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Yediguéi se detuvo en la parte posterior de la casa, en el patio, para encerrar inmediatamente a Karanaren el cercado. Se apeó, agarró una gruesa cadena clavada en tierra con una traviesa y aherrojó con ella una de las patas delanteras del camello. Y lo dejó en paz. «Que se enfríe, después ya le quitaré la silla», decidió en su interior. Sin saber por qué, tenía mucha prisa. Yediguéi enderezó su aterida espalda y sus piernas, y salió del cercado. Saule, su hija mayor, acudió corriendo. Yediguéi la abrazó, moviéndose torpemente con la pelliza, la besó.

–Te vas a helar –le dijo. La niña iba ligera de ropa–. Corre a casa. Vengo en seguida.

–Papá –dijo Saule estrechándose contra su padre–, Daúl y Ermek se han marchado.

–¿Adónde han ido?

–Se han marchado para siempre. Con su mamá. Han subido a un tren y se han marchado.

–¿Que se han marchado? ¿Cuándo se han marchado? –preguntó mirando a los ojos a su hija, todavía sin comprender de qué se trataba.

–Hoy por la mañana.

–¡Qué cosas! –profirió Yediguéi con voz temblorosa–. Anda, corre, corre a casa –dejó a la niña–. Luego vendré. Tú ve, ve en seguida...

Saule desapareció tras la esquina. Yediguéi, sin cerrar la puerta del cercado, vestido como iba, con la pelliza por encima de la chaqueta abotonada, fue rápida y directamente a la barraca de Zaripa. La niña habría podido confundir alguna cosa. Aquello no podía ser. Pero en el porche había muchas pisadas. Yediguéi tiró bruscamente del asa de la entreabierta puerta y al atravesar el umbral vio una habitación abandonada y fría tiempo ha, con desperdicios inútiles rodando por el suelo. ¡Ni los niños ni Zaripa!

–¿Cómo es posible? –murmuró Yediguéi al vacío, no deseando aún comprender del todo lo que había sucedido–. ¿O sea que se han marchado? –dijo sorprendido y afligido, aunque era evidente hasta la saciedad que aquellas personas se habían marchado de allí.

Y se sintió mal, tanto como nunca se sintiera en toda su vida. Estaba de pie en medio de la habitación con la pelliza puesta, junto a la fría estufa, sin comprender qué debía hacer, cómo comportarse, cómo detener en su interior la ofensa y la pérdida que clamaban y pugnaban por salir al exterior. En en alféizar de la ventana estaban las piedrecitas de adivinación que Ermek había olvidado, las mismas cuarenta y una piedras con las que había aprendido a adivinar cuándo su padre, inexistente tiempo ha, regresaría, unas piedras de esperanza y de amor. Yediguéi recogió en su mano las piedrecitas de adivinación, las estrechó en su puño: eso era todo lo que había quedado. Ya no tuvo más fuerzas, se volvió de cara a la pared, pegó su ardiente y amargado rostro a las frías tablas y se echó a llorar ahogada y desconsoladamente. Y mientras sollozaba, las piedrecitas iban cayendo de su mano una tras otra. El intentaba convulsivamente retenerlas en su temblorosa mano, pero ésta no le obedecía, y las piedras resbalaban y caían al suelo con sordo golpe una tras otra, caían y rodaban a los diferentes rincones de la vacía casa...

Luego se volvió, se deslizó por la pared y lentamente se puso en cuclillas y permaneció de esa manera, con la pelliza puesta, con la gorra de pieles encasquetada, apoyándose de espaldas contra la pared, sollozando amargamente. Se sacó del bolsillo la bufandita que la víspera le regalara Zaripa y se enjugó las lágrimas con ella...

Así permaneció en la abandonada barraca intentando comprender qué había sucedido. O sea, que Zaripa se había marchado con los niños aprovechando su ausencia. Es decir, lo quería así o bien temía que él no los dejara partir. Y él no los habría dejado marchar de ninguna manera, por nada del mundo. Terminara como terminase, de haber estado allí no los habría dejado marchar. Ahora ya era tarde para adivinar qué habría pasado de no haber estado él de viaje. Ya no estaban. ¡Zaripa no estaba! ¡No estaban los niños! ¿Cómo había de separarse de ellos? Por eso Zaripa había comprendido que era mejor partir en su ausencia. Para ella se había hecho más fácil la partida, pero no había pensado en lo terrible que sería para él encontrar la barraca vacía.

