Imaginaba cómo pasaban retumbando los trenes en mitad de la noche, llameando con sus luces, barriendo el polvo de nieve, y cuán densa e infinita era la noche que los rodeaba. No lejos del lugar donde se encontraba como huésped escuchando la dombra, en la negra, oscura y salvaje estepa, entre nieves y vientos, vigilaba el frenético Karanar. No estaba para sueños ni para descansos, porque así lo disponía la naturaleza. Acumulaba fuerzas durante todo el año, estaba todo ese tiempo recogiendo y rumiando pienso, frotando continua e incesantemente la rumia con sus poderosas mandíbulas, que para ello tenía convenientemente adaptado el estómago, para acumular primero el pienso en forma de pasta y luego devolverlo para una segunda molturación. Los camellos rumian en cualquier momento, masticando la rumia cuando caminan e incluso cuando duermen, y todo ello para acumular y concentrar fuerza en las gibas, y cuanto más poderosas, hinchadas y duras sean éstas, cuanto más compacta sea su grasa, más poderoso será el macho en la temporada invernal. Y entonces no le importará la nieve ni el frío, ni incluso su amo, y menos aún la demás gente. Entonces se volverá fiero, embriagado por una fuerza indomable, entonces será zar, dueño y señor, y no experimentará cansancio ni temor, ni nada del mundo existirá para él, ni la comida ni la bebida, nada excepto el ansia de saciar su grande y desenfrenada pasión. Pues para ello ha vivido todo un año, y ha acumulado fuerzas día tras día. Y en el momento en que Burani Yediguéi estaba de huésped, caliente y satisfecho, escuchando música, en algún lugar de aquel distrito se agitaba y enfurecía Burani Karanarentre nieves lunares, en medio de la noche de Burani, fiel a la llamada de la sangre, guardando celosamente las hembras preferidas, no permitiendo que se les acercara fiera alguna, ni siquiera Un pájaro, aullando penetrantemente y sacudiendo aterrorizador los negros mechones de su barba.
Yediguéi también pensaba en eso a los acordes de la dombra...
La música trasladaba instantáneamente su pensamiento del pasado al presente, y de nuevo al pasado. Y a lo que le esperaba a la mañana siguiente. Y surgió en él un raro deseo: proteger y guardar de cualquier peligro todo aquello que le era querido; todo el mundo que era capaz de imaginar, para que nadie ni nada lo pasara mal. Y esa vaga sensación de cierta culpabilidad
ante todos cuantos estaban relacionados con su vida, provocaba en él un secreto pesar...
–Yediguei –le llamó Erlepés sonriendo pensativamente mientras, al finalizar, pulsaba suavemente las cuerdas a punto de aquietarse–. Seguramente estarás cansado del viaje, tienes que descansar, y yo no hago más que rasguear la dombra.
–No, no; pero qué dices, Erlepés –protestó sinceramente Yediguéi poniéndose las manos en el pecho–. Por el contrario, hacía tiempo que no me sentía tan bien como ahora. Si tú no estás cansado, continúa, haz esta buena acción. Toca.
–¿Qué te gustaría oír?
–Eso lo sabes tú mejor que yo, Erlepés. El maestro sabe mejor lo que más le va. NatÑralmente, las canciones antiguas parecen ser algo más íntimo. No sé por qué, pero se agarran al alma, inspiran pensamientos.
Erlepés movió la cabeza en señal de comprensión.
–También nuestro Kospán es así –sonrió mirando a éste, que se mostraba desacostumbradamente callado–. Cuando escucha la dombraparece derretirse, se convierte en otro hombre. ¿No es así, Kospán? Pero hoy tenemos un invitado. No lo olvides. Échanos Un poco más.
–Al instante –se animó Kospán y vertió en el fondo de los vasos una nueva ronda.
Bebieron, picaron los entremeses. Después de esa corta espera, Erlepés tomó la dombray comprobó de nuevo, pulsando las cuerdas, que el instrumento estaba afinado.
–Puesto que sientes afición por las cosas antiguas –dijo dirigiéndose a Yediguéi–, te recordaré una historia, Yedik. Muchos ancianos la saben, y tú también. Por cierto, vuestro Kazangap la cuenta muy bien, pero él la cuenta y yo la canto y la toco, monto todo un teatro. En tu honor, Yedik: Alocución de Raimalyagá a su hermano Abdilján.
Yediguéi asintió, agradecido, con la cabeza, y Erlepés recorrió las cuerdas haciendo preceder al relato la bien conocida abertura de dombra. De nuevo volvió a gemir la turbada alma de Yediguei, pues todo lo que había en aquella historia se reflejaba en él con especial tristeza y comprensión.
Zumbaba la dombra, acompañada por el canto de Erlepés, denso y grave, muy adecuado al relato sobre el trágico destino del célebre zhyrau [31]Raimaly-agá. Éste pasaba ya de los sesenta cuando se enamoró de una joven, Beguimái, una cantante trashumante de diecinueve años, que se encendió como una estrella en su camino. Más exactamente, fue ella la que se enamoró de él. Pero Beguimái era libre, voluntariosa y podía disponer de su persona como quisiera. La fama, a quien condenó fue a Raimaly-agá. Desde entonces, esa historia de amor tiene sus partidarios y sus detractores. No hay indiferentes. Unos no aceptan, rechazan, el acto de Raimaly-agá y exigen que su nombre sea olvidado; otros le compadecen, sufren con él, transmiten de boca en boca, de generación en generación, esa amarga tristeza de enamorado. Y así vive el relato de Raimaly-agá. En todas las épocas tiene Raimaly-agá quienes le vilipendian y quienes le defienden.
