Así estaban las cosas aquella noche, y todo habría sido normal de no haber ocurrido un incidente desagradable. En aquella hora, Aizada y su marido llegaron en un tren de mercancías al entierro de su padre. Y apenas Aizada anunció su aparición con fuertes sollozos, las mujeres la rodearon y se pusieron también a llorar. Ukubala estaba especialmente conmovida y desesperada junto a Aizada. La compadecía. Lloraron y se lamentaron muchísimo. Yediguéi intentó tranquilizar a Aizada:
–Qué podemos hacer ahora, no nos vamos a morir tras el difunto, hay que aceptar el destino.
Pero ella no se calmaba.
Así suele ocurrir con frecuencia: la muerte del padre le daba ocasión de saciar sus ganas de llorar, de vaciar públicamente su alma, de expulsar todo aquello que desde hacía tiempo no encontraba una salida abierta con palabras. Llorando a voz en grito y dirigiéndose a su difunto padre, despeinada y abotargada, repetía amargamente, al estilo femenino, su mala suerte, diciendo que nadie podía comprenderla ni darle asilo, que su vida había sido un fracaso desde la juventud, que su marido era un borracho, que sus hijos correteaban por la estación de la mañana a la noche sin nadie que los vigilara y reprendiera y que por ello se habían convertido en unos gamberros, y mañana seguramente serían bandidos que saquearían trenes, que el mayor ya había empezado a beber y la policía había ido ya a prevenirla diciéndole que el asunto pronto llegaría a la fiscalía. ¡Y qué podía hacer una mujer sola si ellos eran seis! Y a su padre le importaba un comino...
Y efectivamente, así era; el marido estaba allí sentado con aire turbio y vacío, con cara triste y desesperada –aunque, sin embargo, había acudido al entierro de su suegro– y fumaba unos cigarrillos apestosos, de desecho. Para él, aquello no era nada nuevo. Lo sabía: la mujer chillaría una y otra vez, y acabaría por cansarse... Pero intervino muy inoportunamente el hermano, Sabitzhán. Y ahí empezó todo. Sabitzhán empezó a avergonzar a su hermana: dónde se había visto una cosa así, qué maneras eran aquéllas, para qué había ido, ¿para enterrar a su padre o para oprobiarse a sí misma? ¿Era así como debía llorar a su honorable padre una hija kazaja? ¿No se habían convertido en leyenda ya los grandes llantos de las mujeres kazajas, y en canciones para los descendientes en cientos de años? Los muertos no resucitaban con tales llantos, pero los vivos que había alrededor se fundían en lágrimas. Y se otorgaba al difunto una alabanza y todos sus méritos ascendían a los cielos. Así lloraban las mujeres de antes. ¿Y ella qué? Soltaba allí sus quejas de huérfana, ¡lo mal que lo pasaba en este mundo!
Aizada no parecía esperar más que esto. Y empezó a chillar con nueva fuerza y furia.
–¡Qué inteligente y sabio nos has salido! Primero debes empezar por dar lecciones a tu mujer. ¡Métele primero estas hermosas palabras en la cabeza! Por algo no habrá venido ni nos habrá mostrado este llanto majestuoso. Y no habría sido ningún pecado que hubiera acudido a rendir tributo a nuestro padre, ya que tanto ella, esa bestia, como tú, que vives canallescamente bajo sus tacones, saqueasteis y robasteis al anciano hasta dejarle en cueros. Mi marido será tan alcohólico como quieras, pero está aquí, y ¿dónde está la sabihonda de tu mujer?
Entonces Sabitzhán empezó a chillarle al marido de Aizada para que obligara a ésta a callarse, pero él montó en súbita cólera y se arrojó sobre Sabitzhán para estrangularle...
A duras penas los vecinos de Boranly consiguieron calmar a los parientes en discordia. Fue desagradable y vergonzoso para todos. Yediguéi se disgustó muchísimo. Sabía lo poco que valían, pero no esperaba que las cosas tomaran aquel cariz. Y, muy enfadado, los previno con extrema severidad:
–Si no os respetáis unos a otros, no manchéis por lo menos la memoria de vuestro padre, de otro modo no voy a permitir que ninguno de vosotros se quede Aquí, no tendré en cuenta ninguna circunstancia, ya os arreglaréis...
