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Albert Cloister llevaba varias horas borracho en un taburete de metal y plástico, apoyado en la barra de un club de carretera cerca de Estambul, a donde había llegado como un alma errante. La cocaína recorría sus venas y se mezclaba con el alcohol hasta el cerebro. Una prostituta drogadicta de unos treinta años, que parecía tener sesenta, le acariciaba la entrepierna a cambio de un whisky escocés. No podía estar más abajo. Pero Albert Cloister sabía que no existía un «arriba». La cloaca, el fondo del pozo, no era aquel lugar en el que, según Oscar Wilde, nos hallamos todos pero desde el que algunos miran hacia las estrellas. No. Era el lugar donde todos nos hallamos. Y nada más. Sólo negrura, soledad, desesperación.

– ¡Eh, tú, sírvenos! -gritó a la camarera uno de los camioneros que acababan de entrar en el bar.

El aspecto de los dos hombres era rudo, y su tono insultante. Aíbert ni siquiera se enteró de su llegada hasta que el que se había mantenido en silencio se aproximó a la prostituta que estaba a su lado.

– ¿Qué haces con este despojo? -le preguntó, refiriéndose a Albert, que levantó un poco la mirada desde la barra y la volvió a bajar.

– Ja, ja, ja -se rió el camionero-. ¡Mírale, está grogui!

– Sólo estoy descansando, hijo de puta.

– ¿Qué has dicho?

Albert no respondió. Ni siquiera sabía por qué dijo eso. Le importaba un bledo si el camionero se llevaba a la mujer.

– Vamos, ven conmigo -insistió el camionero, agarrándola a la vez del brazo.

– ¡Déjame en paz! -chilló ella.

Miró a Albert con una extraña mezcla de desprecio y compasión. Era una puta. No es que esperara de él que se comportara como un caballero andante, pero algo en sus ojos, en su mirada, le había hecho pensar que Albert era distinto a los tipos que recalaban en el sórdido local. Evidentemente se había equivocado.

En el zarandeo, el camionero tiró demasiado fuerte y la mujer tropezó con el taburete de Albert, que se desequilibró y le hizo caer al suelo como un peso muerto. Los dos camioneros se rieron a carcajadas. Albert los imitó con una risa más débil. La humillación no era ya un sentimiento posible en su corazón. Ni siquiera el dolor físico le importaba. Se levantó sonriendo. Por pura casualidad vio un palo de billar apoyado cerca de él. Lo cogió y, por la espalda, se lo partió en la cabeza al camionero. Éste se agachó instintivamente, con una brecha en el cuero cabelludo por la que empezó a brotar abundante sangre.

El otro, sorprendido, saltó hacia Albert y le propinó un fuerte puñetazo en medio de la cara. Albert cayó de nuevo al suelo y rodó hasta la pared.

En ese mismo instante, en Boston, en su cuarto de la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, el viejo Daniel se despertó de pronto de su siesta. Estaba solo y con la puerta cerrada. Su respiración era más dificultosa de lo normal. La saliva densa obstruía casi por completo sus inflamadas vías respiratorias. No habría podido gritar aunque hubiese querido hacerlo. Pero no quería gritar ni resistirse.

Los camioneros dieron una paliza tal a Albert que hasta la camarera del bar y la prostituta salieron en su defensa, a riesgo de recibir ellas también algún golpe. Parecía que iban a matarlo. Finalmente, se contentaron con arrojarlo afuera con el rostro ensangrentado y múltiples contusiones. Había llovido. Retorcido sobre el asfalto del pequeño aparcamiento exterior, con medio cuerpo sobre un charco, Albert giró el cuello y miró hacia el cielo. A pesar de los nubarrones de la tarde, ahora estaba completamente despejado. La luna casi llena lucía en lo alto, blanca, fría, pura.

No hizo ningún esfuerzo por levantarse. Estaba mojado y ensangrentado, y sus costillas y su cara le dolían terriblemente. Allí estaría hasta morir. Era mejor abandonarse. Qué más daba ya todo. Incluso la condenación. ¿Qué importancia tenía prolongar la agonía? Un año más, diez, veinte… Aunque fuesen cien o mil. Después… Después la condenación. Eterna. ¿Para qué esperar más?

Entonces la vio.

Era una niña pequeña, con el pelo ensortijado y sucio, vestida con un trajecito raído. Estaba a punto de cruzar la carretera. Desde su posición, Albert vio los faros de un camión que se aproximaba hacia allí. La niña no podía verlo. Ni siquiera miró. Era demasiado pequeña.

¿Qué hacía allí a esas horas, sola…?

¿Y qué más daba eso? Que la atrepellara el camión. Así también ella abandonaría el mundo para ser engullida por el torbellino del mal. De todos modos, algún día tendría que ocurrir. Ése era tan bueno como cualquier otro. Tan malo como cualquier otro.

Albert bajó la mirada un instante. La Luna se reflejaba en la superficie del charco de agua sucia. Pero su reflejo era tan límpido como la visión real en las alturas. Movido por el único estímulo que aún le quedaba en su alma, algo que estaba impreso en ella, algo que se posee y no se recibe ni se pierde ni se entrega; lo más íntimo, la pasta de que uno está hecho, que aflora intacto ante la adversidad, movido por ello y sólo por ello, Albert se levantó sin atender a su propio sufrimiento. Olvidó por un instante las heridas de su cuerpo y de su espíritu, y se arrojó a la carretera en el preciso momento en que el camión empezaba un inútil frenazo ante los ojos de horror de la niña.

Albert consiguió empujarla con todas sus fuerzas. Ella salió despedida hacia el arcén, a salvo. Pero el camión alcanzó a Albert y lo lanzó mucho más lejos. Quedó tendido boca arriba en medio de la vía con los ojos cerrados. Ya no podía ver la Luna que gravitaba sobre él, ni percibir su luz.

También su luz interior, la luz de su vida, empezó a extinguirse.

Daniel ya casi no podía respirar. Y, sin embargo, una sonrisa había aflorado a sus labios. Desde la cama, levemente girado, tenía la vista fija en la ventana en la que estaba su maceta. Un dorado haz de sol la iluminaba. Blancas nubes se recortaban por detrás, sobre un cielo intensamente azul. Daniel expiró mirando hacia la maceta con expresión de inmensa felicidad. No había angustia en él, ni miedo. Sólo paz y alegría: la planta muerta se había transformado. Ya no era un pedazo de rama seca, sino una lozana rosa roja de incomparable hermosura.

Cuando los servicios de asistencia médica llegaron al lugar del accidente, el corazón de Albert se había detenido. En su mente, la negrura total había dado paso al oscuro túnel en cuyo final está la luz refulgente que atrae a las almas. Él conocía bien ese último viaje. Y también conocía lo que estaba detrás de esa luz bienhechora: el mal absoluto y eterno. Con valentía, se dispuso a entregar su alma a Lucifer.

Ante los ojos de su espíritu, separado del cuerpo, discurrieron miles de imágenes de su vida. Emotivas, como cuando ocurrieron, vividas, reales, se recrearon escenas de su infancia y juventud, el recuerdo de su pobre hermano, el cariño y las enseñanzas de unos amantes padres, la amistad, las primeras pruebas de la vida, su amor de juventud, la vocación de servir a Dios, todas las dificultades pero también las recompensas, el placer y el dolor. Y por fin el dolor. El dolor y el mal…