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En su oscura celda, fray Giulio tosió ásperamente. Luego dijo:

– Es necesario. Mi corazón está turbado desde hace muchos años. Quizá él obtenga la respuesta que yo nunca he tenido… y que no sé si he querido tener. Recuerda, amigo mío, lo que yo experimenté en Sicilia en mi juventud. Recuerda las visiones de la madre Teresa de Calcuta, justo antes de morir. Y recuerda también lo último que dijo el papa Wojtyla en su lecho de muerte, que tú mismo me contaste lleno de temor.

– ¡Sí, sí recuerdo sus palabras, pero no las repitas, te lo ruego! Fue algo casi incomprensible. Un susurro. Le habían practicado una traqueotomía y carecía de voz. Ni siquiera estoy seguro de que…

– ¡Ojalá eso fuera cierto, y no estuvieras seguro! Pero lo estás. Es algo que se ha grabado a fuego en todos los que lo conocemos. Además, el momento en que nos dejó, las 21.37, la misma hora exactamente en que también murió Pablo VI, es un signo del Demonio. No puede ser una mera casualidad. El 37 se asocia con Lucifer en algunos textos impíos. Y en la cabala hebrea puede interpretarse como «la caída», y también tiene el sentido de «quemarse» o «arder».

– Gracias a Dios, los que conocemos todo esto somos muy pocos, y dignos de absoluta confianza. Si las gentes piadosas supieran…

El cardenal cerró los ojos y apretó los párpados. Aquel recuerdo era como un gusano que roe la fruta madura.

– Cuando tu joven subordinado haya leído el códice, envíalo a verme a Padua -dijo el anciano, dulcemente.

– ¿No podrías hablar tú con él antes? Si, después, sigues pensando que debe leerlo, yo no tendré inconveniente alguno.

– Bien. Envíalo aquí cuando llegue. Hablaré con él.

Entre los dos hombres, separados por la línea telefónica, se hizo un silencio denso que rompió el cardenal.

– Tengo miedo, Giulio.

– Ya sabes que yo también, querido Ignatius. Ya sabes que yo también.

La Santa Sede refulgía bajo un sol impropio del mes de noviembre. Los preparativos de la Navidad se dejaban ver ya por las calles de la Ciudad Eterna, algo más limpias de lo habitual. Un aroma Agradable e indefinible inundaba el ambiente y todo el mundo parecía un poco más alegre ante la perspectiva de las celebraciones que, por iniciativa de los grandes comercios, cada vez empezaban más pronto.

El elegante Lancia Thesis de color negro, con matrícula SCV del Stato della Cittá del Vaticano, dejó el Coliseo y el arco de Constatino a su derecha. Su ocupante había pedido expresamente al conductor que pasara por allí antes de dirigirse a su destino. Quería contemplar una vez más, aunque fuera de pasada, aquellas ruinas majestuosas que siempre le habían ayudado a elevar su espíritu. Desde el Coliseo, el coche continuó hacía el Circo Máximo, en dirección al Tíber. Lo cruzó y enfiló la vía de la Concilia-zione al fondo de la cual se levantaba la gran basílica de San Pedro. El vehículo rodeó la plaza y se detuvo ante la garita del guardia de la Inspección de Seguridad Pública. Tras acreditarse, pudo continuar hacia el interior hasta desaparecer por un lateral de la plaza. Monseñor Franzik había enviado a su chófer y su propio coche a buscar al padre Albert Cloister al aeropuerto Leonardo da Vinci.

El vuelo con escalas desde la selva amazónica había sido largo y agotador. Pero le permitió disponer de varias horas para reflexionar. Los pensamientos se agolpaban en su mente sin concierto. Sabía que eran -de eso estaba seguro- como las piezas de un puzzle o un rompecabezas. Aunque faltaba algo: la clave que pudiera obrar el prodigio de unir los distintos fragmentos. Quizá también necesitaba cierta perspectiva. La cercanía a los árboles impide ver el bosque.

El sacerdote se revolvió en el cómodo asiento trasero del coche. Desde que abandonó Suramérica, y ya en pleno vuelo, se había ido sintiendo cada vez peor. Empezó a tener sudores fríos y a tiritar. Su estómago estaba revuelto. Le parecía que su alma, duramente sometida a tensión, liberaba su mal hacia el organismo contagiándole la dolencia. Ahora, a punto de descender del automóvil de monseñor Franzik, sentía que las fuerzas lo habían abandonado. Las piernas experimentaban leves aunque espas-módicos temblores, y su rostro estaba demacrado, hundido, con ojeras y el brillo del sudor febril.

El conductor se bajó de su puesto para abrirle la puerta -cosa que Albert Cloister nunca hubiera esperado-, y entonces se dio cuenta de su estado. Una hora antes parecía encontrase bien, aunque debía de haber llegado al colmo de su aguante y ya no podía mantener por más tiempo un aparente estado de normalidad.

Asustado por su aspecto, el chófer llamó a un guardia suizo y le pidió que avisara a un médico. Después, avisó él mismo al cardenal Franzik y, siguiendo sus indicaciones, llevó casi en brazos al padre Cloister hasta el interior de uno de los edificios menores de la sede papal. La escalinata de mármol y las balaustradas del mismo material, daban acceso a una puerta cuadrada con dintel sobre la que se simulaba un arco circular en relieve. Un lugar hermoso que transmitía sensación de riqueza y poder.

Ya dentro, un religioso terminó de ayudar al conductor a llevar al padre Cloister hasta un saloncito lateral. Allí lo tendieron sobre un diván. La piel de su cara estaba verdusca, y sus manos temblaban. Sin necesidad de tomarle la temperatura, era evidente que había experimentado una fuerte subida de la fiebre.

El médico apareció enseguida, acompañado del cardenal Franzik. Éste mostraba una aguda expresión de preocupación. Con independencia del trabajo de Cloister bajo sus órdenes, lo consideraba el hijo que, por su condición de sacerdote, nunca tuvo. Desde que lo conoció, hacía ahora seis años, había sentido por él una inmediata simpatía. Su recia y franca manera de ser, su profundidad intelectual, el brillo del anhelo de saber en sus ojos… Todo ello le recordaba a sí mismo cuando era un joven postulante en Cracovia, en los tiempos en que la Iglesia polaca se veía obligada a actuar en la sombra, casi como una sociedad secreta.

– Monseñor… -dijo Albert Cloister en un hilo de voz.

– Tranquilo, muchacho. No hables ahora. No hagas esfuerzos.

El médico había empezado a reconocer al paciente. Mucho se temía que sufriera alguna clase de intoxicación alimentaria o, en el peor de los casos, una infección bacteriana o vírica; quizá un parásito. Se le había informado de que el paciente regresaba de la selva brasileña. Cualquiera de esas opciones era común allí, aunque el sacerdote tenía sus vacunas en regla. Por el momento, se limitó a ponerle el termómetro, tomarle la tensión sanguínea, auscultarle y sacarle una muestra de sangre para analizarla, y recomendó que lo metieran en una cama sin dejar de vigilar su evolución en las siguientes doce horas.

Cuando el médico se fue, Cloister se quedó dormido enseguida. Deliró en varias ocasiones. La fiebre se mantuvo alta, aunque fluctuante, a lo largo de toda la noche. Sin embargo, al día siguiente su aspecto era mucho mejor. Los resultados de los análisis resultaron incomprensibles: no tenía nada. Estaba sano como una rosa. El motivo de la fiebre y los temblores debía de ser psicosomático. No había causa física alguna.