Pues sí, esta desagradable historia ocurrió la víspera del entierro. Yediguéi se mostraba muy sombrío. De nuevo se le juntaron tensamente las cejas bajo su abatida frente, y otra vez le atormentaron unas preguntas: ¿de dónde habían salido aquellos hijos y por qué se habían convertido en lo que eran? ¿Soñaban acaso en eso Kazangap y él, cuando bajo el calor o la helada los llevaban al internado de Kumbel para que se instruyeran, se abrieran paso en la vida, no tuvieran que helarse en cualquier apartadero de Sary-Ozeki, para que luego no maldijeran su destino diciendo que sus padres no se habían preocupado? Y todo había salido al revés... ¿Por qué? ¿Qué había impedido que se convirtieran en personas por las que el alma no sintiera repugnancia?
Y de nuevo le sacó de apuros Dlínny Edilbái poniendo de manifiesto una sensibilidad humana que alivió la situación de Yediguéi aquella noche. Comprendió lo que estaba pasando su amigo. Los hijos de un difunto son siempre los principales personajes en un entierro, así está establecido. Y no se los puede meter en otra parte, ni alejar a otro sitio, por desvergonzados y miserables que sean. Para suavizar de alguna manera el escándalo entre hermano y hermana, que había ensombrecido a todos, Edilbái invitó a todos los hombres a su casa.
–Vamos –dijo–, contaremos las estrellas en el patio, tomaremos té, nos sentaremos allí...
En casa de Dlínny Edilbái, Yediguéi pareció caer en otro mundo. También antes pasaba por allí como vecino y siempre salía satisfecho, su alma se llenaba de gozo por la familia de Edilbái. Ese día deseaba quedarse mucho más rato, la necesidad que sentía era tan grande como si en aquella casa hubiera de reponer alguna fuerza perdida.
Dlínny Edilbái era ferroviario como los demás, no cobraba más que nadie, vivía como todos en una casita prefabricada con dos habitaciones y cocina, pero allí reinaba una vida muy diferente, limpia, cómoda, luminosa. Era el mismo té de los demás, pero en los cuencos de Edilbái a Yediguéi le pareció transparente miel de abeja. La esposa de Edilbái, bonita y buena como ama de casa, y los niños, unos niños corrientes... «Aguantarán en Sary-Ozeki cuanto puedan –supuso Yediguéi en su interior– y luego se trasladarán a otro lugar mejor. Será una lástima que se vayan de aquí...»
Después de sacarse las botas en el porche, Yediguéi se sentó en la habitación interior doblando bajo el cuerpo los pies en calcetines y advirtiendo por primera vez en todo el día que estaba cansado y hambriento. Apoyó la espalda en la pared de tablas y guardó silencio. A su alrededor, en los extremos de una mesita baja y redonda se instalaron los demás invitados, que hablaban en voz baja sobre unas y otras cosas...
Después se entabló una rara conversación. Yediguéi había olvidado ya el cohete cósmico que despegara la noche anterior.
Pero la gente enterada dijo ciertas cosas que le sumieron en meditaciones. No era que hiciera un descubrimiento. Sencillamente, se admiró de sus razonamientos y de su ignorancia en este campo. Al mismo tiempo, se hizo un cierto reproche interior: para él, todos aquellos vuelos cósmicos que interesaban tanto a todo el mundo eran algo muy lejano, casi mágico, al margen de sus ocupaciones. Por ello, también su actitud hacia todo aquello estaba entre el respeto y la inquietud, como ante la aparición de una fuerte voluntad impersonal de la cual, en el mejor de los casos, sólo tenía derecho a tomar nota. Y sin embargo, el espectáculo de la nave que partía para el cosmos le había impresionado y cautivado. Sobre este tema se entabló la conversación en casa de Dlínny Edilbái.