Aquella noche recordó Yediguéi cómo Ojos de Halcónhabía vituperado con rencor el relato de la alocución de Raimaly-agá a su hermano Abdilján, que había encontrado entre los papeles de Abutalip Kuttybáyev. Abutalip, por el contrario, tenía una opinión muy alta de lo que él llamaba el poema del Goethe de la estepa, pues los alemanes tuvieron también a un grande y prudente anciano que se enamoró de una jovencita. Abutalip escribió la canción de Raimaly-agá sacándola de las palabras de Kazangap con la esperanza de que la leyeran sus hijos cuando fueran mayores. Abutalip decía que hay casos aislados, destinos de ciertos hombres, que se convierten en patrimonio de muchos, pues el valor de la lección es muy elevado y el contenido de la historia muy grande, y lo que le sucedió a un solo hombre parece extenderse a todos los que viven en esa época e incluso a los que vendrán mucho después...
Ante él, tocando inspiradamente la dombray acompañándola con su voz, se sentaba Erlepés, el jefe del apartadero que tenía ante todo que entender de raíles en un determinado tramo del ferrocarril, y parecía que no tenía por qué llevar dentro de sí una atormentadora historia de tiempos remotos, la historia del desgraciado Raimaly-agá, no tenía por qué sufrir como si se encontrara en su lugar... Así es la música y el verdadero canto, pensaba Yediguéi; cuando dicen: muere y nace de nuevo, uno estaría dispuesto a hacerlo en aquel momento... Ay, si siempre pudiera arder en el alma iluminada esa luz que permite al hombre pensar con claridad a su antojo sobre sí mismo de la mejor manera...
En aquel nuevo lugar, Yediguéi no consiguió dormirse en seguida, pese a que antes salió a respirar el frío aire, y aunque los dueños de la casa le arreglaron una cómoda y caliente yacija, con esas sábanas limpias que se guardan en todas las casas para casos semejantes. Yacía junto a la ventana y oía cómo el viento arañaba y silbaba, cómo pasaban los trenes en una y otra dirección... Esperaba el amanecer para apoderarse del amotinado Karanary ponerse cuanto antes en camino, para llegar pronto a Boranly-Buránny, donde vivían sus hijos, los de ambas casas, ya que él los amaba de igual manera, pues por ello vivía en esa tierra, para que se sintieran bien... Pensaba de qué manera podría someter a Karanar. Ése era el problema, todo lo suyo era diferente de lo de los demás, y le había tocado el camello más terco y furioso, la gente se ponía a temblar sólo al verlo y ahora estaba dispuesta incluso a disparar... Pero cómo meter en la cabeza de un animal lo que es bueno y lo que es malo... Porque si había ido hacia aquellos lugares no era porque sí, así lo había dispuesto la naturaleza, y Karanarera grande y poderoso, por lo cual no había para él barrera alguna y destrozaría a quien se interpusiera en su camino... ¿Qué hacer? ¿Cómo apretarle las clavijas a Karanar? Sería preciso encadenarlo y tenerlo todo el invierno en el vallado, no fuera que le volaran su pecadora cabeza; si no Kospán, algún otro le dispararía y no habría remedio... Al dormirse, recordó Una vez más la canción de Erlepés, cómo tocaba la dombra, y se alegró de haber podido pasar con ellos toda la velada. Gracias a aquella dombrahabían revivido, trasladados a su alma, los sufrimientos del bardo Raimaly-agá, que se enamoró para su desgracia. Y aunque no había nada en común entre los dos, Yediguéi encontró en la historia de Raimaly-agá Un lejano eco, Un cierto dolor común. Lo que experimentara Raimaly-agá cien años atrás, se transmitía como un eco hasta él, hasta Burani Yediguéi, que vivía en el desierto Sary-Ozeki. Yediguéi suspiraba profundamente, se revolvía en su yacija, se sentía triste y apenado por toda aquella vaguedad que se avecinaba, por aquella indeterminación de su espíritu. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía continuar? ¿Qué decirle a Zaripa? ¿Qué responder a Ukubala? Sí, se hallaba indeciso, vagaba, erraba de camino, y al dormirse se sintió de pronto en el mar de Aral... La cabeza le dio vueltas ante aquel insoportable azul y aquel viento... Y como entonces, como en su infancia, se precipitó hacia el mar para imaginarse gaviota viviendo libremente sobre las olas, y se sintió muy feliz con ello, exultante. Se cernía sobre los espacios marinos escuchando continuamente el zumbido y el tintineo de la dombra, el canto de Erlepés sobre el desgraciado amor de Raimaly-agá, y soñó de nuevo que soltaba al mar el mekre de oro. El mekre era flexible y pesado, y cuando lo llevaba al agua sentía claramente la viva carne del pez y los esfuerzos que hacía en su ansia por escapar hacia su elemento natural. Él caminaba por la orilla, el mar rodaba a su encuentro, él se reía con la cara al aire, y luego abrió los brazos y el mekre de oro, encendiéndose sobre el denso azul del mar como un irisado brillo, estuvo largo rato deslizándose y cayendo en el agua... Y sin embargo, de alguna parte llegaba una música... Alguien lloraba y se quejaba de su destino.