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Y me senté. Iba a encender un pitillo y recurrir a los recuerdos de Irina para entretenerme, pero, entre los presentes, el General, al menos, tenía sentido común, aunque se murmurase de él que carecía de sentido revolucionario.

– Reconozco que hemos seguido un mal método, Etvuchenko. Hable, hable cuanto antes.

Iussupov, sin embargo, no pareció aprobarlo: pertenecía a esa clase de hombres que no renuncian fácilmente al protagonismo, pero que, aun en el caso de estarles vedado, aspiran, por lo menos, a que la operación se lleve a cabo como si él fuese su verdadero autor, aunque injustamente tratado por la Providencia, que en este caso parecía haberme elegido; así que dijo:

– No será sin mi protesta, General. El coronel Etvuchenko, de quien no había oído hablar hasta hoy, aunque le haya visto algunas veces en los pasillos del Kremlin, perdido entre la multitud de funcionarios y sin lograr sobresalir, ocupa un lugar bastante inferior al mío en la jerarquía del Servicio, y no parece legítimo, ni menos acostumbrado, que pueda decir una sola palabra mientras yo no haya dicho la última de las mías.

– Pues dígala ya, Iussupov -le respondió el General-, y sobre todo, dígala cuanto antes. Tenemos prisa.

– Mi última palabra, General, tiene que ser necesariamente larga y, desde luego, lenta. Consiste en un análisis de la situación según mis propios métodos, y si no a la vista de ciertos datos, teniendo en cuenta al menos determinadas intuiciones.

– Pero, ¿no cree que está ya suficientemente analizada?

Al Secretario, de momento al menos, no le pareció demasiado ortodoxo el que en una cuestión como aquélla, que debía ser resuelta por procedimientos estrictamente científicos, se permitiera la intervención de algo tan irracional como las intuiciones, bien aisladas, bien en cadena, pero Iussupov lo apabulló al demostrarle que su manera de entender la Ciencia y la misma Vida, sin la intuición activa y en cierto modo espabilada, estaba a merced del enemigo, y, lo que es aún peor y más irracional si cabe, del azar. De lo que se infería la urgente necesidad de aplicar a la cuestión del Plan, no ya lo que sabía, sino lo que intuía. El General sacó del bolsillo una petaca y de ésta un cigarrillo.

– Entonces, será mejor que vaya usted a la habitación de al lado y redacte un informe. El Embajador pondrá a su disposición lo que necesite, un magnetófono, o una secretaria.

– ¿Y por qué no ambas cosas? -dijo el Embajador, al parecer divertido-. Acabo de recibir ejemplares verdaderamente notables de lo uno y de lo otro, y me gustaría que alguien los probase.

Se armó un ligero barullo a continuación; Iussupov había interpretado las palabras del Embajador como una invitación a dictar sus palabras al magnetófono mientras se solazaba en los brazos, quizás inexpertos, y, desde luego, desentrenados en el trato con agentes de su categoría, de una secretaria, y necesitaba hacer constar que ni dentro ni fuera del Servicio había mantenido relaciones con carnes mercenarias, aunque, como las presuntas, recibiesen su sueldo del Estado. El Embajador pidió la palabra para una aclaración, el Secretario sentenció que estábamos perdiendo el tiempo, pero que las suposiciones, probablemente involuntarias, de Iussupov, ofendían la dignidad de una ciudadana intachable, y, mientras se dilucidaba si sí o si no, el General me llevó aparte.

– ¿Qué tiene que decirme, coronel?

Saqué del bolsillo unos papeles que había preparado:

– Aquí está escrito con toda precisión lo que hay que hacer en cada uno de los momentos en que se divide la operación. Me temo que si han de sufrir diecisiete exámenes y recibir diecisiete aprobaciones, con las correspondientes firmas, lleguemos tarde. Me temo que llegaremos tarde incluso si usted lo piensa durante más de un minuto y medio, porque, dentro de dos, tiene que salir de la Embajada el personal que ahí se indica y ocupar los puestos de vigilancia y protección que se señalan, marcadas con una equis roja en el diagrama adjunto. Un automóvil que me conduzca, o si se desconfía de mí, que conduzca al señor Embajador o a quien usted designe, tiene que acercarse a la hora prevista a cierta casa y entrar por cierta puerta uno de sus ocupantes, depositar el dinero en un lugar muy concreto, salir de la casa, esperar en el coche, o dando algunas vueltas por el barrio, que es muy atractivo, durante veinte minutos, y entonces, sólo entonces, entrar de nuevo y recoger los folios, que son tantos que el señor Embajador no podrá solo con ellos. Por esa razón, sugiero que alguien le acompañe, y ese alguien podría ser yo, pero también el señor Iussupov, si da su palabra de que no introducirá variaciones improvisadas, y si se digna, por una vez, refrenar su genial intuición. La última palabra, General, es la de usted.

