Como Susy, la hermana de Mía que se había instalado en París, ahí en Trinity Beach, María Cecilia, la mayor de las seis hermanas del Monte Montes, pensaba con toda la sinceridad y el amor del mundo que su hermana Fernanda era sencillamente una diosa mal empleada, un genio con pésima suerte, y la mujer más noble y limpia y buena del mundo, pero que por ahora como que se había quedado largamente dormida en medio de una realidad de pesadilla, de la que nadie sino el tiempo y ella misma lograrían ayudarla a escapar algún día. Y el casi bienaventurado Paul, o sea el esposo y dueño de casa de María Cecilia, se limitaba a pensar con monosílabos y sonrisas, ambos en inglés, que a él le daba lo mismo que nos matáramos o no, o que fuéramos buenos o malos o perversos, o pobres o ricos o Vanderbilts, pero por la sencilla razón de que también le daba lo mismo la falla de San Andrés y que California y el mundo entero se acabaran mañana mismo, siempre y cuando, eso sí, él pudiera disfrutar hasta el último instante del apocalipsis de la presencia en este mundo de caballos y perros y gatos y patos y pollos y pajarracos marinos en la desnuda lontananza en que las olas del Pacífico estallaban con furor.
En fin, que el tipo nos ponía a todos, pero sobre todo a Enrique y a mí, y desde el desayuno, vino tinto y Frank Sinatra en cantidades industriales y sumamente hospitalarias, limitándose a enseñarnos el funcionamiento del tocadiscos y el sacacorchos antes de continuar su monosilábico y sonriente camino gringo hacia el mundo animal, allá al fondo del paisaje costero, entre dunas e inmensos y húmedos arenales. La verdad, yo hasta hoy sigo sin saber qué opinar del tal Paul, más conocido como el Gringote de la María Cecilia, al menos cuando no se hallaba presente, aunque sospecho que también su esposa se refería a él de esa manera entre totalmente tierna y absolutamente indiferente, y que no era otra cosa que el resultado de su propia actitud con nosotros, de su silencio con música por toneladas de Frank Sinatra, de su manera de beber exclusivamente té helado y al mismo tiempo ir dejando un reguero de whisky y vino tinto por donde pasaba, de amar tanto a los animales que a uno lo primero que se le ocurría pensar era en un San Francisco de Asís californiano, aunque siempre justo en el momento en que les soltaba a su esposa e hijos una expresión apabullantemente brutal, y acompañada además por un gesto tan vulgar y matonesco, que uno como que terminaba viendo visiones y hasta la mismísima reencarnación del pobrecito de Asís en Rambo en Vietnam, o también en el mismísimo Golfo de la Primera Guerra CNN, pero resulta que era precisamente entonces cuando de golpe parecía estar de regreso de un mundo de armamento químico nuclear en pleno uso televisivo y expansiva onda de odio letal y, mientras se nos acercaba e iba reconvirtiéndose en el Gringote de la María Cecilia, algo, algo sumamente limpio y buenote volvía a florecer en su rostro, y desde muy adentro de aquel Stallone cualquiera empezaba a resurgir el pobrecito de Asís que cohabitaba en él, y entonces, les juro, al humilde y tan sencillo gringote que pasaba monosilábico y sonriente por la sala de la casona vieja en la playa inmensa, descorchando nuevas botellas de vino y ofreciendo más whisky, hasta el mismísimo hábito de San Francisco de Asís le calzaba al alma como un guante.
Pero nada de esto era grave, ni siquiera importante, era sólo cotidiano y natural, y era, como quien dice, California y USA, y nosotros en medio de todo aquello, como pelícanos fuera de temporada. Y tampoco era grave lo de los niños, porque llegado el momento -y llegaba a cada rato-, Mía, madre perfecta y Tarzán en gimnasio, se ocupaba de ellos deliciosa, ejemplar y entrañablemente. O sea que ni siquiera era importante, tampoco, que Mariana y Rodrigo se pasaran horas y horas, día tras día, inventándose juegos de hermanitos que se adoran pero asimismo presienten que algo se pudre en el reino de Trinity Beach. Aunque mami, claro, siempre es San Tarzán. Y Papi por fin llegó y tú y yo lo adoramos y él, qué bárbaro, cuánto nos quiere, él siempre bebe que te bebe más vino, pero es que hasta cayéndose de borracho y de exilio nos idolatra. Y nuestros tíos María Cecilia y Paul son nuestros tíos en USA, y así son ellos por vivir aquí y la gente toda que nació o se acostumbró aquí es así, la buena y la mala, they are different, they are like that, así se dice eso, Mariana…
– ¿Y Juan Manuel Cantautor, Rodrigo?
