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Por ello arreaba al camello. Hacía bastante frío. El viento soplaba Uniformemente, con crudeza. Con el viento, se le depositaba escarcha en la cara; especialmente, el gorro de piel de zorro se heló en forma de peluda capa. Y la misma capa blanca se depositaba en la respiración del pardo camello como una bufanda que iba del cuello hasta la misma coronilla. El invierno, por lo tanto, iba cobrando fuerza. La lejanía aparecía envuelta en brumas. En la cercanía no parecía haber niebla, pero si Uno se fijaba resultaba que en el límite de la visibilidad había una neblina. Ésta parecía irse retirando de él a medida que avanzaba. Se retiraba lo que avanzara el viajero. El Sary-Ozeki invernal era inhóspito y riguroso, petrificado en su aventada blancura.

La joven pero andarina camella no era una mala cabalgadura y medía animadamente la tierra con sus pasos. Pero para Yediguéi aquello no era cabalgar, ni aquélla era velocidad. De haber tenido a Karanar, habrían viajado de Una manera muy distinta. El otro tenía una respiración mucho más poderosa, y no se podía comparar la amplitud de los pasos. No en vano decían ya en tiempo antiguo:

¿Qué tiene un caballo mejor que este caballo? Su andadura superior es mejor.

¿Qué tiene un paladín mejor que este paladín? Su inteligencia superior es mejor.

Tenía que ir lejos y siempre en solitario. Yediguei habría languidecido mucho por el camino de no ser por la bufandita que le regaló Zaripa. Todo el viaje sintió la presencia de aquel objeto al parecer insignificante. Con lo que había vivido ya en este mundo, nUnca hubiera supuesto que una minucia como aquélla pudiera calentar de tal modo un corazón si procedía de la mujer amada. Con ello se confortó todo el camino. Metía Una mano en la faltriquera, acariciaba la bufandita y sonreía beatíficamente. Pero luego se sumió en meditaciones. ¿Qué hacer? ¿Cómo continuar su vida? Tenía por delante un verdadero callejón sin salida. ¿Qué hacer? El hombre que vive debe ver ante sí un objetivo y un camino que conduce a él. Y él no los tenía.

Y entonces una niebla de aflicción envolvió la vista de Burani Yediguéi como los silenciosos horizontes de Sary-Ozeki, cubiertos de helada neblina. Yediguéi no encontraba respuesta, se apenaba, sufría, se desmoralizaba, y se esperanzaba de nuevo con sueños irrealizables...

A veces sentía un verdadero terror en medio de aquel silencio y soledad. ¿Por qué le había tocado vivir aquella vida? ¿Por qué había ido a parar a Sary-Ozeki? ¿Por qué había aparecido en Boranly-Buránny aquella desgraciada familia empujada por el destino? De no haber sucedido nada de eso no habría conocido sufrimientos y hubiera vivido en su casa tranquila y cómodamente. Pero no, su alma era irresponsable y quería lo imposible... Y por si fuera poco, aquel rebelde Karanarque era también una carga, un castigo de Dios. También tenía mala suerte. Bueno, bromas aparte, él no tenía suerte en la vida...

Yediguéi llegó a Ak-Moinak casi al caer la tarde. La camella se cansó con el viaje. Era un camino largo y además en época invernal.

Ak-Moinak era un apartadero como Boranly-Buránny, sólo que allí tenían su propia agua, de pozo. Pero en lo demás no había diferencias notables, era igual que Sary-Ozeki.

Al acercarse a Ak-Moinak, Yediguéi preguntó a un chico que encontró en el extremo de una callejuela dónde estaba Kospán. El otro le dijo que en aquel momento Kospán estaba en el trabajo, de servicio en el apartadero. Allí se dirigió Burani Yediguéi. Se acercó a la casilla y se disponía ya a apearse cuando apareció en el porche un hombrecillo de mediana estatura, vivaracho, con una astuta sonrisa. Vestía una pelliza que parecía de segunda mano, calzaba unas maltratadas botas y se cubría con Una vieja gorra de orejeras inclinada hacia Un lado.

–¡Ah, ah, Yediguéi-agá! ¡Nuestro querido Boranly-agá! –reconoció al instante a Yediguéi deslizándose porche abajo–. O sea, que has venido. Y nosotros espera que te espera. Piensa que te piensa si vendrá o no vendrá.

