– Sí, padre, experimenté al principio una sensación placentera, de paz diría yo. Iba flotando como un ser etéreo mientras me aproximaba hacia una luz blanca que parecía atraerme, magnética, que me atraía cada vez más. Llegué a esa luz con el corazón ufano, repleto de alegría., sin miedo a una muerte que estaba aceptando de buen grado.
En su silla de ruedas, con rostro desconsolado, la anciana se detuvo. Una de sus nietas, presente durante el encuentro, acabó de servir el café y le dio una taza a su abuela. Con mano temblorosa, ésta se la llevó, humeante, a los labios. Cerró los ojos mientras bebía un sorbo. La piel de su garganta vibró. Al abrir de nuevo los ojos, su expresión era de infinita tristeza.
– Pero también vi lo que había detrás de la luz. Vi algo más. Vi lo que estaba más allá. Y eso, padre, no era lo que esperaba… Soy incapaz de dar una respuesta a esta experiencia. Prefiero no pensar en ello. Lo que vi es imposible de explicar. Estaba más allá del mal… Si he accedido a esta entrevista es porque…
– Lo sé, señora -dijo el padre Cloister, que empezaba a sentir una opresión creciente en el pecho-. Y le doy otra vez las más encarecidas gracias, de parte del obispo y de mi congregación. Pero ahora he de rogarle que, a pesar del dolor que le causa y de la dificultad de rememorar unos momentos tan duros, me cuente todo lo que recuerda. Es importante que lo haga.
El silencio se hizo denso. La amplia estancia estaba decorada con muebles de caoba y espejos de marco dorado. Por una ventana penetraba un haz de sol. Hasta las minúsculas motas de polvo en suspensión que brillaban bajo el haz parecieron congelarse.
– Lo que vi, padre, no se lo deseo a nadie… La luz se fue haciendo más y más grande a medida que yo me acercaba a ella. Al principio no comprendía por qué, pero unos sonidos lejanos empezaron a parecerse a lamentos. Sí, eran lamentos desesperados. Cada vez los escuchaba con más nitidez. La luz comenzó entonces a disminuir, a atenuarse hasta que casi se apagó. Poco a poco perdía intensidad y se iba tornando amarillenta, y luego rojiza.
Bajo esa luz ya roja, intensamente roja, a través del umbral del que emergía, tuve la oportunidad de ver cómo se precipitaban a una sima sin fondo lo que a mí me parecían almas puras. Caían en un pozo de tormento y desesperación. No fueron mis ojos, sino mi espíritu, el que percibió un mal infinito al que esas almas estaban condenadas. Ese mal eterno me sobrecogió…
Las lágrimas afloraron y se deslizaron por las arrugadas mejillas de aquella mujer que valientemente rememoraba lo que nunca habría querido conocer ni recordar. Su nieta, sentada a su lado, la confortó poniéndole las manos en los hombros. Recobrado el aplomo, la anciana siguió hablando.
– He leído que esto les ha pasado a otras personas. Que no siempre la luz blanca es la última visión de quienes están a punto de morir, pero regresan. Que hay personas con otras experiencias.
– Lo que nunca antes había, sucedido, que la Iglesia sepa -mintió piadosamente el padre Cloister, que extrajo de su portafolios unos documentos del hospital-, es lo que a usted le pasó mientras se hallaba en coma.
– Así es, padre. Así es. Ninguno de los médicos pudo comprender cómo, en la cama de la Unidad de Cuidados Intensivos, vigilada permanentemente por una enfermera, los huesos de mis piernas pudieron quebrarse. Solos, sin motivo, dejándome así, inválida… Tengo miedo, padre. ¿Qué puede significar todo esto?
Albert Cloister no tenía una respuesta para esa pregunta. Ojalá la hubiera tenido. Ojalá hubiera sabido qué responder. Pero, como en tantas otras ocasiones, frente al horizonte de lo desconocido, sólo podía echar mano de su fe.
– Rece a Dios y no tenga miedo. Él nos dará las respuestas cuando lo crea conveniente. No tenga miedo.