– …Juan Manuel Cantautor es muy amigo de papi y de mami y, cuando tú no habías nacido todavía, Mariana, y, según papi, yo me pasaba la vida durmiendo o berreando o mamando o haciéndome la pila con caquita amarilla incluida, o sea cuando entonces, que es que eres tan bebe que no te acuerdas ni de que ya habías venido al mundo, que así también se dice nacer, Mariana, ya Juan Manuel Cantautor era tan amigo de papi y de mami que, cuando tuvimos que salir disparaditos de Chile y no tuvimos adonde ir, pues sí tuvimos adonde ir. Y ese sitio fue París, porque ahí tiene su casa y su guitarra y sus canciones el señor que es peruano y que a la mami le encanta que le cante.
Nada de eso, pues, era grave, ni siquiera importante, pero sí lo es la brutal intensidad con que yo deseo hacerle todo el bien del mundo a la mujer que amo, mientras ella no desea causarle ni el más mínimo rasguño en el cuerpo o en el corazón a un esposo al que sólo se le ocurre mover la pieza del vino o del whisky con palabras de Sinatra en aquel explosivo ajedrez que empieza casi desde el desayuno, que es cuando yo llego del motel de enfrente, en busca de la verdad en este amor. Beber y dejar que otros, en la voz de Sinatra, piensen, jueguen, sientan, por nosotros, esto es todo lo que Enrique desea, consciente como nunca esta vez de que no hay trampa alguna, pero sí un amor que parece excluirlo, un profundo amor que ha crecido, incluso por correspondencia, mientras él arrojaba portazos y patadas o partía a botellazos cabezas pelirrojas que, sin embargo, el amigo que se quedó en París y ahora ha llegado, jamás hubiera pasado de escarmenar, de besar, de peinar, de acariciar y de volver a besar. Enrique quiere melodías, donde la realidad requiere diálogo y palabras, Enrique quiere elevar a poesía el momento en que la verdad requiere de palabras duras, palabras y punto, prosa.
Y esto sí que es grave. Lo es porque Juan Manuel puede entender el silencio de Mía, por buena, por delicada, por tonta, por así educada, por idiota, por entrañable, y porque ese hombre es el padre que sus hijos adoran. Y esto también es grave, muy grave, porque Juan Manuel lleva desde que llegó sin caer en la fácil trampa del whisky o del vino más la música. Y así, sin beber una gota, espera como un jugador que ve ya cómo se tambalean, no un rey o una reina o una torre, sino una estrategia entera, la total concepción de algo que hace rato que dejó de ser un juego de melodías y de sus palabras. Juan Manuel calla pero no otorga, y esto sí que se nota a gritos.
Y a gritos se nota también que hay algo en él que ya no aguanta más, que puede estallar en cualquier momento, la noche esta en que nadie en la casona se ha atrevido a encender el tocadiscos que, de pronto, sin explicación alguna, Juan Manuel apagó al atardecer, y como quien dice para siempre. Y ahora pesa una noche tremenda sobre Trinity Beach y afuera sopla un viento fuerte y por los altos debe haber una ventana o una persiana mal cerrada, algo que golpea de rato en rato, enervantemente. Fernanda María se ha tumbado en el sofá y a su lado tiene una lámpara encendida, y, aunque está despeinada y toda descuidada, es preciosa. Juan Manuel no se lo ha querido ocultar, se lo ha repetido tres veces en treinta segundos, eres preciosa, mi amor, realmente preciosa, Mía. Y ahora hace unos interminables diez minutos que él se incorporó, se sirvió su primera copa de vino tinto en cinco días, sorbió apenas unas gotas, y se dirigió hasta ella. Se inclinó, despacio, le besó la frente, le acarició el rostro, larga y tendidamente le acarició también los hombros, y al regresar hacia el sillón en que había estado sentado cada día, cada mañana, cada tarde y cada noche, empezó a contar día a día y hora tras hora, con palabras que parecían traídas por el viento desde el mar oscurecido, desde la misma rompiente invisible de las olas, la forma en que la había empezado a querer para siempre, la incontenible intensidad con que esta noche estaba viviendo ese amor.