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– Quiero decir que no acostumbro a beber… Aunque, ¡qué diablos!, déme esa botella. La verdad es que necesito un trago.

Los dos hombres compartieron el whiskey irlandés en el banco del bulevar, mientras fumaban y contemplaban las estrellas en el firmamento. El sacerdote estaba en silencio, tratando de encontrar una explicación a los acontecimientos, o más bien un resquicio por el que ver la luz. Sentía, en cierto modo, la tranquilidad propia de la desesperación, que también es una calma que precede a la tormenta.

– ¿Sabe usted que Kennedy miraba mucho el cielo?

El viejo habló en un tono diferente. Su voz no sonaba tan áspera como antes. Los ojos le vibraban llorosos.

– Kennedy -continuó- prometió que el hombre iría a la Luna, y así fue. Si los políticos de ahora miraran más el cielo…

No terminó la frase. Sus ralas barbas se humedecieron con las lágrimas. Toda persona lleva consigo una historia, pero los mendigos tienen siempre una historia triste. Muchas personas normales y decentes creen que sólo son vagos, a los que no se puede redimir porque les gusta la inmundicia y la calle. Pero lo cierto es que muchos mendigos aman sobre todas las cosas la libertad. A menudo, el exceso de equipaje en la vida no lo convierte a uno en otra cosa que en esclavo voluntario.

– He de ir al albergue -dijo el mendigo, levantándose.

– Gracias por el cigarrillo y el trago -contestó Cloister, que también se puso de pie-. Permítame que le dé unos dólares.

– No le diré que no, amigo, no le diré que no.

El sacerdote sacó un billete de veinte de su cartera y se lo tendió a aquel hombre, que lo miró y luego lo apretujó en su mano, hinchada bajo un guante de lana sin dedos.

– ¡Un Andrew Jackson! Muchas gracias. Es usted muy generoso.

El viejo guardó el dinero en un bolsillo, hizo una especie de leve reverencia de cortesía, y se alejó caminando muy despacio. Debía de rondar los setenta años, aunque era difícil de saber por su aspecto, su pelo largo y su barba rala. Cloister lo siguió con la mirada. Esa noche había recibido una lección. Se repitió a sí mismo que nada sucede por casualidad. Aquellos dos acontecimientos debían tener alguna relación entre ambos. Posiblemente no era una relación causa-efecto, pero la aparición de un mendigo más generoso que muchas personas acomodadas, después de haber grabado las psicofonías en la cripta, parecía significar que vale la pena luchar por la humanidad, con todos sus problemas, contradicciones o errores. Y, si no era así, se trataba de un hermoso pensamiento. Era una conclusión que merecía la pena sacar de ese encuentro nocturno.

A la luz temblorosa de las estrellas, palpitantes como seres vivos allá en la negra lejanía cósmica, Cloister volvió a escuchar la grabación un par de veces más. Después se serenó y se armó de valor. No estaba dispuesto a comenzar con una retirada. Tenía que regresar a la cripta oculta bajo el edificio Vendange y enfrentarse con la entidad que le había hablado. Enfrentarse con la verdad.

Rezó una oración, en silencio, mientras caminaba de regreso. Esa noche no volvería a contactar con la entidad. Con ese enemigo invisible que lo había atraído hasta allí. Con aquel ser desconocido que decía pretender su alma y afirmaba estar, como Dios, en todas partes. Con ese ser de otra dimensión que, según dijo, estaba más allá del bien y del mal. Cloister quería solamente regresar a la cripta para dar muestra de fortaleza.

Antes de descender hacia la puerta de la carbonera, frente a la entrada principal del edifico Vendange, el jesuíta se detuvo un momento. Sobre él se hallaba el poste con el letrero de la calle perpendicular a la avenida Commonwealth, en el que podía leerse Dartmouth. El nombre de una localidad que aparecía en El perro de Baskerville, uno de los casos del más célebre de todos los detectives, Sherlock Holmes. En esa obra se decía que la vida y la muerte encierran cosas que no podemos comprender. Y era cierto. También el significado de Dartmouth resultaba irónico: dardo en la boca. El dardo de la palabra, que hiere con la boca.

Cloister volvió a atravesar la carbonera, a cruzar el patio y a descender hasta la sala de los pilares de carga. Desde allí regresó a la cripta. Pasara lo que pasara, mañana sería otro día.

Capítulo 25

Boston.

La llamada de Audrey había despertado a Joseph en plena noche. Su preocupación no paró de aumentar desde entonces. El sabor a despedida de la voz de la psiquiatra lo había dejado angustiado. Intentó devolverle la llamada, pero Audrey tenía apagado su teléfono celular. Joseph temía que fuera a cometer una locura. Ella era una mujer atormentada, y quizá la muerte de la esposa de ese amigo suyo, profesor de Harvard, había sido lo que faltaba para colmar el vaso de su desesperación. Tenía que encontrarla. Pero todos sus intentos para lograrlo habían sido infructuosos hasta el momento.

Audrey se había evaporado. Ésas fueron las palabras de su secretaria, a la que Joseph llamó de madrugada para preguntarle por ella. No tuvo mejor suerte con la madre superiora de la residencia, a la que decidió ir a ver en persona. Tampoco la religiosa sabía nada de Audrey, y estaba tremendamente preocupada por ella. «Se ha olvidado aquí su maletín y no ha venido a buscarlo, y ni siquiera ha llamado para preguntar por él -le dijo la madre Victoria-. Eso no es propio de Audrey. Ella es tan profesional, tan cuidadosa…»

La angustia de la monja era verdadera, pero Joseph tuvo la nítida sensación de que no estaba siendo del todo sincera con él y que se guardaba algo que no quería contarle. Estaba en lo cierto, aunque no podía imaginar lo que la madre superíora le ocultaba. Allí se había celebrado un exorcismo. Fue después de él cuando Audrey se había marchado, conmocionada, olvidando su maletín en una huida apremiante. La madre Victoria temía por su integridad física, pero lo que realmente la mortificaba era la integridad de su alma. Tuvo deseos de compartir esta carga con el bombero, pero se obligó a no hacerlo. La prudencia recomendaba que él no supiera nada de todo aquello.

A Joseph ya no le quedaba nadie más con quien hablar, pero no iba a rendirse. Ni una sola vez, en toda su carrera, había dejado de intentar rescatar a quienes quedaban atrapados en los incendios, por más peligrosa que fuera la situación y por mínima que fuera la esperanza de encontrarlos con vida. No abandonó a Daniel en el incendio del convento, aunque hasta su propio compañero le aconsejó que desistiera. Y no iba a abandonar tampoco a Audrey.

Capítulo 26

Boston.

En la profundidad de la cripta, abarcado por una energía desconocida, Albert Cloister se sumió en ideas que cada vez recorrían caminos más alejados al control de su consciencia. Sin saber cómo ni por qué, el jesuita sintió un repentino mareo y tuvo que sentarse. Casi al instante, de un modo ajeno a su control, cayó en un sueño profundo, y penetró el universo de su subconsciente. Las imágenes oníricas fueron creando una ilusoria realidad en que las dimensiones del espacio y el tiempo quedaban anuladas o reinterpretadas. La fuerza de la gravedad o las leyes de la naturaleza, ya no existían con la pertinaz consistencia del mundo exterior. Los colores y las formas eran nuevos. El tamaño, las proporciones del cuerpo, se habían disipado como un humo etéreo. Todo estaba generado por la mente. Nada era verdaderamente real.