Tendió sus dos manos a la anciana, que lloraba ahora amargamente. Sus pupilas buscaron las del sacerdote, como queriendo atravesarlas y descubrir en ellas la sinceridad de su respuesta. El miedo la atenazaba cada noche y cada día, en todo momento. Él trató de tranquilizarla. Pero también empezaba a sentir miedo. Un miedo sin forma que aún no había encontrado su auténtico motivo.
Un taxi llevó a Albert Cloister ante la catedral de Nuestra Señora de París. Tenía la necesidad de orar en ese magnífico templo erigido cuando los hombres rendían auténtico tributo a Dios. Dicen que la fe mueve montañas, pero es capaz de mucho más que eso. Puede incluso levantar montañas nuevas: las catedrales, montañas de piedra labrada, erigidas por fe. Y las toneladas de piedra de la catedral de Notre Dame habrían de aliviar el peso que notaba, grávido y opresivo, sobre su alma.
«TODO ES INFIERNO», recordó. Ésa era la inscripción grabada en el interior del féretro de aquel cura español del que tuvo que suspenderse el proceso de canonización. Sus huesos estaban rotos. Algo se los destrozó aún en vida. El hombre debió de ser enterrado en estado cataléptico y se despertó dentro del ataúd. Pero no pudo provocarse a sí mismo esas lesiones. Eso era imposible. El padre Cloister recibió el encargo de investigar el hecho. A finales del año 2000, de la Congregación para las Causas de los Santos había pasado a formar parte de un grupo de sacerdotes sin nombre oficial -todos ellos jesuítas, como él, al servicio directo del Papa-, que indagaban en lo prohibido, en los misterios paranormales y todo cuanto escapa a la comprensión humana y de la ciencia. Unos religiosos que actuaban a veces de incógnito, bajo falsas identidades cuando era necesario; hombres de fe versados en ciencia, tecnología, historia, mitos, simbología, lenguas antiguas, psicología, técnicas de espionaje. Un grupo de investigadores de lo más extraño entre lo extraño, para rechazar los enigmas y misterios definitivamente o transformarlos en incontrovertibles, que se llamaban a sí mismos «los Lobos de Dios». Sí, lobos, pues a veces hacen falta lobos para defender a los corderos del Señor.
Desde niño, Cloister había demostrado una aguda inteligencia y una genuina curiosidad por el mundo que lo rodeaba. Le encantaba leer libros en el tiempo en que sus compañeros de colegio miraban cómics. Siempre se sintió distinto. Primero para mal, pero luego, cuando comprendió los motivos, ya sin ninguna clase de sentimiento de inferioridad. Su jovialidad lo llevó a limar sus rarezas para agradar a los demás. Era un muchacho extrovertido que, sin embargo, no se sentía del todo a gusto en este mundo. Algunos chicos tenían ciertos reparos hacia él, y las chicas no le hacían demasiado caso. Siendo aún muy joven, casi sólo un chiquillo, sintió la primera llamada de la vocación sacerdotal. Su familia era una buena familia católica, aunque no muy religiosa. Él, sin embargo, tenía un gran aprecio por todo lo sagrado.
Una única vez sintió la tentación de abandonar esa senda. Fue con diecisiete años, durante un verano en un campamento mixto al que le habían enviado sus padres. Allí conoció a Paula Loring, una jovencita de su misma edad, de pelo rubio y grandes ojos verdes, que aparentaba tres o cuatro años más que él, y de la que se enamoró rendidamente. Se pasó la mitad de las vacaciones tratando de buscar un modo de hablar con ella sin que se le notara el rubor y el azoramiento. Cuando la veía, una luz invisible la rodeaba. Él era tímido con las chicas y aquello le superaba. Pero fue ella la que dio el primer paso. Era el año 1989, y sonaba en la radio el disco postrero de Roy Orbison, con su acento sureño. Una canción -She's a Mystery To Me- y una noche constelada, en medio de una pradera con un gran lago, rodeado de montañas, junto al fuego de una hoguera… Aquella chica le hizo más feliz de lo que nunca había llegado a soñar.