En aquel momento llegó el jefe del apartadero, Erlepés, invitado por Kospán con motivo de la llegada de Burani Yediguei. Con la entrada de Erlepés empezó, como es natural, una conversación de hombres sobre el servicio, el transporte, los obstáculos en las vías. Yediguéi conocía superficialmente a Erlepés, pues era un hombre que hacía ya tiempo que trabajaba en el ferrocarril, y entonces se le presentaba la ocasión de conocerle más de cerca. Erlepés era mayor que Yediguei. Era jefe del apartadero de Ak-Moinak desde el final de la guerra y se advertía que en el apartadero todos sentían respeto por él.
La noche se había instalado ya tras las ventanas. Como en Boranly-Buránny, continuamente pasaban trenes con gran ruido, tintineaban los cristales y el viento silbaba en las hojas de las ventanas. Y sin embargo era Un lÑgar completamente distinto, aunque situado en el mismo ferrocarril de Sary-Ozeki, y Yediguéi se encontraba entre personas completamente diferentes. Allí era un invitado, pero aunque había ido a por el insensato Karanar, de todos modos le habían acogido con dignidad.
Con la llegada de Erlepés, Yediguéi se sintió aún más en su sitio. Erlepés era un interesante interlocutor que conocía muy bien la antigüedad kazaja. La conversación pronto giró hacia los tiempos pasados, los personajes e historias célebres. Aquella noche se acrecentaron mucho los buenos sentimientos de Yediguéi para con sus nuevos amigos de Ak-Moinak. Le predispusieron no sólo las conversaciones sino también la alegría de los dueños de la casa, y en no menor grado el buen comer y la bebida. Había vodka. Después del frío y del viaje, Yediguéi bebió medio vaso y comió carne curada, con manteca de giba de camello joven, de unos platos colocados en una mesa redonda y baja. Y un bienestar se difundió por todo su cuerpo, conmoviendo y acariciando su alma. Burani Yediguei se embriagó un poco, se animó, empezó a sonreír. Erlepés también se permitió beber en honor del invitado, y asimismo se sintió de buen humor. Por ello, rogó a Kospán:
–Ve, por Dios, y trae mi dombra [30], Kospán.
–Bien dicho –aprobó Yediguéi–. Desde la infancia envidio a los que saben tocar la dombra.
–No prometo Una gran interpretación, Yedik, pero recordaré alguna pieza en tu honor –dijo Erlepés sacándose la chaqueta y arremangándose anticipadamente la camisa.
A diferencia del vivaracho y parlanchín Kospán, Erlepés era más reservado. Con su maciza cara y su robusto cuerpo inspiraba seguridad en sí mismo. Tomó la dombraen sus manos, se concentró y pareció colocarse a cierta distancia de las cosas cotidianas. Así suele ser cuando una persona se dispone a mostrar sus aficiones más íntimas. Al afinar el instrumento, Erlepés miraba a Yediguéi con larga y sensata mirada, y en sus negros y grandes ojos sesgados brillaban reflejos de luz que relucían como en el mar. Y cuando pulsó las cuerdas y recorrió con sus largos y prensiles dedos, de arriba abajo, en alto gesto, toda la longitud del cuello de la dombra, arrancó de una vez un puñado entero de sonidos al tiempo que ataba los cabos de un nuevo puñado que luego, ahondando en el tema, sería el que arrancara generosamente de las cuerdas, según comprendía Yediguéi, aquella parte de la música que no resultaría tan fácil ni sencilla a su oído. Pues él, por lo visto, aunque se había distraído un poco con los asistentes, ahora sentía que los primeros sonidos de la dombrale hacían reaccionar de nuevo, le arrojaban otra vez a los abismos de amarguras y desgracias. ¿Por qué surgían esas cosas en él? Evidentemente, la gente que compuso aquella música sabía desde hacía mucho tiempo lo que experimentaría Burani Yediguéi y cómo lo haría, qué dificultades y sufrimientos tenía destinados desde su nacimiento. De otra manera, ¿cómo podían saber que existiría y lo que sentiría al oírse a sí mismo en la música que estaba tocando Erlepés? Se conmovió el alma de Yediguéi, se inspiró y gimió, y se abrieron para él, en un instante, todas las puertas del mundo: la alegría, la tristeza, la meditación, los vagos deseos y dudas...
Efectivamente, Erlepés tocaba la dombrade un modo excelente. Las antiguas vivencias de la gente revivían en las cuerdas, liberando, como los leños secos en la hoguera, el fuego de un ardor espiritual. Y en aquel momento, Yediguéi pensaba, acariciando la bufanda que le habían regalado y que guardaba en el bolsillo interior de su chaqueta, que en el mundo había una mujer que él amaba, y que sólo el pensar en ella era placer y sufrimiento, que le era imposible vivir sin ella y que por lo tanto la amaría siempre, irreflexiva, inolvidable e infinitamente, le costara lo que le costase. Sobre todo eso vibraba la dombraen manos de Erlepés, ora apagándose ora enardeciéndose. Un toque seguía a otro, unas melodías se fundían en otras, y el alma de Yediguéi flotaba como una barca sobre las olas. De nuevo se encontraba mentalmente en el mar de Aral, recordaba las invisibles corrientes marinas a lo largo de la ribera, y su dirección se adivinaba por las algas, como cabellos de mujer, que seguían la corriente estirándose hacia un mismo lugar. En otro tiempo tÑvo Ukubala unos cabellos así, hasta más abajo de las rodillas. Y cuando se bañaba, sus cabellos flotaban pesadamente hacia un lado, como las algas, siguiendo la corriente marina. Y ella se reía feliz, hermosa y morena.
Burani Yediguéi se iluminó, se conmovió. Tanto bienestar le producía escuchar la dombra. Sólo por eso había valido la pena aquel camino diurno por el Sary-Ozeki invernal. «Qué suerte que Karanarhaya venido a parar aquí —pensó Yediguéi—. Y me ha atraído a mí, me ha obligado verdaderamente a venir. ¡Bravo, Erlepés! ¡Por lo que veo eres un gran maestro! Y yo que no lo sabía...»
Al escuchar la interpretación de Erlepés, Yediguéi pensaba en sus cosas, intentaba contemplar su vida desde fuera, elevarse por encima de ella como un graznador milano sobre la estepa, alto, muy alto, y desde allí cernerse en completa soledad, con las alas muy extendidas sobre las columnas de aire ascendentes, y contemplar lo que había abajo. El enorme cuadro del SaryOzeki invernal se extendía ante su vista. Allí, en la imperceptible sinuosidad de la línea del ferrocarril, se agrupaban algunas casitas y algunas luces: era el apartadero de Boranly-Buránny. En una de aquellas casitas estaba Ukubala con sus hijitas. Seguramente ya estarían durmiendo. Pero posiblemente debería de pensar algo, quizá el corazón le sugeriría algo. Y en otra de las casitas, Zaripa con sus hijos. Ella no dormiría. Era seguro que lo pasaba mal. Y tenía aún por delante mucha amargura: los niños aún no sabían lo de su padre. Y no había remedio, la verdad no se puede dejar al margen...