Выбрать главу

Entre los caballeros figuraban: Edgardo de la Jara, ecuatoriano, nacido para gustar y ser libre, alias Maestro Bailarín, porque había bailado mejilla a mejilla con la princesa Paola de Lieja, en la más abril juventud de ésta, y se había ganado la fama de danzarín entrañable y pintor de barba y corazón caballerescos. Cosmopolitismo latinoamericano de altura, y un inolvidable invitado más, entre tantos: Charlie Boston, salvadoreño de pura cepa y Jefe de protocolo de la oficina de la FAO, en Roma, porque jamás en este mundo hubo un hombre que bebiese el whisky con tan prestidigitadora y misteriosa elegancia, sacando un vaso lleno de su anillo con el escudo de los Boston de d'Aubervilliers, arrojándose íntegro el contenido siempre en el mismo bolsillo de su elegantísimo vestir, a lo largo de toda una noche, sin mojar nunca nada, sin perder nunca un vaso, y muchísimo menos la compostura cuando bajaba la escalera a gatas.

Estado de ánimo: una forzada y forzosa alegría, en la que se mezclaban un muy latinoamericano Vivimos sin vivir aquí y On trouve tout à la Samaritaine, mi Buenos Aires querido, mi San Salvador, mi Lima, mi Santiago de Chile, mi y mi y Mimí, y estas fechas navideñas siempre son así, falsa felicidad y desasosiego de mierda. Cantante invitado: Juan Manuel Carpio, a quien, por cierto, los grandes amigos que eran Rafael Dulanto, Charlie Boston, don Julián d'Octeville y González Prada, Edgardo de la Jara, alias Maestro Bailarín, le habían tomado afecto, mucho afecto, y sentían profunda compasión por lo de Luisa, su esposa, hombre, eso se le hace a cualquiera menos a este muchacho. O sea que si quiere cantar que cante, pero aquí se le ha invitado a título de amigo. Invitado retrasadísimo: el escritor y flaco peruano Julio Ramón Ribeyro y su manera de llegar, como quien no tarda en irse.

Por fin regresada de la cocina, de ayudar en todo: Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes.

No me pidieron que cantara, felizmente, e incluso Rafael Dulanto tuvo el gesto de pedirme algo que yo encontré cosa de amigos, simbólica, noble, generosa: que le entregara mi fatigado abrigo y mi gorra de andar cantando y estirando la mano por París. Y esto, y unos cuantos pasos más que di para llegar al centro de la sala y saludar a todos, coincidió cronométricamente con el instante en que Fernanda María salía de la cocina y era la chica que yo había visto en Roma, meses atrás, y con el instante en que también yo me convertí para ella en el cantante que se equivocaba con las bonitas tan flaquitas de la Plaza España.

– Qué alegre -exclamó ella, con tal refinamiento, que ni se le notaron siquiera los signos de exclamación.

– It's the wrong time and the wrong place -escuché que comentaba alguien, por algún lado, con una voz muy grave y melodiosa, como quien sigue el sonido de un instrumento sumamente triste.

– Es Frank Sinatra -me aclaró Fernanda María, agregando-: Te juro que lo puse sin saber siquiera que estabas por llegar, o sea que si quieres lo quito, ahoritita mismo.

– Hola, Plaza España -le sonreí, acercándome para besarla entre amigos, en París, en las dos mejillas y eso, y diciéndole al mismo tiempo que a lo hecho, pecho, y que hay golpes, en la Plaza España, tan fuertes, yo no sé…

– Tienes toda la razón del mundo, ahí fue -me dijo Fernanda María, anunciándome sólo esta parte de su nombre y aprovechándose de que estábamos entre amigos y era ya casi Navidad y París y Notre Dame y esas cosas de la Plaza España, para colocarme una mano en cada hombro, inclinarse, bañarme en su perfume, y ahogar su cabellera roja y sus ojos verdes y su nariz del diablo, maravillosamente en el cojín de mi pecho, lado izquierdo.

– It's all right with me -comentó, melodioso y grave, Sinatra, entre resignado, buena gente, y su poquito de latin lover, también.