¡Y alguien había detenido para ella un tren en el apartadero! ¡Alguien! Ya sabía quién: Kazangap. Qué otro podía ser! Sólo que no habría tirado del timbre de alarma como hiciera Yediguéi el día de la muerte de Stalin sino que lo habría concertado con alguien, habría convencido al jefe del apartadero para que detuviera algún tren de viajeros. Era un hombre así... ¡Y seguramente Ukubala habría colaborado para sacarlos rápidamente de allí! ¡Pero, esperad! Y la sangre de la venganza hirvió sorda y negra encendiendo su cerebro: sentía el deseo de hacer un acopio de fuerzas y aniquilarlos a todos, destruir todo cuanto había en aquel apartadero maldito de Dios que se llamaba BoranlyBuránny, destruirlo de raíz, que no quedaran ni astillas, y montar en Karanary largarse por Sary-Ozeki hasta morir en soledad de hambre y de frío. Así estaba, sentado en el lugar abandonado, falto de fuerzas, vacío, impresionado por lo ocurrido. Quedábale únicamente un terrible desconcierto: «,Por qué ha partido? ¿Adónde ha ido? ¿Por qué ha partido? ¿Adónde ha ido?».

Luego se presentó en casa. Ukubala le tomó en silencio la pelliza y la gorra, y llevó las botas a un rincón. Por la cara petrificada y gris de Burani Yediguéi era difícil precisar en qué pensaba ni qué tenía intención de hacer. Sus ojos parecían ciegos. No expresaban nada, escondían el sobrehumano esfuerzo que tenía que hacer para contenerse. Ukubala había puesto ya varias veces el samovar, a la espera de su marido. El samovar hervía, estaba lleno de brasas de carbón vegetal.

–El té está ardiente –dijo la esposa–. –Acabo de sacarlo del fuego.

Yediguéi la miró en silencio y continuó tragando el agua hirviente. No sentía el té caliente. Ambos esperaban tensamente la conversación.

–Zaripa se ha ido con los niños –dijo al final Ukubala.

–Lo sé –masculló brevemente Yediguéi sin levantar la cabeza del té. Y después de una pausa, preguntó también sin levantar la cabeza del té–: ¿Adónde ha ido?

–No nos lo dijo –respondió Ukubala.

Y aquí pusieron punto final. Escaldándose con el fuerte té al que no prestaba atención, Yediguéi se ocupaba en una sola cosa: no estallar, no ponerlo todo patas arriba, no asustar a las niñas, no provocar una desgracia...

Terminado el té, se dispuso a salir de nuevo a la calle. Se puso otra vez las botas, la pelliza y la gorra.

–¿Adónde vas? –le preguntó la esposa.

–A ver al ganado –dijo desde la puerta.

Entretanto, había terminado el corto día invernal. El aire oscurecía rápidamente, de forma casi palpable. Y la helada crecía notablemente, el viento raso se ponía en movimiento, levantándose y zigzagueando con sus móviles melenas. Yediguéi se dirigió sombrío al vallado. Y al entrar con ojos brillantes de irritación le gritó a Karanar, que pugnaba por librarse de la cadena:

–¡No te hartas de bramar! ¡Todo te parece poco! ¡Pero ahora, canalla, te ha llegado el turno! ¡No voy a gastar muchas palabras contigo! ¡Ahora, a mí todo me da igual!

Yediguéi empujó a Karanarpor el flanco, lanzó una terrible palabrota, lo desensilló, arrojó la silla lejos de allí y desató la cadena que ataba la pata del camello. Luego lo tomó de la brida con una mano; en la otra llevaba el látigo enroscado en el mango. Salió a la estepa llevando de la brida al semental, que chillaba y aullaba fastidiosamente de añoranza. El dueño volvió la cabeza varias veces, levantando amenazadoramente la mano y tirando de Burani Karanarpara que éste cesara en sus gemidos y aullidos, pero como sea que esto no causara efecto alguno, lo dejó y se dispuso a caminar sin prestar atención, soportando sombría y pacientemente el bramar del camello, y caminó obstinadamente por la profunda nieve, bajo el viento raso, por el campo crepuscular que iba oscureciéndose y perdiendo gradualmente sus perfiles. Respiraba pesadamente pero caminaba sin detenerse. Anduvo mucho rato, la cabeza sombríamente gacha. Lejos del apartadero, tras la colina, detuvo a Karanary le infligió un cruel castigo. Yediguéi arrojó la pelliza sobre la nieve y se ató rápidamente la cuerda del ronzal al cinturón que ceñía su chaqueta acolchada, para que el camello no se liberara y huyera, y para tener las manos libres. Entonces, agarrando con ambas manos el mango del látigo, empezó a descargar latigazos sobre el semental, vengando en él toda su desgracia. Fustigaba furioso e implacable a Burani Karanar, descargando sobre él latigazo tras latigazo, exhalando ronquidos y vomitando maldiciones: