Cloister sopesó esta opción. Pero enseguida tuvo que descartarla. Era imposible transmitirle al bombero lo que necesitaba saber. Ni siquiera un largo discurso bastaría para ello. Y sólo lograría parecer un loco.
– Ojalá pudiera hacerlo, señor Nolan, pero no puedo. Llame a la madre Victoria. Confirme mi identidad, si lo desea. Pero, por favor, déjeme entrar.
– Eh, eh, un momento, un momento -intervino el policía, molesto-… Soy yo quien decide aquí quién puede entrar y quién no. Y ya le he dicho que no puede pasar, por muy sacerdote que sea.
Después de estas palabras, hubo un silencio. Cloister se sintió impotente. No iba a marcharse de allí sin hablar con Audrey. Se lo había dicho al bombero, y realmente estaba dispuesto a hacer lo que fuera preciso para conseguirlo. Su cerebro empezó a buscar alternativas. Desesperado, incluso se le pasó por la cabeza la loca idea de provocar un incendio en la planta, para colarse en el cuarto de la psiquiatra aprovechando la confusión. Había llegado demasiado lejos para desistir ahora.
– Yo… -empezó a decir el jesuita, aunque sin saber muy bien cómo continuar.
Por suerte para el sacerdote, la vehemencia de sus palabras había calado por fin en Joseph, que dijo, de un modo convenientemente dóciclass="underline"
– Déjele entrar, agente Connors. Yo me hago responsable.
– Pero… Tengo mis órdenes…
– Será sólo un instante. Usted y yo somos prácticamente colegas. ¿No puede hacerle un favor a un colega? Nadie tiene por qué enterarse. Además, siempre puede decir que ella pidió un sacerdote.
El agente reflexionó durante unos segundos, y luego dijo señalando a Cloister con el dedo:
– Voy a tomarme un café. Cuando vuelva de la cafetería, espero que se haya ido.
– Muchísimas gracias, agente -dijo el jesuita, aliviado.
La habitación estaba en penumbra. Sólo un neón sobre la cama la iluminaba débilmente, con una luz blanca y fría. Era curioso que, en todo ese tiempo, Cloister nunca se hubiera preguntado cómo sería físicamente Audrey Ba-rrett. Ahora veía su rostro por primera vez. Había en él un cansancio infinito, pero Audrey era una mujer hermosa. De su cuerpo partían cables que la conectaban a varias máquinas. En las pantallas resplandecían diversos indicadores, cada uno de un color. Audrey estaba durmiendo, como Joseph había dicho.
– ¿Qué tal se encuentra? -le preguntó el jesuita.
– Los médicos han dicho que su situación es estable. No está tan grave como pensaron en un principio, aunque perdió mucha sangre -dijo Joseph, mirándola con ternura.
Cloister se dio cuenta de que la psiquiatra tenía algo sobre el pecho. Era un cuaderno, que aferraba entre sus manos. Sin que nadie se lo pidiera, Joseph explicó:
– No lo suelta ni por un momento. Es un regalo de Eugene.
El corazón del sacerdote dio un vuelco cuando oyó ese nombre.
– Ése es el nombre de su hijo, ¿no es cierto?
– Sí… -respondió Joseph con gesto ausente-. Todos aquellos pobres niños… Tenía la boca cosida. Todos la tenían. -El bombero miró fijamente al sacerdote, y añadió-: ¿Qué clase de animal puede hacer algo así? ¿Cómo puede permitir Dios ese tipo de cosas?
El jesuíta no pudo evitar pensar en darle alguna de las respuestas convencionales para esa pregunta. Se le ocurrió decirle que Dios no tiene la culpa: que la voluntad que concede a los hombres, su libertad para elegir el camino que deben tomar, es lo que lleva a los seres humanos a los mayores actos de bondad y también a las más horrendas atrocidades. Pero ahora se daba cuenta de que eso no bastaba. Después de todo lo que había ocurrido, lo único que pudo decir fue:
– No lo sé, Joseph. Realmente no sé por qué Dios permite ese tipo de cosas.
– Cuando pase todo esto, quiero hacer feliz a esta mujer. Y a Eugene. Los médicos dicen que, en casos como el suyo, hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que algún día pueda volver a ser relativamente normal. Es cara o cruz. Pero estoy convencido de que Eugene saldrá adelante. Parece un muchacho muy fuerte.
En ese momento, Audrey se despertó. Estaba débil y le costaba despabilarse. Por eso, Cloister, intervino diciendo:
– ¿Doctora Barrett? ¿Audrey? ¿Me oye?
– ¿Quién es… usted? -dijo ella, con su frágil voz, después de comprobar que el cuaderno de Eugene continuaba en su regazo.
– Soy sacerdote. El padre Albert Cloister. Me llamaron cuando usted desapareció, después del exorcismo de Daniel.
– ¿Un exorcismo? -exclamó inquisitivamente Joseph, pasmado.
El no sabía nada sobre ningún exorcismo.
– No podía… contártelo -dijo ella-. Perdóname, Joseph. Fue… Ya tendremos… tiempo para eso… ¿Qué es lo que… quiere, padre… Cloister?
El jesuíta miró a Audrey con la esperanza de que ella resolviera sus últimas dudas. Sólo había una pregunta que podía formularle. La respuesta a esa pregunta era lo único que le faltaba por saber, y que, sin duda, ella sabía.
– Necesito saber qué le dijo Daniel. ¿Qué le dijo al final del exorcismo? ¿Qué le dijo ese otro Daniel al oído, Audrey?
El bombero los miraba perplejo.
– Me dijo quién… me había… robado… a mi hijo.
– ¿Nada más? ¿Ninguna otra cosa?
– No. Yo… estoy… tan cansada…
Joseph apoyó la mano en el hombro del sacerdote y dijo:
– Ya ve qué no puede ayudarle, padre. Ahora, dejemos descansar a Audrey. Por favor.
Al bombero se le veía molesto. La madre Victoria no le contó toda la verdad la última vez que había hablado con ella en la residencia de ancianos. Puede que fuera absurdo, pero ahora comprendía que el exorcismo había sido el motivo de la desaparición de Audrey. No podía evitar decirse que quizá el desenlace habría sido distinto si la religiosa le hubiera hablado de ese exorcismo.
Cloister seguía necesitando respuestas. Daba igual lo que pensara el bombero. Pero antes de que pudiera abrir la boca, un pitido estridente les atravesó los tímpanos. La curva sinuosa que marcaba el ritmo cardíaco de Audrey se había disparado. Los latidos de su castigado corazón se multiplicaron. Estaba fibrilando.
– ¡UN MÉDICO! -gritó el bombero, paralizado en medio de la habitación.
Su grito se mezcló con nuevos pitidos que inundaron el aire. Los indicadores de las pantallas parecían haberse vuelto locos. Todos los sistemas vitales de Audrey estaban fallando.
La puerta de la habitación se abrió, con un portazo. Por ella entraron dos médicos y tres enfermeras.
– ¡Salgan de aquí! -ordenó una de ellas.
Pero Joseph Nolan y Albert Cloister no hicieron caso. Contemplaban ensimismados cómo el equipo médicotrataba frenéticamente de reanimar a Audrey. Los espasmos retorcían su cuerpo sin misericordia. El cuaderno de Eu-gene estaba ahora en el suelo. Una enfermera pisoteó sin darse cuenta sus páginas revueltas. El médico que estaba aplicando a Audrey el desfibrilador le dio una patada sin ser conciente de ello. El cuaderno fue a parar a los pies del sacerdote, justo cuando un nuevo pitido rasgaba el aire.