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– En fin, nada que ninguno de nosotros tres no sepa ya -se interrumpía, de cuando en cuando, como quien espera un comentario.

Y era terriblemente grave que fueran las dos de la mañana y nunca llegara ese comentario. ¿O había que tomar como tal las lágrimas y los mocos y los hipos de llanto con que Fernanda María logró que enmudeciera en un par de ocasiones? También Enrique había lanzado algún desesperado y borracho sollozo, pero luego se había escondido por completo en el silencio total del fugitivo que sabe que el más mínimo paso en falso y ya lo descubrieron. Juan Manuel miró su reloj a los dos y veinticinco de la mañana, se incorporó, se acercó nuevamente hasta el sofá en que Fernanda María alzaba la cara para mirarlo, para adivinar sus intenciones, para sencillamente hacerle saber que sí, que le ha leído esas intenciones en los ojos, y que sí, que adelante, y que aquí estoy, tuya, Juan Manuel Carpio.

– Vámonos al motel, mi amor.

– Sí. Yo quiero ir, Juan Manuel Carpio. Pero parece que aún no soy lo suficientemente fuerte y prefiero que tú me cargues, que tú me lleves en tus brazos, tierna y alegremente, como a las novias más felices en el cine.

– Éramos hermanos, Juan Manuel -balbuceó, dolorosamente, Enrique, hundido en su sillón y en la vida.

– Créeme, Enrique, que nada de esto es contra ti. Créeme que todo ha sido siempre contra nosotros, contra Fernanda y contra mí, desde hace mucho tiempo, desde hace simple y llanamente demasiado tiempo, de golpe, esta noche.

– Lo sé, viejo. Pero también ha sido contra mí. Y lo sigue siendo.

– No has ayudado mucho que digamos a que las cosas cambien, Enrique.

– Eso es verdad, Juan Manuel. No he sabido ayudar. O sólo he ayudado con más tristezas y angustias, con mayores complicaciones y problemas. Eso es verdad, hermano Juan Manuel. Y también que he sido una bestia, un salvaje.

– Esa parte le corresponde juzgarla a Fernanda, Enrique.

– Fernanda, ¿juzgar? No quedaría un solo culpable en la historia de la humanidad, mi hermano, si a Fernanda la nombraran juez un cuarto de hora. Eso tú y yo lo sabemos de paporreta.

– En todo caso, yo ahora me voy al motel y quiero que ella se venga conmigo. Y tú mismo lo acabas de oír: también Fernanda desea que me la lleve en los brazos, tierna y alegremente, como a las novias más felices en el cine.

– Mañana mismo desaparezco, Juan Manuel… O sea que espérate hasta mañana, por favor… Y tú también, Fernanda, espérate, por favor… Háganlo… Espérense… Háganlo por no sé qué, ni por no sé quién, ya, pero háganlo…

Gravísimo fue que Fernanda María hablara recién entonces. Porque dijo que, como siempre, y de la forma más brutal y absurda, pero también de la forma más concreta del mundo, los tres terminaríamos yéndonos. Ella se iría a Oakland, o a cualquier otro lugar mejor, en California, hasta que llegara el día en que pudiera regresar al Salvador, y Enrique retornaría a San Salvador, hasta que llegara el momento en que pudiera volver definitivamente a Chile…

– Y tú, Juan Manuel Carpio, mi amor, ¿acaso no tienes ya decidido tu regreso al Perú? ¿Acaso no estás esperando sólo el momento más propicio para concretarlo?

– Yo quiero dejar París, es cierto. Pero también podría esperar ahí y caerte por El Salvador el día en que tú, Fernanda, puedas regresar y Enrique nos haya dejado el terreno libre. Pero, de nada de eso estaba hablando yo hace un momento, Mía. ¿O ya te olvidaste de mi invitación?

– No, Juan Manuel Carpio. Esta es la hora en que Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes no ha olvidado nunca jamás una sola palabra buena o mala que haya salido de tu boca. Y cantada o hablada, que conste.

– ¿Entonces?…

– Entonces déjame explicarle a Enrique que no puedo esperar hasta mañana para irme al motel contigo, porque eres tú, y no él, el que se va mañana. Y déjame decirle que también lo quiero y que me espere hasta mañana, por favor, porque hay unos niños que llevan días enteros jugando solos en la playa, bastante abandonados, casi varados con este frío y esta humedad, y ya es hora de que vuelvan a su casa y a su orden. Y créanme, caballeros -porque esto te lo estoy diciendo también a ti, mi tan querido Juan Manuel Carpio-, que ya es hora de que el trío de pobres imbéciles que somos vuelva a su total desarreglo habitual. ¿Qué le vamos a hacer, si además parece que es lo único que nos sienta bien? ¿O le ven ustedes otra solución al problema? Se aceptan sugerencias, en todo caso…

– Llevo horas sugiriendo un motel, Mía. Y la verdad es que no sé en qué momento se torcieron las cosas y aquí el que menos se puso a filosofar.

– ¡Qué cabrón eres, mi amor! Pero, en fin, también por eso te quiero y también por eso me encantas, Juan Manuel Carpio.

– ¿Entonces?

– No, nada, mi amor. Pero como que andaba esperando que le dieses la voz también a Enrique.

– ¿Los tres en mi motel?

– Lo que Enrique quiera, pero que conste que yo sólo tengo ojos y oídos y labios y brazos y piernas para ti, mi amor. Y que a Enrique sólo puedo decirle salud, compañero.

– De acuerdo, compañera, salud. Salud, y hasta mañana, además. Y es que necesito un buen sueño, porque todo el tiempo que me queda en este país de mierda quiero dedicarlo a estar con Rodrigo y Mariana, horas y horas, cada día. Acabo de darme cuenta de que eso es lo que debí hacer desde el principio, y ahora tengo una inmensa necesidad de recuperar los días que he perdido bebiendo. Atrás quedaron el encierro en esta sala, el vino, el whisky, la música y el papi borracho. Lo digo de verdad, compañera, o sea que salud por última vez…

– Entonces enciende el tocadiscos y déjanos puesto algo bien alegre. En todo caso, una canción que no hable de despedidas ni de París ni de aeropuertos… Una canción que no hable absolutamente de nada que nos concierna, por favor, Enrique.

Escuchar tres o cuatro canciones y beber una copa de vino fue una forma elegante de esperar que Enrique desapareciera en los altos de la casona ya casi totalmente apagada, encerrándose en ese dormitorio al que Fernanda no regresaría hasta después de mi partida, una semana más tarde, en vista de que fue imposible encontrar un vuelo antes. Y, la verdad, no pude ocultarle a Fernanda una cierta admiración por el temple y la calma con que su esposo había asistido a los preparativos de nuestro breve traslado al motel de enfrente. Con lo ferozmente violento que podía ser Enrique, sobre todo cuando bebía en exceso, yo había temido que en cualquier momento, aquella primera noche, se precipitara sobre Fernanda o sobre mí e intentara matarnos a ambos.

– En este momento es totalmente incapaz de nada -me explicó Fernanda, contándome que Enrique no hablaba una sola palabra de inglés y que ella lo conocía lo suficiente como para saber muy bien que, por más rodeado de familiares que se encontrara, ya se sentía totalmente desamparado en California, y que no tardaba en tomar la actitud de un perrito faldero incluso con sus hijos, en vista de que ambos se defendían bastante bien en inglés, no se sentían perdidos en ningún sitio, y actuaban con toda la independencia y desenvoltura con que pueden hacerlo dos hermanos muy unidos de ocho y cinco años, pero con una experiencia que incluso algunos adolescentes les envidiarían, para ciertos asuntos prácticos.