Pero, hoy por hoy, pienso seriamente si no sería mejor simplemente volver a casa en San Salvador, con o sin guerra. O incluso volver con y donde Enrique en Chile, con o sin Pinochet. Por qué diablos termino saliendo siempre yo disparada de todas partes si en Chile el de izquierda -y apenas- era Enrique y en El Salvador el platudo de derechas -y del todo, ahora sí- era sólo un tío mío, antipático e invisible en la familia, además.
Enrique sigue en Chile, ya sabes que tuvo que volver cuando se enfermó su mamá, que sigue mal y en tratamiento. Él hizo una exposición de sus fotografías, hace poco, y dice que está buscando empleo en la universidad pero que todavía no se le presenta nada. Parece que quisiera recuperarnos. El pobre. También ha de sentirse solo, aunque allá en su país tiene a su familia y muchos de sus amigos y exposiciones y aprecio. Todo eso cuenta y estoy feliz de que haya regresado a su tierra, adonde las cosas tienen siempre más sentido.
Escríbeme por favor. Me gustaría mucho recibir tus cartas y verte si vienes de nuevo por aquí pronto. Decías que en febrero vas a viajar a Texas. ¿Todavía está en pie ese viaje? Porque lo que es tú y tus canciones siempre acaban en los lugares más insólitos.
Vieras, hermano y amor mío, cómo he estado de bien y de optimista y de repente todo cambió hace muy poco, hace como diez días que se me desinfló el ánimo y no logro salir de lo que parece ser una depresión, yo que creía que estaba exenta de esos males. Me gustaría correr y encontrar un lugar seguro, en vez de correr y correr para estar siempre en ningún lugar.
Ahora estoy viviendo en Oakland, donde ocurrió el asalto, pero busco un lugar mejor y espero encontrarlo. Mejor escríbeme a la oficina, porque por lo menos en este trabajo sí que voy a seguir. Ojalá que se me quite pronto esta horrible mufa.
No te me pierdas, por favor. Te abrazo y te recuerdo,
Fernanda Tuya
Esto de Fernanda Tuya viene de que, cuando niña, a ella le decían Fernanda Mía, en vez de Fernanda María. Y como yo, sin saber nada de eso, la llamé Fernanda Mía, la única vez que fuimos realmente nuestros, en París, ella inmediatamente se convirtió en Fernanda Tuya, al final de cada carta, y a medida que fue regresando a los brazos de Enrique y alejándose de los míos, sin el más mínimo Estimated time of arrival, por supuesto, y sin que ahí nadie se alejara nunca de nadie, la verdad, tampoco, aunque al final los tres terminamos absolutamente solos y cada uno en un punto cardinal opuesto, cómo no. El correo y alguno que otro viaje demencial hicieron el resto y todos seguimos así de unidos, engriéndonos y tratándonos cada vez más como a reyes naufragados. Me revienta, eso sí, que tres orangutanes de Oakland se quedaran con esas cartas en las que, sin duda, siempre fui bastante mejor que en la vida real, y estoy seguro de que sólo lo hicieron para luego arrojarlas, hechas añicos, al primer basurero que encontraron. Y lo único que se conservó de tanta correspondencia y amor y amistad, de toda la bondad y el cariño y el entendimiento con que yo quise tratar siempre a una mujer tan adorable como Fernanda María, Fernanda Maía, o simplemente Fernanda Mía, y Mía, lo único que se ha conservado es una suerte de antología de parrafillos y frases sueltas que ella había ido subrayando en mis cartas y anotando luego en un cuaderno, pero sin fecha alguna y, lo que es peor, sin su contexto tampoco. Conservo una copia de ese cuaderno que Maía me envió una vez, como quien dice qué linda el habla de tu tierra o de donde sea, o sólo a ti se te ocurren estas cosas tan increíbles y divertidas que me escribes.