– Qué alegre -exclamó Fernanda, con la sordina de mi solapa puesta en sus labios, y agregando-: Tú déjamelo a mí, y vas a ver lo alegre que es.

Después, me fui bebiendo, por Luisa, y uno tras otro, cada vaso de whisky que tuve a mi alcance, mientras Fernanda María continuaba llamándole señor don Miguel Ángel Asturias a don Julián d'Octeville y González Prada, limeñísimo hijo de un francés que llegó al Perú a fundar la bolsa de Lima y casóse con la hermana de nuestro ilustre don Manuel González Prada, histórico ciudadano y pensador que se pasó la vida furioso, por aquello de nuestro infame pacto nacional de decir las cosas a media voz, que asimismo mandó a los viejos a la tumba y a los jóvenes a la obra, y a su sobrino Julián lo mandó a París, a componer sinfonías, y mientras éste la llamaba a ella mademoiselle del Sacromonte, mientras una y otra vez el Maestro Bailarín intentaba bailar de nuevo con Fernanda María, y mientras ella intentaba inútilmente pasarse la noche pegadita al desastre que era yo por entonces.

Bailamos una sola vez, y por supuesto que con Frank Sinatra refiriéndose con su voz más grave a que aquel 23 de diciembre de 1967, y el departamento con vista maravillosa de Rafael Dulanto, no eran precisamente el momento ni el lugar más apropiados para conocernos, pero que bueno, habría que conformarse.

– It's poignant and it's sad -me dijo Fernanda María, alzando su cabellera roja de mi solapa izquierda y clavándome tal mirada de ojos verdes, que sólo así entendí que poignant, en inglés, quiere decir amargo y algo más, y triste y algo más, e hiriente y algo más.

Y, desde esa noche, esta canción titulada It's all right with me, ha sido, para Fernanda María y para mí, eso que los seres que se aman llaman Nuestra canción, y bailan hasta que la muerte los separe, y aunque ya no controlen su orina y eso. En fin, que esta canción, que en castellano podría traducirse por otra que habla de una sombra de odio, o algo así, que se cruzó en el camino de Dos almas que en el mundo, había unido Dios…, siguió incluso después, cuando la voz de Frank Sinatra desapareció y la orquesta que lo acompañaba continuó pautándonos la vida con sus últimos compases, y tanto que Fernanda María y yo nos pusimos de acuerdo en que, para bien o para mal, nuestra historia había comenzado, esta vez sí, con nombres y apellidos, y en que, así como ella tenía su Prehistoria para mí, yo también la tenía para ella, porque hablándole de la gente que iba a asistir esa noche a su fiesta prenavideña, Rafael Dulanto le había dicho, hace unos días, y mostrándole una foto en la que estábamos Luisa y yo:

– Mira, a este muchacho también lo voy a invitar.

– Y esta mujer tan increíblemente bella que está a su lado, ¿quién es, Rafael? -le preguntó ella.

– Quién era, mejor dicho. Pues nada menos que la esposa del muchacho que voy a invitar. Lo abandonó de la noche a la mañana, y el pobre anda que para qué te voy a contar.

– Qué extraño, Rafael…

– Qué extraño qué, Fernanda…

– Pues que siento como si a esa mujer la odiara con toda mi alma y de toda la vida.

– Ni que la conocieras, oye…

– Ni en pelea de perros, pero…

– Pero qué.

– Mira, Rafael. Óyeme bien, por favor. Óyeme como el hermano mayor que no tengo, y eso. Y como el hombre que hasta me ha rescatado de los bajos fondos…

Bueno, digamos que…

– Dios mío, qué horror. Mejor no digamos nada.

Se mataron de risa, recordando lo de la Residencia de señoritas, en el café Old Navy, boulevard Saint Germain, pleno corazón del Barrio latino, Mía y Rafael, que pensar que ya murió, y:

– Bueno, sí, hermano mayor. Yo a este hombre que está en esta foto con esta rubia de-tes-ta-ble, lo conozco o lo quiero… Perdón…

– Mira, Fernanda. Explícate un poquito más lento y más claro, por favor. Porque como que tu hermano mayor te está resultando bien bruto.