– ¿Es éste?
– Sí. El mismo. Es decir, es ese libro, pero no es lo que yo estaba buscando.
– Déjame ver… -dijo retóricamente Gracia-. «Relación del recibimiento que la Santidad del Papa Paulo V y los más Cardenales hizieron en Roma al Embaxador de los Japones». Sí, éste es. No hay ningún error. La ubicación es correcta, y por tanto, la signatura también. Es el que te dije por teléfono hace un par de días.
El periodista estaba seguro de que el volumen pedido por Cloister se correspondía con el que buscaba. Sin embargo, algo no encajaba en todo aquello.
– Lo que no comprendo es a qué te refieres con que este libro no es el que buscas. ¿Qué pretendes encontrar? ¿No será algo muy secreto de tus investigaciones, que no quieres compartir conmigo?
– Siendo sincero, sí. Este libro -dijo Cloister, tomándolo de la estantería y ojeándolo- no me aporta nada. Estoy confundido.
– Ya supongo que no debe de ser motivo de estudio científico una recepción diplomática de hace cuatro siglos. Ahí no debe de haber mucho misterio. Pero si no me dices algo más, no creo que pueda ayudarte.
Albert Cloister acababa de dejar de nuevo el libro en su lugar del estante. Un dato se había impresionado en su mente, aunque de un modo subconsciente, sin aflorar todavía. Era la fecha en la que aquel volumen fue impreso: 1616.
– Esta vez prefiero no involucrarte, amigo mío. Creí que en el interior del libro habría algo.
– Está bien. No insistiré. Pero ¿puedo hacer algo, lo que se te ocurra, que te sea de utilidad?
El sacerdote no respondió. Estaba inmóvil, rígido. Se había quedado mudo al ver el título de la obra que ocupaba justamente un lado de la «Relación del recibimiento que la Santidad del Papa Paulo V y los más Cardenales hi-zieron en Roma al Embaxador de los Japones». Era una edición muy parecida. Casi idéntica. De hecho, los libros no se clasificaban por épocas -salvo en casos de volúmenes con gran valor histórico o artístico-, sino por tamaños. Ese libro, situado a la derecha del solicitado el día anterior, tenía por título algo que quebraba cualquier ilusión de que todo lo que estaba ocurriendo fuera sólo una especie de mal sueño: Codex Gigas.
A pesar de su nombre, «El códice gigante», aquella edición era más bien pequeña. Gruesa, pero no tan grande, ni mucho menos, como el original. Para un profano, ese título no tenía por qué significar nada especial. Era un nombre dado a una Biblia checa del siglo XIII, que contenía además otros libros diversos. Se hizo famoso en su tiempo por su tamaño, ya que es el códice medieval mayor del mundo, pero sobre todo por su oscura leyenda. Se dice que un monje benedictino que había vendido su alma al Diablo, lo escribió en una sola noche. Un libro que fue expoliado de Chequia por los suecos, en la guerra de los Treinta Años, y llevado a Estocolmo por orden de la célebre reina Cristina. Allí lo copió un sacerdote español que acompañaba al embajador del que la Reina se enamoró. Y esta copia, incompleta y con graves errores, llegó a España, desde donde se difundió, en algunas ediciones raras, por el resto de Europa.
– ¡El Codex Gigasl -dijo por fin el padre Cloister con la voz quebrada. Y aún se le quebró más al decir-: La Bibliadel Diablo.
– ¿Qué…?
– Tengo que consultar este libro.
Cloister habló sin dirigirse a Cecilio. Tomó de la estantería el volumen y corrió con él hasta una de las mesas que había a ambos lados del acceso a la sala. Se acercó una silla, de la que casi se cayó al sentarse, y se dispuso a diseccionarlo.
– La Biblia del Diablo de Podlazice…
– ¿De qué hablas? Me estás dando miedo.
Cecilio Gracia habló tratando de ser jocoso, pero en su fuero más íntimo se estaba asustando de veras.
El jesuita pareció regresar a aquel tiempo y aquel lugar. Se giró de pronto hacia su amigo y, quizá para no ser descortés con quien le facilitaba el privilegio de acceder directamente a los fondos, dijo:
– ¿No conoces el Codex Gigas? ¿Nunca has oído hablar de él?
– Pues no, nunca que yo recuerde.
– Es una obra que se llegó a catalogar como libro diabólico. Lo hizo un monje de Bohemia que murió emparedado. Dicen que lo escribió en una sola noche y que le ayudó el mismísimo Satanás. Es una Biblia en latín, que también incluye una crónica checa y libros de Galeno, Flavio Josefo y san Isidoro de Sevilla. El original mide casi un metro de alto y está iluminado de un modo soberbio. En Suecia, donde llegó a concentrarse el catálogo de libros prohibidos mayor de Europa, lo tuvieron como una obra misteriosa.
– Bohemia, Sevilla, Suecia… ¡No entiendo nada!
– Perdóname, estoy tan excitado que mis ideas escapan sin orden. El libro acabó en Suecia en el siglo XVII y aún sigue allí. El contenido es un compendio de saberes, no sólo la Biblia. Antes de eso estuvo en poder de Rodolfo II, el reconocido amante del ocultismo, que lo tenía guardado en su castillo de Praga. Lo más inquietante es que, según la leyenda, entre sus páginas aparecía la imagen misma del Demonio…
Albert Cloister interrumpió su explicación. En ese preciso instante, tuvo la conciencia clara y evidente de comprender lo que significaba el hallazgo. El Codex Gi-gas no era un libro cualquiera, sino una Biblia maldita inspirada por el Demonio. Ahora sí le asaltó que la «Relación del recibimiento que la Santidad del Papa Paulo V y los más Cardenales hizieron en Roma al Embaxador de los Japones» estaba editada en el año 1616. Y 616 era el número de Lucifer, la verdadera cifra atribuida al Príncipe de las Tinieblas en el Apocalipsis. Aún había más: el papa Paulo V fue quien, en 1614, instituyó en el Ritual Romano el procedimiento del exorcismo, el manual de guerra contra Satán. Pero éste no empezó a ponerse en práctica hasta dos años después, precisamente en 1616.
La conclusión ineludible que se deducía de todo ello era a la vez fascinante y aterradora. Las sospechas pasaban a convertirse en hechos: la entidad que se comunicaba psicofónicamente con él desde la cripta de la antigua iglesia católica, bajo el edificio Vendange de Boston, debía ser el propio Satanás. Y Cloister comprendió que lo había engañado de nuevo, pero engañándole y enviándole al otro lado del Atlántico, le había dado también la pista que necesitaba. Tortuosos caminos para llegar a la verdad.
Todo eso era lo que parecían demostrar las piezas del puzzle que acababa de unir. No sólo las que había descubierto en la Biblioteca Nacional española, sino otras diversas que ahora se juntaban por sí solas: el edificio Vendange estaba en la calle Dartmouth, es decir, «el que hiere con la boca»; el número de su entrada era el 160; allí se produjo el incendio más terrible de la historia de Boston, en el que murieron nueve bomberos, y que empezó el sexto mes en su decimosexto día, es decir, el 6-16… Lo único aparentemente fuera de lugar era el número escrito con sangre en la tabla del altar de la cripta. El 109 no tenía ninguna relación con el Demonio.