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– Tú lo has dicho. Soy Lucifer, ya lo sabes, y sabes que es cierto -respondió la voz a través de la grabadora. Y continuó-: ¿Revelarte la verdad? No. Mi escritura es tocida en renglones rectos. Ay, pobre de ti, los renglones son siempre rectos: ¡lo torcido es lo que se escribe en ellos! yo escribo con letras sinuosas, quebradas, encrespadas y ensortijadas Escuche quien tenga oídos. Escuche quien tenga… valor. ¡Yo te daré las letras, pero tú habrás de recomponer las frases! Mis letras son letras oscuras. De dolor y desesperanza. Sobre todo desesperanza. ¿Todo es Infierno?, te preguntas. Pero no comprendes el auténtico significado de esta frase, y yo no voy a revelártelo. No me creerías porque no podrías creerme. Nisiquiera la muerte puede borrar esa gran verdad, tendrás que descubrir la verdad. La verdad con letras de fuego.

Cuando escuchó la grabación, un escalofrío recorrió la espalda del sacerdote, erizando el vello de su nuca. Apretó los dientes. Hacía tiempo que se había reventado el sólido bloque de mármol en el que se convertía para afrontar las investigaciones. No podía huir y olvidarse de todo. Ni tampoco quería hacerlo. O quizá huir sí, si pudiera, pero no olvidarse. Olvidarse, nunca.

Cloister notaba su cabeza a punto de estallarle. Sus ojos apenas cabían en las órbitas, y los párpados parecían de metal. Tenía calor en el rostro y frío en el resto del cuerpo. Las venas de su cuello palpitaban al ritmo de un corazón acelerado. Aferró la grabadora, preso de la ansiedad. La puso de nuevo en marcha y gritó al micrófono:

– ¡Seguiré tu maldito juego! ¡Conduzca a donde conduzca!

Resoplando, esperó a que el led rojo que indicaba registro de sonido se apagara y luego reprodujo el archivo digital. La entidad había respondido a su aceptación de lo que le estaba proponiendo, sin condiciones.

– Eso me satisface, aunque no es ningún juego. Has elegido lo correcto, como siempre, y como siempre, Lo correcto te dolerá. Lee el Génesis, el primer capítulo. Estúdialo con cuidado y detenimiento. Cambia tu punto de vista. Hasta ahora te ha sido imposible comprender lo evidente, lo que cualquiera puede ver con solo mirar. Debes leer otros textos. Los que tu Iglesia llama Evangelios Apócrifos. No quiere admitirlos porque les tiene miedo, Y en eso está en lo cierto, aunque nunca llegará siquiera a imaginar por qué, ni cuánto miedo debe tener. si obtendrás ese privilegio. Basta con que leas el Evangelio de Nicodemo y el Evangelio de Tomás de la Infancia de ese Jesús. Léelos entre líneas. Entre líneas rectas. Algunas cosas torcidas saltarán a tu vista. Y cuando lo hayas hecho, vuelve a mí.

Tras escuchar la última comunicación, ya no había nada que hacer allí, y el jesuíta empezaba a sentir dolor físico de tanta tensión acumulada. Incluso le pareció como si una mano invisible lo tocara. En medio del silencio de la cripta, recogió su grabadora y su cuaderno, apagó el foco no sin antes haber encendido una linterna, y salió por la escalera que ascendía al exterior. Regresó al colegio, a su habitación, y rezó largamente. Después cogió su Biblia y se tumbó en la cama, algo más relajado. La oración había aliviado su aflicción, pero su alma seguía percibiendo la oscuridad adherida a ella. Abrió por el principio el libro que el consideraba sagrado, y leyó para sí: «En el principio, Dios creó los cielos y la tierra…».