Y así, a la carta de ella que acabo de citar, y que acababa como siempre con los nuevos teléfonos y direcciones de casas y empleos a los que podía escribirle -no conozco a nadie en el mundo que se haya mudado tanto como Fernanda María, nadie que haya cambiado tanto de empleos y de destino, sí: de DESTINO-, puedo haber respondido, ahora que abro la copia del dichoso cuaderno que contiene restos de alguien que fue siempre mejor por carta, con esta migaja de mí mismo:
Como si uno tuviera que volverlo a escribir todo de nuevo, así renace a veces la esperanza, Fernanda Mía. Acuérdate. No bien pueda cruzo Atlánticos para llegar a Pacíficos y meterme en tu cariño y en tu casa (etcétera), siempre con ese amor nuestro que el tiempo va convirtiendo en un sabio pincelado por las nieves del as time goes by. No temas, que no te abrumaré. Antes bien aplicaré aquello de «cariño, sí, conchudez, no». Lamento muchísimo que hayas perdido, gorilas mediante, lo mejor de mi repertorio. Al mal tiempo, buena cara, lo cual, allá en Oakland salvaje, seguro que se dice así: You can't shit upwards.
Ya me llegará tu D. H. Lawrence. No olvides que nosotros encarnamos como nadie aquello de «Todo llega en esta vida». Tus amigos gringos deben haberse enterado de que había dejado ya Limatambo, de retorno a Paríspascana. O sea que me lo habrán enviado por avión, Vía Láctea, o sea la que va echando leche.
Entretanto, mi afecto se eleva y serpentea por horizontes transatlánticos y llega a ti para aplastarte (provisionalmente) en un poderoso abrazo. Orden y calma, Su Majestad. Y bese y abrace a sus niños, como si fueran míos, también. No creo que lo habría hecho tan mal, en este caso. Y ello, sin aludir al santo varón y dilectísimo amigo chileno, Mr. Henry Kodax. Pero bueno, dice el anónimo popular: «La fotografía, como la filosofía, se desarrolla en un cuarto sumamente oscuro». París te adora, y chau,
Juan Manuel
Como nuestra historia, o más bien la historia de Fernanda Mía y la mía, casi siempre revueltos pero casi nunca juntos, jamás tuvo lo que en el tiempo convencional de los hombres se suele llamar Un principio, ni ha tenido, muchísimo menos, algo que me permita hablar de Un final, de ningún tipo, y menos aún convencional, voy a empezar bastante antes del principio, en una suerte de Nebulosa o de Prehistoria en la que llegan a mis oídos las primeras noticias de una chica educadísima y superingenua y salvadoreña de ilustre familia. No me queda otro remedio, la verdad, al hablar de una Mía objetiva y prehistórica, que ser subjetivísimo y legendario y hasta mitológico y, en verdad en verdad os digo, contarlo casi todo de oídas.
Y estoy seguro de que así también tendré que acabar. En una suerte de Posmundo o de Encuentros del Tercer Tipo, en el que un hombre recuerda a una mujer muy fina, siempre alegre y positiva, adorable y Tarzán, sumamente Tarzán, sí. Aunque Fernanda María tiene, para mí, muchísimo más valor que Tarzán, pues éste fue educado por monos y gorilas para actuar como tal, en un ambiente ad hoc, mientras que Mía fue educada para niña bien en lo Universal Sin Selva, que diría don Alejo Carpentier, o sea en un internado bien caro que las monjas del Sagrado Corazón tienen en San Francisco, y luego en su equivalente posgrado y jet set júnior, en la blanca, esquiante, chalet-suizo, neutral, aburridísima y políglota Lausanne. Y, claro, después, no bien asomó Fernanda María su aguileñita nariz posgraduada, al valle de lágrimas y gases lacrimógenos en que vivimos, le empezaron a pasar una serie de cosas para las cuales nadie, ni tampoco ninguno de sus diplomas, la había preparado, pobrecita, y además siendo demasiado ingenua aún.
Yo acababa de regresar de Roma, en 1967, de una interminable gira para la cual tampoco nadie me había preparado, y durante la cual había cantado con aplausos y algún bis, al comienzo, con alimentación y hotel de tercera comprendidos, después, también con gorro extendido, muy poco después, y hasta sin guitarra ni palabras, sólo con un triste tararear mientras lavaba platos y copas en un restaurante romano, al final. Pero era joven, componía las canciones más lindas del mundo, aún incomprendidas, eso sí, y tenía una maravilla de esposa esperándome siempre en París. Ella se llamaba Luisa, era hija de inmigrantes italianos, limeña como yo, y a ella iban dirigidas todas y cada una de mis tristísimas canciones de amor, fruto indudablemente de esa indispensable distancia en que tenía que mantenerme -razón de mis frecuentísimas giras-, para que no sólo sonaran sino que fueran sinceras y tristísimas mis estrofas de amor. Luisa no me entendía. Yo sí.