–Cualquiera no viene –sonrió Yediguéi–, después de recibir Una carta tan amenazadora.

–¡Qué otra cosa podíamos hacer! Bien, y la carta no es nada, Yediguéi-agá. La carta es Un papel. Pero aquí las cosas están de tal manera que tienes que librarnos de tu Karanar, pues nos encontramos como sitiados. No tenemos vía libre a la estepa. Cuando ve a alguien desde lejos, acude corriendo como Un loco dispuesto a lisiarlo. ¡Qué calamidad! Da miedo tener un semental así. –Hizo una pausa, examinó a Yediguéi montado en su camella y añadió–: Me gustará ver cómo te las arreglas con él, ¡con las manos vacías, según parece!

–¿Por qué había de ser con las manos vacías? Ésta es mi arma –Yediguéi sacó de las alforjas un látigo enroscado en su mango.

–¿Sólo con esta fusta?

¿Qué quieres, que traiga un cañón contra Un camello?

–Pues aquí ni con las escopetas nos atrevemos. No sé, quizá reconozca en ti a su amo, entonces... Sólo que lo dudo, tiene Una cortina de humo ante sus ojos...

–Bueno, eso lo veremos –respondió Yediguéi–. Para qué perder tiempo. Seguramente, tú eres Kospán. Si es así, condúceme, enséñame dónde está, y el resto me lo dejas a mí.

–No está tan cerca –dijo Kospán mirando a su alrededor, y luego consultó su reloj–. Sabes, Yediguéi, es ya muy tarde. Antes de que lleguemos allí se nos hará de noche. ¿Y adónde vas a ir después con la noche encima? No, no ha de ser así. No siempre se puede invitar a gente como tú. Serás nuestro invitado. Y por la mañana haz lo que te pida el alma.

Yediguéi no esperaba que las cosas tornaran este cariz. Contaba con que conseguiría cazar a Karanar, que aquella misma noche llegaría a Kumbel, que pasaría la noche en casa de unos amigos junto a la estación y que al alba partiría para llegar antes a casa. Al ver que Yediguéi quería marcharse, Kospán protestó con decisión:

–No, Yediguéi-agá, no ha de ser así. Perdóname por la carta. No tenía otra solución. Nos hacía la vida imposible. Pero no te dejaré partir. Si, no lo quiera Dios, te sucediera algo por la noche en la desierta estepa invernal, no quiero ser Un maldito en todo Sary-Ozeki. Quédate, y por la mañana haz lo que quieras. Allí está mi casita, en el extremo. A mí me queda todavía hora y media de servicio. Considérate en tu casa. Instálate. Pon a la camella en el vallado. Tendrá pienso. Nuestra agua es de aquí, toma tanta como quieras.

Aquel día de invierno oscureció rápidamente. Kospán y su familia eran unas gentes maravillosas. La anciana madre, la esposa, el hijo de unos cinco años (la hija mayor estaba estudiando en el internado de Kumbel) y el propio Kospán no tenían otra dedicación que la de servir a su huésped. La casa estaba muy caliente y tenía una animación especial. En la cocina se preparaba carne de la matanza invernal. Mientras, tomaban el té. La anciana madre llenaba personalmente la taza de Burani Yediguéi y no hacía más que preguntarle por la familia, los hijos, la vida cotidiana, el tiempo, y de dónde era originario. Ella, por su parte, le contó cómo y de qué manera habían llegado al apartadero de Ak-Moinak. Yediguei participaba de buen grado en la conversación, alababa la amarilla carne al horno, que ponía sobre ardientes pedazos de torta para metérsela en la boca. La manteca de vaca era algo raro en Sary-Ozeki. Las mantecas de oveja, de cabra o de camello tampoco están mal, pero la de vaca es más gustosa. Y sus parientes del Ural les habían enviado manteca de vaca. Yediguéi aseguró, mientras devoraba las tortas con esa manteca, que olía en ella las hierbas del prado, con lo que sedujo en gran manera a la anciana, que empezó a contar cosas de su país, de las tierras Yaítzki [29], de sus hierbas, bosques y ríos...