Casi sin darse cuenta, fue avanzando línea a línea, párrafo a párrafo. Leyó cómo Dios creó el mundo de la nada. Cómo se hizo la luz… Después, el Paraíso Terrenal y los dos primeros seres humanos, Adán y Eva, a los que bendijo y pidió que crecieran y se multiplicaran. Dios les otorgó poder sobre todas las otras criaturas, pero les prohibió una sola cosa: comer el fruto del árbol de la vida, en el centro del Edén. No quiso que se abrieran sus ojos al hacerlo, ya que en tal caso conocerían el bien y el mal. La serpiente -el Demonio- les tentó, y dijo que Dios les había engañado al decirles que morirían si comían del árbol; les dijo que no morirían. Y no murieron. La serpiente les tentó, pero Dios había mentido. La ceguera de los ojos de Adán y Eva se quebró. Se les cayeron los velos que les impedían ver. Sintieron miedo, vergüenza, pudor. Perdieron las firmes sujeciones en las que agarrarse. Y Dios dijo, enigmáticamente: «He aquí que el ser humano es como uno de nosotros». Pero ¿a quiénes se refería?

Dios había mentido…

De repente, Cloister se detuvo.

– ¿Dios mintió? -se preguntó a sí mismo, en un tono inquisitivo que reflejaba una perpleja incredulidad. La perpleja incredulidad de quien desea estar equivocado, pero no cree realmente estarlo.

El Génesis era un relato simbólico. Cualquier teólogo lo sabía. Sólo las personas con fe más sencilla lo tomaban por una realidad histórica. Lo importante estaba en el sentido. Y el sentido era precisamente… que Dios mintió.

El sacerdote tomó aire. Sentía una opresión en el pecho, y su rostro exhibía una expresión de asco que él mismo no podía imaginar en su propia cara. La entidad tenía razón. Estaba asustado. El miedo le provocaba esa sensación parecida al calor dentro de la cabeza. Un zumbido movía sus tímpanos desde dentro. No disponía de los textos que había citado la entidad, de modo que accedió a internet y tecleó la dirección de una página que recogía todos los escritos apócrifos hallados hasta la fecha, incluyendo los pergaminos del mar Muerto y los de Nag Hammadi. Esbozó una leve y doliente sonrisa al recordar que casi ningún cristiano sabía que el Evangelio de san Juan había estado a punto de ser considerado apócrifo. La frontera entre unos relatos y otros estaba poco definida. Incluso las Biblias de distintas iglesias cristianas diferían en algunos de sus libros, o se consideraba a algunos de éstos muy cercanos a lo apócrifo. En cuanto al Nuevo Testamento, la vida de Jesús y la posterior conformación de la primitiva Iglesia cristiana, distaban mucho de ser narraciones rigurosas. Del propio Jesús se sabía muy poco con visos de ser indiscutiblemente cierto. Se había llegado a decir que no nació en Belén, que era rico, que tenía sangre egipcia, que viajó por Persia, la India y el Tíbet, que desbancó a Juan Bautista y fue rival suyo, que estuvo casado con María de Magdala y hasta que no murió en la cruz, con lo que, evidentemente, tampoco habría resucitado. De hecho, supuestas tumbas suyas llegaron a ubicarse en distintos lugares, desde la propia Jerusalén hasta la localidad japonesa de Shingo, pasando por Rozabal en Cachemira y otros diversos lugares, a cuál más estrambótico.

Mientras pensaba, Cloister bajó a su ordenador los documentos en formato PDF: los evangelios apócrifos de Nicodemo y de Tomás de la Infancia. Los conocía ligeramente, pero nunca leyó ninguno de los dos en profundidad y con total atención. Ahora leía el de Nicodemo buscando «claves». Y pronto encontró algo que bien podía ser una de ellas. Eran unas frases de Satanás desde los infiernos, en las que decía:

Prepárate a recibir a Jesús, que se vanagloria de ser el Cristo y el hijo de Dios, pero que es hombre temerosísimo de la muerte, porque yo mismo le he oído decir: «Mi alma está triste hasta la muerte». Y entonces comprendí que tenía miedo de la cruz.