Le faltaba el aire. Aún seguía con la máscara puesta, pero ya no estaba conectada a la bombona. La arrancó de su cara, inspirando al mismo tiempo con todas sus fuerzas. El humo le llegó al fondo de los pulmones, haciéndole doblarse y toser con violencia. Pudo contener las náuseas por muy poco. De no ser por la bombona, la viga le habría partido la espalda, pero el impacto rompió la válvula dejándola inservible.
– ¡Daniel!
El humo era más denso que nunca. Los ojos le ardían y era incapaz de dejar de toser. El piso inferior estaba ahora en llamas. Se sentía acorralado. Hasta la más pequeña fibra de su ser le exigía que huyera. Daniel se había marchado, o ya estaba muerto. Eso argumentaba su cerebro.
– ¿Dónde… -tosió- diablos está?
Algo se movió en la cama. Fue una leve sacudida de las sábanas. El bombero se dirigió hacia ella sorteando unos muebles en llamas y lanzando miradas temerosas hacia el techo, que no tardaría en derrumbarse por completo.
Los niños se esconden debajo de la cama cuando tienen miedo… Se agachó y levantó las sábanas. Unos ojos muy grandes, muy asustados, le devolvieron la mirada.
– ¡Tenemos que salir de aquí! -gritó el bombero, sorprendido al ver que Daniel era un anciano.
Daniel lo miró como si no le entendiera. Su respiración era entrecortada, angustiosa.
– No… encuentro… mi… rosa.
A la mente del bombero acudieron las palabras de la novicia: «No ha querido salir. No encuentra su rosa». Era increíble la estupidez que estaba oyendo. Sintió deseos de romperle la cara a aquel imbécil. Él estaba jugándose la vida para rescatarlo, el fuego los rodeaba, y a ese hijo de mala madre sólo le preocupaba una maldita rosa.
– Si no sale de ahí, le juro por Dios que yo haré que salga.
Un nuevo crujido engulló la amenaza y el ataque de tos que le siguió. El bombero se encogió contra la cama cuando medio techo se vino abajo entre un mar de llamas y brasas. Daniel lanzó un alarido tenible y se escurrió de debajo de la cama con violencia, derribando al bombero. Era increíble que aún tuviera fuerzas para eso.
– ¡Vuelva aquí!
Lo vio dirigirse escaleras arriba. Fue tras él, maldiciéndolo. El tejado estaba ardiendo; también lo que quedaba del suelo. Y en medio de las llamas se encontraba Daniel, rebuscando desesperadamente entre los muebles que ardían. Respiraba con estertores y estaba quemándose las manos, pero no desistía. Se le oyó balbucear algo ininteligible: «No encuentro mi rosa». Al bombero se le encogió el corazón. Estaba contemplando la locura. Las maderas del suelo vacilaron bajo su peso. Pero tenía que rescatar a Daniel. Este no le prestó atención cuando el bombero llegó a su lado. Segundos después, el mundo se sumió para Daniel en la oscuridad. El bombero evitó que cayera y se lo echó sobre el hombro. Pesaba tan poco…
Era de día. Hasta la noche más larga acaba siempre por terminar. Y la noche anterior había sido muy larga. De las más largas que el bombero Joseph Nolan recordaba. Llegaron a juntarse diez camiones cisterna, pero por fin contuvieron el incendio. Todo estaba arrasado, sin embargo. De lo que fue un hermoso lugar de oración sólo restaba una pila ennegrecida de escombros todavía humeantes. Se repitió que jamás había visto al fuego ensañarse de ese modo con ningún edificio. Algo así debió de ocurrir en 1972, cuando nueve camaradas cayeron en el incendio del edificio Vendange, incluido el padre de Joseph. Fue la mayor tragedia del departamento de bomberos de Boston.
Hacía calor, pero él sintió un escalofrío. Le dolía la espalda, y de vez en cuando le sobrevenía un ataque de tos. Nada grave, en el fondo. El médico le dijo que había tenido suerte: si hubiera tragado un poco más de humo, ahora estaría como Daniel… Pobre hombre. Después de que la ambulancia se lo llevara, se enteró de que era retrasado mental y de que no había nada en este mundo a lo que tuviera más aprecio que a una planta que poseía: su rosa. La maldita rosa que por poco les cuesta la vida a ambos, que quizá iba a costarle la vida a Daniel.
El bombero no estaba seguro de qué hacía allí. El no era de los que vuelven al «lugar del crimen». Después de salir vivo de un incendio lo único que deseaba era olvidarlo todo, abrazar a sus hijos y regresar a casa. Nada más. Pero hoy no había podido resistir el impulso.
Rodeó el edificio por el lado izquierdo, como hizo esa noche, y llegó hasta los restos calcinados de lo que fuera el hogar de Daniel, un antiguo establo que compartía con sacos de tierra y abono, y con las herramientas propias de su trabajo de jardinero del convento. Se subió al montículo de escombros. De él sobresalían maderas ennegrecidas, como una hilera de dientes putrefactos. Un pájaro se posó sobre una de ellas. La vida siempre continúa. El bombero lo asustó al moverse y el pequeño animal voló hasta un resto de la antigua pared. Fue entonces cuando la vio.
Era una maceta. Joseph se aproximó hasta ella, espantando de nuevo al pájaro, que pareció dirigirle esta segunda vez una mirada de reproche. Por alguna milagrosa razón, la maceta y su planta se hallaban intactas. Pero la rosa de Daniel no era más que un palo seco y muerto. Ya lo era antes del incendio.
Capítulo 2
España, cinco años atrás.
Los mares de cereal desplegaban su áureo manto sobre las tierras monótonas y pobres de la provincia de Ávila. El Seat Toledo de color negro aminoró la marcha al pasar frente al cementerio de un pueblecito castellano, Horcajo de las Torres. Estaba en un terreno algo apartado del pueblo propiamente dicho. Lo circundaba una tapia blanqueada con cal, sólo abierta en una amplia puerta protegida por una verja de hierro.
El automóvil siguió avanzando hasta el pueblo y se detuvo en la plaza de la iglesia. Una vez allí, el conductor, elegantemente ataviado de uniforme, descendió del vehículo y abrió la puerta trasera a sus ocupantes, un grueso obispo y un sacerdote joven. Ambos bajaron del coche con paso quedo. El viaje desde Madrid no superaba la hora y media, pero la salud del obispo estaba muy deteriorada por la edad y la acumulación de grasa. Algo mareado, dio un mal paso al salir del coche, y el chófer tuvo que tenderle la mano para evitar que cayera sobre el empedrado de la plaza.
– Antonio, por favor -dijo el obispo-, ve a un bar y compra unos refrescos. Este calor es insoportable…
El obispo sudaba copiosamente. Se descubrió y se frotó la brillante calva con la palma de la mano. El otro sacerdote, de piel clara y ojos azules, le miró con gesto de leal condescendencia.
Enseguida volvió el conductor trayendo consigo unos botellines fríos. La chica del bar salió a ver qué personaje importante había llegado al pueblo. También se asomaron para curiosear los vejetes que a esa hora de la tarde echaban su partida de dominó. Vieron cómo el obispo y el sacerdote se encaminaban a la iglesia. Ahora comprendieron, pues lo habían oído en la última misa: eran los enviados de la Santa Sede para el proceso de canonización de don Higinio, quien fuera párroco de Horcajo de las Torres hasta su muerte, en los comienzos de la Guerra Civil española. El obispo era, sin duda, el clérigo encargado de hacer las últimas investigaciones para demostrar si la santidad de un hombre o una mujer era merecida.