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Cloister obtuvo de un celador las indicaciones para llegar al edificio que estaba buscando. Odiaba los hospitales. Incluso sus zonas ajardinadas. Mientras caminaba por un sendero de grandes losas le llegó la voz áspera de un periodista que estaba allí cubriendo la noticia del asesinato del famoso Bobby Bop, el escritor infantil que se había descubierto como pederasta. Estaba apoyado en un muro y, con su cuaderno de notas abierto, explicaba por teléfono a alguien de la redacción de su medio la crónica del día:

– El último parte médico acerca del estado de salud de la doctora en psiquiatría Audrey Barrett, presunta homicida del escritor Anthony Maxwell, más conocido como Bobby Bop, es favorable. Las primeras informaciones sobre su estado de coma se han desmentido. La doctora Barrett se halla consciente y fuera de peligro, aunque en estado de confusión. Al parecer, no es capaz de recordar lo sucedido… ¡No, no, esto no es del parte médico! Tú toma nota y no pienses, novato. Ya te diré yo luego cómo va, ¿OK?… Bien. Sigo. Después de «lo sucedido», punto. A la espera de su recuperación, la doctora Barrett se encuentra bajo arresto en el hospital de New London, Connecticut, muy cerca de Fishers Island, el lugar de los hechos… Ya he terminado. ¿Lo tienes todo?

Escuchando a aquel periodista gritón, Cloister tuvo que reconocer el gran trabajo del espionaje vaticano, uno de los mejores servicios de inteligencia del mundo, copiado en su funcionamiento incluso por la CIA norteamericana.

– No se les escapa nada -musitó el sacerdote.

Cloister siguió caminando hasta el edificio de los pacientes ingresados. Entró y se dirigió a los ascensores, que estaban justo enfrente. Uno de ellos acababa de llegar a la planta baja. Montó en él y oprimió el botón del quinto piso. Arriba, salió de la cabina despacio, con pretendido aire de despiste. El pasillo se extendía a ambos lados y torcía simétricamente en cada sentido a una veintena de metros. Frente a los ascensores, un amplio ventanal empezaba a mostrar la caída de la tarde, por delante de un mostrador en el que había dos enfermeras de guardia.

Como no sabía hacia qué lado dirigirse, el sacerdote decidió sin ningún motivo. Giró a la izquierda siguiendo el instinto de su cerebro masculino. Una mujer probablemente hubiera tomado el camino de la derecha. Sólo había avanzado unos pasos cuando el sonido de la megafonía lo sobresaltó. Tenía un altavoz justo encima de él, en la esquina superior del pasillo. Continuó caminando y torció varias veces más hacia la izquierda siguiendo la forma de la galería, flanqueada de habitaciones a ambos lados. Al fondo comunicaba con el pasillo de la derecha, formando un anillo completo. Las salas de espera estaban cerca de los ascensores, por detrás de la línea de las enfermeras.

Junto a una de las puertas había un hombre de espaldas, de pie, al lado de una silla plegable que estaba apoyada en la pared. Iba vestido con el uniforme de la policía local. En la galería había varias personas: un anciano enfermo caminando con su botella de suero y acompañado de una muchacha joven, un par de enfermeras que entraban y salían de las habitaciones, y algunos visitantes más. El policía se dio la vuelta en un gesto rutinario. Era alto y fuerte, de unos cincuenta años y con un poblado bigote bajo la nariz, muy abultada. Un tipo duro.

Iba a ser difícil convencer a aquel policía de que le permitiera ver a Audrey. La psiquiatra acababa de matar a un hombre. Pero Cloister necesitaba hablar con ella, costara lo que costase. Esa mujer era la clave. Los caminos tortuosos por los que el jesuíta había sido conducido convergían en ella. Y el final de su búsqueda estaba ya cerca. Podía sentirlo.

Se dijo que lo mejor era identificarse como sacerdote, aunque tenía dudas de que fuera a servirle de algo. Vestía de paisano, y eso podría hacer al agente recelar. No sería la primera vez que un periodista poco escrupuloso se hacía pasar por lo que no era, para conseguir una exclusiva. El jesuita tenía un carné que lo acreditaba como sacerdote. Pero estaba escrito en lengua italiana, y era improbable que le resultara de utilidad con ese policía de aspecto pueblerino.

De todos modos, tenía que intentarlo.

– Disculpe, agente.

El hombretón lo miró con gesto neutro, que enseguida transformó en hostil.

– ¿Qué es lo que quiere?

Cloister optó por no andarse con rodeos:

– Soy sacerdote. Necesito hablar con la doctora Barrett. Es una cuestión de vida o muerte.

– Lo siento, pero eso va a ser imposible. Son órdenes.

– Mire, puedo probar que soy sacerdote -dijo Cloister mostrando su carné en italiano.

El policía le echó un vistazo rápido y desinteresado, con gesto bovino, y después levantó los ojos hacia su interlocutor para decir:

– Aunque fuera usted el mismo Papa, y no se ofenda, no podría dejarle entrar.

Había alguien más dentro de la habitación, con Audrey. Se oyó movimiento al otro lado de la puerta. Justo antes de que la manivela girara, Cloister y el policía se volvieron. En el umbral apareció un hombre alto y moreno, de rostro preocupado. El día había sido muy largo para él.

– ¿Sucede algo? -preguntó al agente.

– Nada, señor Nolan.

«¿Nolan?», pensó Cloister.

– ¿Es usted Joseph Nolan? -dijo-. ¿El bombero que rescató a Daniel?

– Sí. ¿Quién es usted y cómo sabe eso?

– Mi nombre es Cloister, Albert Cloister. Soy jesuíta. Me envió el Vaticano para investigar el caso de Daniel. La madre Victoria fue quien me habló de usted y de lo que hizo por él.

– ¿Conoce a la madre Victoria?

– Está muy preocupada por Audrey -dijo Cloister-. Todos lo estamos. No puedo explicarle las razones, ni cómo se han precipitado los acontecimientos, pero le juro que es imprescindible que yo vea ahora a la doctora Barrett.

Los ojos del sacerdote le dijeron a Joseph que decía la verdad. Y le revelaron también algo más. Tenían una expresión familiar para el bombero. La había visto muchas veces en las miradas de quienes estaban a punto de morir quemados por el fuego: una mezcla de terror y apremio. Era extraño verla en cualquier otra circunstancia. Joseph se preguntó quién era realmente aquel sacerdote y qué es lo que pretendía de Audrey.

– Se encuentra muy débil -dijo Nolan-. Y además está durmiendo. No creo que sea buena idea…

– No puedo marcharme sin hablar con ella -atajó Cloister, de nuevo con esa inquietante expresión en los ojos-. Le aseguro que sólo será un momento. Debo preguntarle una cosa. Tengo que hacerlo, ¿me entiende?

– Dígame qué quiere saber, y yo se lo preguntaré.