Así fue como Joseph descubrió que Audrey había llegado un día antes, de madrugada, y que preguntó por la casa de Anthony Maxwell, el famoso escritor de cuentos para niños. A falta de otros indicios, lo único que podía hacer Joseph era ir a la casa de Maxwell y cruzar los dedos para encontrar allí a Audrey.
Quedaba poco tiempo. Todos sus sentidos le advertían de eso. Le gritaban que se diera prisa. Joseph aceleró.
Capítulo 30
Madrid, España.
La Biblioteca Nacional de España, cuya sede se halla en el corazón de la ciudad de Madrid, posee uno de los fondos bibliográficos más extensos del mundo. Su importancia es equiparable a la de la famosa pinacoteca española, el Museo del Prado, en un país con el mayor patrimonio histórico-artístico del mundo declarado por la UNESCO, por encima de Italia, Grecia, Francia, México o China. En la Biblioteca Nacional se atesoran auténticas joyas bibliográficas, como dos códices sobre mecánica e ingeniería de Leonardo da Vinci, el manuscrito del Cantar del Mío Cid y la primera edición de Don Quijote de la Mancha. Entre sus cientos de kilómetros de estanterías y anaqueles reposan algunos libros que no han sido abiertos en, quizá, más de doscientos años. Por muy bien cuidados y conservados que estén, en ellos hay polvo de siglos. Es un universo de conocimientos, cuya inmensidad hace que sea posible descubrir algo perdido, olvidado, oculto y, a la vez, a la vista de todos los que acceden a los fondos.
Albert Cloister llegaba tarde. No había contado con los proverbiales atascos de la capital de España. Su taxi avanzaba a ritmo de tortuga por el Paseo del Prado. A la altura de la plaza de Cibeles, el sacerdote pidió al taxista que se detuviera, pagó la carrera -irónico nombre en aquel caso- y siguió a pie. Le daba igual si así iba a tardar más o menos que en el coche, pero necesitaba desembarazarse de la sensación de agobio que experimentaba dentro de aquella lata de sardinas, en medio de un atasco monumental.
Hacía un poco menos de frío que en Boston. Caminó con su cartera de mano y su grueso abrigo hasta uno de los accesos laterales del recinto de la Biblioteca. Desde allí llamó con su teléfono celular a la persona que lo esperaba dentro, su amigo de hacía años y de ya muchas investigaciones. Mientras sonaba el timbre del auricular, siguió caminando.
– ¿Cecilio?
Al otro lado del auricular sonó la voz de Cecilio Gracia, el jefe de prensa de la Biblioteca Nacional.
– ¿Ya estás aquí?
– Sí. Siento el retraso.
– El tráfico, supongo.
– Supones bien. Estoy entrando por la puerta de cristal de la derecha.
– Okay. Espérame ahí. Estoy contigo en un minuto.
Cecilio llegó al hall de entrada en cuarenta y cinco segundos. Su rostro alegre precedió a su mano diestra, que estrechó la de Cloister con franca firmeza. Hacía más de un año que no se encontraban en persona.
– Me alegro de verte, Albert.
– Lo mismo te digo. Aunque si no llega a ser por mi problema de ayer, no nos habríamos visto en esta ocasión. Hoy tenía que salir mi vuelo de regreso a Boston.
El rostro del padre Cloister contrastaba con el de su amigo. Se le veía cansado, aunque en realidad no era cansancio físico, sino desgaste espiritual. El periodista lo notó, pero sabía que era mejor mostrarse jovial que preguntar por el motivo.
– Pues, debo decirte, que me alegro entonces de tu problema. Vamos, sigúeme, te llevaré a los fondos.
Atravesaron un arco de seguridad. Gracia usó su tarjeta para abrir una puerta y, desde allí, siguieron por un pasillo forrado de paneles de madera que los condujo hasta los ascensores.
– Un atajo.
Subieron hasta la planta cuarta. El interior del edificio tenía una disposición de pisos distinta a la del palacio original, más bajos para aprovechar mejor el espacio disponible. En el momento en que se abrieron las puertas metálicas del ascensor y salieron, un joven bibliotecario apareció empujando un carrito con libros cuidadosamente apilados. Era un jovenzuelo de aspecto desaliñado, con aire de intelectual progre, que lucía una camiseta en la que podía leerse «Salva la literatura: di NO a los best sellers».
– Un joven combativo e inconformista -dijo Gracia, riéndose por lo bajo.
En otras condiciones, Albert Cloister se habría reído también. Pero no tenía ninguna gana de chanzas. Y lo sentía de veras, porque lo último que debe perderse es el humor. Más tarde incluso que la esperanza.
– ¿Sabes? Ya te lo contaré con detalle, pero estoy trabajando en un artículo sobre uno de los temas más escabrosos de la historia de la Biblioteca Nacional -siguió hablando Cecilio Gracia, que pretendía a toda costa evitar ese aire tan negro de su buen amigo-. Es un asunto que aún levanta ampollas entre los más viejos de este lugar. El sistema en su conjunto quedó en entredicho por culpa de un investigador americano. Un compatriota tuyo, Jules Piccus.
– ¿Jules Piccus? Ese nombre no me suena de nada.
– Ocurrió en los sesenta, y fue portada del The New York Times. Jules Piccus fue el investigador que descubrió los códices perdidos de Leonardo da Vinci.
– ¿Estaban perdidos? ¿Dónde?
– Perdidos entre los millones de volúmenes de la Biblioteca. En una estantería cualquiera, rodeados de libros cuyo único valor es su contenido, lo cual no es poco… Pero, a lo que me refiero, unos códices históricos del genio de los genios… Y estaban mezclados con los demás libros, como una aguja en un pajar.
– ¿Y cómo los encontró?
– Jules Piccus descubrió que su signatura estaba equivocada, y así pudo pedírselos a un bibliotecario. ¡Lo que en cientos de años no se había conseguido, él lo hizo gracias a un golpe de suerte!
– Pero ¿cómo dedujo las signaturas correctas?
Gracia estaba consiguiendo su objetivo. Siempre que un tema interesante salía a colación, el sacerdote quería saber más. No fallaba. Era como un resorte.
– Ah, claro, ahí está lo más curioso -hizo una típica pausa teatral, que Cloister notó y apreció con una tímida sonrisa-: ¡Los códices estuvieron expuestos sin que nadie se diera cuenta de lo que eran en realidad! Bueno, nadie salvo Piccus. Es una historia digna de Rocambole. Cuando tenga terminado el artículo, te enviaré una copia. La historia misma de los códices es increíble.
Habían llegado a la sala a la que se dirigían. Una infinidad de libros inundaban el campo de visión, del suelo al techo, en estanterías sucesivas. Los dos hombres caminaron por el pasillo central. Gracia iba delante. En cierto momento giró a la derecha, dio unos pocos pasos más, siguiendo las signaturas de los libros con la vista, y por fin se volvió a girar a la izquierda. Alargó la mano y señaló con el dedo el libro que el padre Cloister había solicitado el día anterior, y que se correspondía con la signatura que buscaba.