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¡Claro! Ese tipo de numeración era el habitual en la Biblioteca Nacional de España, con sede en la ciudad de Madrid.

Todo era coherente con lo que dijo la entidad. Madrid estaba cerca de la morada espiritual romana, el Vaticano; en Ávila, provincia que linda con la de Madrid, se hallaba el pueblecito de Horcajo de las Torres, donde la frase «TODO ES INFIERNO» apareció ante los ojos de Cloister por vez primera. Y era un lugar bien conocido para el sacerdote, ya que en el decimonónico edificio de la Biblioteca Nacional de España había pasado muchas horas revisando legajos y manuscritos, códices y documentos de la antigüedad como investigador acreditado. Allí había trabado amistad con el jefe de prensa de la Biblioteca, Cecilio Gracia, un hombre culto y sagaz, de gran corazón y rauda inteligencia. Lo primero que debía hacer era telefonearle para confirmar sus sospechas.

Cloister miro su reloj. Era la una y media. No recordaba si en España eran cinco o seis horas más, al encontrarse hacia el este. En todo caso, fueran en Madrid las seis y media o las siete y media de la tarde, podía llamar al despacho de su amigo Gracia con visos de encontrarlo aún trabajando.

– Por favor, deseo hablar con el señor Cecilio Gracia.

– ¿De parte de quién? -dijo una voz femenina.

– De su amigo Albert Cloister.

El jesuita hablaba español perfectamente, aunque un resto de acento era casi imposible de limar en esa lengua para los anglohablantes.

– ¡Albert! ¡Qué sorpresa!

– Me alegro de encontrarte todavía en el despacho, Cecilio.

– Bueno, estoy en la sala de restauraciones, supervisando la restauración de un Beato muy valioso, pero me han pasado aquí tu llamada. ¿Qué se te ofrece?

El sacerdote obtuvo una respuesta positiva a su pregunta. 4-45022-4 era, en efecto, una signatura posible en la Biblioteca Nacional.

– Si esperas un poco, o me llamas en unos minutos, Albert, consultaré la base de datos Ariadna y te diré a qué obra se refiere.

– No me importa esperar, si no tienes inconveniente.

– En absoluto… Déjame ver… Estoy abriendo la base de datos desde un ordenador de aquí… Veamos, 4-45022-4… Ya lo tengo: «Relación del recibimiento que la Santidad del Papa Paulo V y los más Cardenales hizieron en Roma al Embaxador de los Japones».

– ¿Los Japones? -inquirió Cloister, confundido.

– Sí, los Japones es un modo castellano antiguo de denominar al Japón.

– Gracias por tu ayuda, Cecilio -dijo el sacerdote mientras anotaba el título del libro-. Tengo ahora que dejarte. Espero que no pienses que soy grosero si me despido ya de ti. En otro momento te llamaré, y charlaremos.

– Adiós entonces, amigo. Comprendo que estés ocupado. Un abrazo. Cuando quieras, estaré encantado de hablar contigo.

El jesuita ya sabía lo que era 4-45022-4, el libro al que esa signatura correspondía y dónde estaba. Muy bien, pero… ¿qué le decía ese título? Nada. Nada en absoluto. Era obvio que tendría que descubrir lo que significaba. No podía ser tan fácil. Debía ir en busca de ese libro. A España. Estaba dispuesto a lo que fuera si eso servía para desvelar la verdad prometida. En lo desconocido se ocultan siempre los más grandes descubrimientos.

Tentar con la verdad a Cloister era la mejor forma de herirlo en la capa más íntima de su orgullo. Desde siempre había estado dispuesto a sacrificarse por la verdad. O a asumir riesgos por ella. La verdad lo había llevado, en una ocasión, a recibir varías bofetadas de un violento profesor al que acabaron echando de su colegio. Goodman se llamaba, irónicamente, el profesor que le pegó para que confesara algo que él no había hecho.

Si entonces encajó los golpes sin titubear, por algo en el fondo insignificante, ¿cómo iba ahora a renunciar a esa verdad prometida, por la que tantos sucesos extraños estaban aconteciendo? Aunque, al final, sólo fuera un espejismo o un engaño de una entidad burlona, sabía que estaba a punto de lanzarse en las fauces del misterio. No podía evitarlo. Quizá por eso, precisamente por eso, la entidad de la antigua iglesia cuyo solar hoy ocupaba el edificio Vendange lo había buscado a él.

Capítulo 29

Fishers Island.

Joseph pisó a fondo el pedal del freno. El coche derrapó antes de que consiguiera enderezarlo de nuevo. Aquella maldita carretera no era ninguna autopista, y él iba a toda velocidad. Tenía que recuperar el tiempo que había perdido en New London sin poder embarcar. No logró coger el último ferry de la mañana por menos de diez minutos, y el siguiente no salía hasta horas después, cuando ya casi había anochecido. Fue incapaz de sentarse durante la travesía. Se pasó todo el viaje recorriendo la cubierta de un lado a otro, con una sensación lúgubre en el pecho.

Conforme había ido avanzando el día, se hizo cada vez más fuerte en Joseph la urgencia de encontrar a Audrey. Había incumplido la ley para conseguirlo y le había cobrado un viejo favor a un amigo suyo policía, obligándole a valerse de su autoridad y sus contactos para localizar desde dónde le había hecho Audrey la llamada con su teléfono celular. Hasta ese día, Joseph ni siquiera había oído hablar de Fishers Island. Sin embargo, nunca había tenido tanta prisa por llegar a ningún otro sitio. Había conducido como un loco desde Boston, sin levantar el pie del acelerador en todo el trayecto. Tuvo suerte de no cruzarse con ningún coche de policía o con un radar en la carretera.

Las horas se le habían escurrido entre los dedos. Al retraso por culpa del ferry se le unió el tiempo que había invertido en descubrir el posible paradero de Audrey. Jo-seph sólo sabía que ella le había llamado desde Fishers Island, pero no en qué lugar concreto de la isla podría encontrarse ahora, si es que aún estaba allí.

– Ella sigue aquí -se dijo Joseph en voz alta, con los dientes apretados y la vista clavada en la sinuosa carretera.

Había imaginado que Fishers Island no debía de recibir muchos visitantes en invierno, y eso le hizo albergar esperanzas de que algún tendero, o el dueño de algún otro local, se acordara de Audrey y pudiera darle alguna pista sobre su paradero. En uno de los sitios en que preguntó -un pequeño supermercado llamado Village Market, que era el único de la isla-, el dependiente consiguió identificar a Audrey por su descripción. «No pasa por aquí todos los días una forastera de tan buen ver como esa», comentó el hombre. No supo decirle dónde encontrarla, sin embargo, y le recomendó preguntar en el puesto de guardacostas del puerto. «Ellos saben quién entra y quién sale de la isla.»