Le di los papeles, me cuadré con un taconazo a la manera prusiana, que halagó el General; quedé esperando. El General se apartó de mí, leyó las instrucciones, habló con el Embajador y con Iussupov, me llamaron, me dijeron que yo intervendría más como observador que como actor, y que durante todo el tiempo que se invirtiese en la operación, me acompañaría un agente armado, con instrucciones concretas (matarme, si algo salía mal, supongo).

– Acepto -le respondí con cierta displicencia-, pero advierto nuevamente que si el señor Iussupov se empeña en aplicar a la operación en su conjunto o en cualquiera de sus detalles su portentosa inteligencia, lo más probable será que a mí me maten, pero ninguno de ustedes, incluido el señor Iussupov, lo pasará mejor. Conozco muy bien al señor Iussupov, y sé que pertenece a esa clase de genios cuya comprensión de la realidad es tan superior a la realidad misma, y, sobre todo, tan perfecta, que acostumbran a provocar toda clase de catástrofes. Me estoy refiriendo, como habrán adivinado, a la invasión de Rusia en mil novecientos cuarenta.

El General intentó aplacarme:

– Sin embargo, coronel, comprenderá que, por principio, tenemos que desconfiar de usted.

– Por supuesto, General, pero no hasta un punto tan excesivo que implique necesariamente el fracaso de la operación. Advierto, sin embargo, que no tengo el menor interés en que, ante los cuadros superiores, se me atribuya su paternidad, de manera que si otro quiere firmarla, por mí no hay inconveniente.

– No lo habrá por mi parte si todo saliera bien.

– Si sale mal, señor, con todos los respetos debo decirle que no habrá ocasión de poner ninguna firma al pie, como parece bastante obvio. El riesgo, se lo aseguro, nos abarca a todos. Salvo si deciden que corra por mi cuenta. En este caso, el riesgo será mío, pero, también en ese caso, exigiré que nos pongamos en movimiento inmediatamente. Ya hemos perdido más de un minuto, y cada uno más que se pierda me aproxima a la muerte.

Se miraron. Iussupov dijo, de pronto:

– No es una operación tan gloriosa que pueda interesar a nadie su paternidad. Por otra parte, el Estado, hasta ahora, me ha empleado en casos de más envergadura técnica y, sobre todo, de más alcance histórico.

– ¿Debo entender que propone que el coronel Etvuchenko actúe por su cuenta?

– Me da lo mismo.

Nada de lo que siguió tiene ya interés como para que lo cuente con detalle. Me dejaron solo, pero me vigilaron según mis instrucciones. La noche estaba lluviosa, pero no fría, e incluso el azul del aire era hermoso. No dejé de fijarme en que una mujer arrodillada y sentada sobre sus piernas, tocaba tiernamente una flautita. Podía tener lo mismo doce que veinte años: rubia, delgada, recordaba a algún personaje de cuento céltico, donde los mendigos son siempre ángeles o santos, cuando no la misma Virgen María. Me alejé de ella con melancolía. Dejé el coche junto al único farol de la plazoleta, uno de gas, de los antiguos. Sonaba un acordeón lejano, quizá sólo un disco o una radio. Y, como la lluvia era menuda, daba la sensación de niebla, una niebla que englutiese casas y árboles y los fundiese en un conjunto borroso. No sé por qué recordé a Irina: acaso porque la sensación encaminaba más a la poesía que al miedo. Entré en la casa, deposité el dinero, esperé en el coche, recogí después los cartapacios del Plan Estratégico y los fui trasladando al exterior, vigilado por varias metralletas y por la mirada escrupulosa de Iussupov, a quien probablemente aquello parecía menos fácil y más elemental de lo que era en realidad. Poco tiempo después, aquel montón de papeles estaba en el despacho del Embajador. Ni éste, ni el General, ni Iussupov, ni siquiera el doctor Klein, se atrevían a tocarlo, aunque sí lo rondasen. Pero la situación la había alterado la presencia de un personaje inesperado (para mí una sorpresa). Irina Tchernova acarició con sus delicados guantes los cartapacios ásperos. Se volvió a los presentes.