo, aunque lo explique en parte. Ella me dijo, cierta vez, que era una muchacha rusa educada en el marxismo-leninismo. ¿Cómo puede saltar de ahí a poner velas a la Virgen de Kazan? Sea lógico en la respuesta, se lo ruego. Sea lógico, si puede.

No me contestó, tampoco se ensimismó, ni siquiera se removió en el asiento. Quedó sencillamente quieto y mudo, y, durante unos instantes, su mirada inteligentísima pareció nublarse o velarse con el velo de la estupidez. Sin moverse, me preguntó si tenía tabaco, pero en seguida rectificó:

– Oiga, no de esos cigarrillos nacionales que nos dan aquí racionados, ni tampoco de los americanos o de los ingleses que fuman los esnobs de las altas esferas. Yo, cuando era libre, compraba en el mercado negro, en un mercado negro muy restringido y poco conocido, de esos cigarros que Fidel Castro envía a algunos capitostes y que ellos mandan vender a sus servidores. O a lo mejor es que sus servidores se los roban, no lo sé. No he catado uno de ellos desde que estoy aquí.

– ¿Cuánto tiempo?

– ¿No lo sabe? Cinco años, tantos como que Irina…

Le dio, de pronto, como un miedo.

– Pero, ¿quién es usted? «Alexis» sabe perfectamente todo esto.

– Sí, pero «Alexis» no le daría a usted un cigarro puro.

Le di los dos que le traía preparados. Su mano los agarró como su presa el buitre y los escondió en el pecho. Miró a su alrededor y, como si cambiara de opinión, sacó uno, lo olisqueó…

– ¿Tiene cerillas? Aquí no nos las permiten usar, por miedo a los incendiarios. Yo lo hubiera sido, ¿sabe?, hubiera muerto abrasado en holocausto a la libertad.

Le di fuego y le dejé que absorbiera el humo del veguero hasta que empezaron a llorarle los ojos. Se los limpió con el dorso de la mano, y dio al cigarro la primera chupada.

– Excelente. Gracias. ¿Usted leyó la historia de Pinocho?

– Sí.

– ¿Y no recuerda que fue desobediente, que se escapó de su casa, en fin, todo lo que le sigue, incluidas las orejas de burro? El carpintero que le talló la nariz hubiera querido hacer de él un buen muchacho…

Estuvo a punto de arrojar el cigarro a causa de una rabia súbita.

– …y yo quise hacer de Irina una mujer importante, ¿se da cuenta?, una de las que pasan a la Historia como Semíramis, como Cleopatra, como Isabel de Inglaterra. Pero no una ramera como la Kolontai. ¿Usted sabe que Isabel de Inglaterra les enseñaba el sexo a los embajadores, y les estropeaba así el discurso en latín que le estaban endilgando? Hay mujeres que se ríen de la Sociedad, del Estado, de los hombres y de los dioses. ¿Ha pensado alguna vez por qué, para ese menester, el Destino elige siempre mujeres, jamás hombres? Calígula era un imbécil. Cleopatra una divinidad. A Irina, yo la había destinado a destruir todo esto de aquí, el Comité Central, el Estado Soviético, los comisariados, el ejército rojo… Yo proyecté para ella una personalidad como la de Catalina: puta, fría, capaz de matar a sus amantes, pero también de mandar, de gobernar… Catalina II instalada en el Kremlin e instaurando otra vez las orgías del sexo y de la muerte. Para eso, como punto de partida, la informé de que había sido violada… ¿Usted lo entiende? La biografía de Irina se la fui dictando al oído, palabra a palabra, hecho a hecho: unitaria, coherente, excepcional, lo que se dice una gran personalidad. Lo que yo le dictaba, le quedaba en la memoria como si hubiese sucedido de verdad, y desde allí actuaba, como actúan en nosotros los celos o la envidia. Le causaba los mismos dolores o las mismas alegrías… Yo la informé de que la habían violado, sólo para crearle un resentimiento que la hiciera capaz de la venganza y de la destrucción. La historia, su protagonista y sus peripecias, no importan ahora, una historia que podía servir de base a su conducta posterior, a su odio inmenso. ¿La imagina aniquilando jerarcas porque uno de ellos la había desvirgado? Pues ¿sabe qué hizo? Perdonar al violador. Yo le había programado la libertad, pero también le había dado a leer al maldito Dostoievski. Antes de tiempo, ¿me comprende? Fue un error mío. Aprendió a perdonar.

– ¿Sólo por eso la detesta?

– A usted, ¿qué le importa?

Me eché a reír.

– Pygmalion acaba siempre enamorado de la estatua.

Giró hacia mí lentamente.

– Me dijo que no me amaba lo suficiente como para acostarse conmigo, ¿se da cuenta? ¡Pinocho desobedece a maese Goro! Y la que yo destinaba a dominadora del Kremlin y de todas las Rusias, se quedó en poetisa de vanguardia… según me han dicho. Una poetisa que les hace a los de la KGB pequeños servicios profesionales, quizás haciendo con otros lo que no quiso hacer conmigo. ¡Bah!

No dijo nada más. Pero justificaba su silencio dando chupadas al puro e impregnando el aire de aroma de la Vega. Cuando salió del mutismo, no pareció tenerme en cuenta.

– A un poeta, el personaje no le sale por falta de imaginación. Se le queda corto, aunque lo haga perfecto. Hay personajes como bibelots de Sajonia, o como rosas de invernadero, lindos e irreprochables; pero otros, no tan perfectos, asombran por su grandeza. Son personajes como catedrales destruidas, como montañas rotas. Es mejor que les falte lo que les falta. ¡Es tan hermosa la bóveda quebrada con el cielo claro encima! Da la idea de la grandeza humana. Irina, seguramente, fue un personaje bien hecho, pero de escaso alcance. Una cosa entre Ofelia y Porcia, pero mucho más cerca de Ofelia.

– ¿Quiere usted leer estos poemas?

Le ofrecí los que Irina me había dado aquella vez, ya milenariamente remota, en que esperábamos juntos y en que nos separábamos. Dudó antes de cogerlos. Después, los leyó seguidos, sin levantar la cabeza del papel, pero fumando. Me los devolvió.

– ¿Usted es ese que dormía con ella cuando Dios la agarró del cabello y tiró hacia arriba? ¿Es usted?

– Sí.

– ¿Quién es usted?

Me encogí de hombros.

– ¿Qué más da? Me sería imposible explicárselo. Lo mismo que a usted le es imposible entender esos hechos que Irina relata en sus poemas. Para usted, los límites de Irina los marca Porcia. Bueno, también podría marcarlos Hedda Gabbler, ¿verdad? Pero ella siguió otro camino, y llegó mucho más alto, a un lugar donde los hombres generalmente no llegan, y que a los poetas les es difícil imaginar. Usted no puede entenderlo.

Entonces, se levantó del asiento calmosamente, con el aplomo de un rey. Yo permanecí en mi escabel bajito. Me miraba desde lo alto, y, en un momento, creí que me despreciaba desde el monte Sinaí. Me dijo (y su voz no parecía la misma):

– Se lo puedo explicar. Cuando la tuve hecha, le soplé en la frente. ¿No lo había imaginado? ¿O es que no puede hacerlo? Soplé en su frente y un alma le creció dentro. No como una mariposa, sino un soplo, pero usted puede creer lo que quiera. Me tienen aquí encerrado para que no haga otras como ella. Pero, un día, éstos se irán, o los arrojará el fuego del cielo, y, entonces, llenaré el mundo de mujeres más grandes y más profundas que las de Shakespeare, y les encomendaré la misión de engendrar una Humanidad distinta. ¿Qué más da que tenga sangre o alambres? Lo importante es el soplo, amigo mío. Los franceses dicen souffle, ¿verdad? Allá ellos. Los franceses no me importan.

Había una desproporción harto evidente entre la magnificencia de la voz y la trivialidad de las palabras. Y la voz creció tanto como la voz de un órgano entregado al capricho de un loco sublime. Al final ya no fue más que un estrépito inmenso de trompetas: las palabras se habían reducido a cuá, cuá, cuá.

6

No creo que Wladimir Siffel fuese un loco; había en sus maneras, en sus gestos, en los distintos tonos de su voz, una unidad de estilo que no suelen alcanzar los más cumplidos esquizofrénicos, menos aún los paranoicos, que es a lo que él jugaba. Ha acontecido, alguna vez, que un hombre se haga el loco para que lo lleven al manicomio, pero no es tan frecuente simular la alienación por solidaridad con el ambiente, y bastante menos fácil. Habrá seguramente causas que no puedo conjeturar, o secretos personales de imposible dilucidación. El caso era que Siffel se hacía el loco, quizá fuese feliz, o meramente se divirtiese, o quizá formase parte de un plan más amplio de libertad o de venganza, que no se me alcanzaba. Mi llegada y la razón de mi llegada le permitieron, con toda seguridad, introducir variantes inesperadas en su papel diario, variantes estéticas, acaso sólo por su gusto personal, o tal vez por asombrarme: debo decir que le sorprendí un par de miradas astutas y, sobre todo, que, en alguna ocasión de las sublimes, espió los efectos en el espectador. Pueden imaginarse otras causas, pero el resultado es el mismo. Conviene recordar que las causas son incontables y los efectos verdaderamente pobres. ¿Por cuántos motivos suelen matar los hombres? Pues todos acaban en lo mismo.