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–¡Toma! ¡Toma! ¡Ruin animal! ¡Todo por culpa tuya! ¡Por tu culpa! ¡Eres el culpable de todo! También ahora te voy a dejar en completa libertad, vete a donde quieras, pero antes te voy a lisiar! ¡Toma! ¡Toma! ¡Criatura insaciable! ¡Todo te parece poco! Tenías que irte por ahí. ¡Y ella, mientras, se ha marchado con los niños! ¡A ninguno de vosotros os importa cómo me siento yo! ¿Cómo voy a vivir ahora en este mundo? ¿Cómo voy a vivir sin ella? Si a vosotros os da lo mismo, a mí también me lo da. ¡De manera que, toma, toma, perro!

Karanarchillaba, daba tirones y se agitaba bajo los golpes del látigo. Loco de terror y dolor, derribó a su amo y huyó corriendo, arrastrándolo por la nieve. Arrastraba a su amo con una fuerza salvaje y monstruosa, lo arrastraba como un tronco, todo con tal de librarse de él, de liberarse, de huir hacia aquellos lugares de donde le habían hecho volver a la fuerza.

–¡Alto! ¡Alto! –gritaba Yediguéi ahogándose y hundiéndose en la nieve por la que le arrastraba el semental.

La gorra había volado de su cabeza, los montones de nieve le golpeaban con calor y con frío la cabeza, la cara, el vientre, se le metían por el cuello, por la cintura, el látigo estaba enroscado en sus manos y nada podía hacer para detener de algún modo al semental, para desatar la cuerda del cinturón. Y el animal le arrastraba empavorecido, insensatamente, viendo su salvación en la huida. Quién sabe cómo habría terminado todo si Yediguéi no hubiera conseguido milagrosamente desatar la correa, abrirla hebilla, y salvarse de morir ahogado en la nieve. Cuando pudo agarrar la cuerda, el camello lo arrastró aun unos cuantos metros y se detuvo retenido por su amo en su postrero esfuerzo.

–¡Ah, malvado! –barbotó Yediguéi al volver en sí, chamuscado por la nieve, ahogándose y tambaleándose–. ¡Ah! ¡Cómo eres! ¡Pues toma, bestia! ¡Y fuera, fuera de mi vista! ¡Corre, maldito, que no te vea nunca más! ¡Vete al infierno! ¡Que te fusilen, que te maten como a un perro rabioso! ¡Largo, desaparece! ¡Todo por tu culpa! Así estires la pata en la estepa. ¡Que tu hálito no esté cerca de mí!

Karanarhuyó chillando en dirección a Ak-Moinak, pero Yediguéi lo alcanzó y lo despidió con unos latigazos, renegando de él, maldiciéndolo e insultándolo con las peores palabras. Había llegado la hora del castigo y de la separación. Luego, Yediguéi estuvo largo rato gritando en su dirección:

–¡Piérdete de vista, animal del diablo! ¡Corre! ¡Muérete allí, criatura insaciable! ¡Que te claven una bala en la frente! Karanarhuía cada vez más lejos por el campo crepuscular y oscuro y no tardó en desaparecer en la neblina de la ventisca, sólo de vez en cuando se oían aún sus vivos y trompeteantes chillidos. Yediguéi imaginaba cómo iba a correr toda la noche de cabo a rabo, sin cansancio, en medio de la ventisca, hasta llegar allí, a sus hembras de Ak-Moinak.

–¡Uf! –escupió Yediguéi, y volvió sobre sus pasos siguiendo la huella que abriera en la nieve su propio cuerpo.

Sin gorra, sin pelliza, con la piel ardiente en la cara y en las manos, vagó en la oscuridad arrastrando el látigo, hasta que de pronto sintió una impotencia y un vacío totales. Cayó de rodillas sobre la nieve, y doblado sobre sí mismo, agarrándose la cabeza con las manos, se echó a llorar sorda y agotadoramente. En plena soledad, arrodillado en mitad de Sary-Ozeki, escuchaba cómo se movía el viento, cómo silbaba y se arremolinaba levantando el polvo de nieve, y oía cómo la nieve caía del cielo. Cada copo de nieve –los millones de copos– que susurraba inaudible en el frufrú de su roce por el aire, le decía, creía él, que no iba a poder soportar el peso de la separación, que no tenía sentido vivir sin la mujer amada y sin aquellos niños a los que había cobrado tanto afecto, un amor que no todos los padres sentirían. Y tuvo deseos de morir allí, de que la nieve le cubriera inmediatamente.

–¡No hay Dios! ¡Ni Él entiende puñetera cosa de esta vida! ¿A qué esperar que lo entiendan los demás? ¡No hay Dios, no lo hay! –se dijo desesperanzado en la amarga soledad de los nocturnos desiertos de Sary-Ozeki.

Antes, nunca había pronunciado en voz alta aquellas palabras. Incluso cuando Elizárov, que continuamente citaba a Dios, aseguraba que desde el punto de vista científico Dios no existía, él no lo había creído. Pero ahora lo creía...

Y la Tierra seguía rodando en sus círculos, oreada por los vientos superiores. Giraba alrededor del Sol y daba vueltas alrededor de su propio eje, arrastrando en aquel momento a un hombre arrodillado sobre la nieve en medio de un blanco desierto. Ni un rey, ni un emperador, ni soberano alguno habrían caído de rodillas ante la faz del mundo lamentándose de la pérdida de su Estado o de su poder, con la desesperación con que lo hizo Burani Yediguéi el día en que se separó de la mujer amada... Y la Tierra giraba...

Unos tres días después, Kazangap detuvo a Yediguéi junto al almacén donde obtenían las escarpias y los cojinetes para reparar las vías.

–Te has vuelto un poco huraño, Yediguéi –le dijo como de pasada mientras trasladaba un manojo de hierros a la carretilla–. ¿Huyes de mí, o qué? Me esquivas, tú sabrás por qué; no consigo hablar contigo.

Yediguéi miró a Kazangap con brusquedad e irritación.

–Si empezamos a hablar, te estrangulo en el sitio. ¡Y tú lo sabes!

–No tengo duda alguna de que estás dispuesto a estrangularme, y quizá a algo más. Pero dime solamente, ¿por qué estás tan furioso?

–¡Tú la obligaste a partir! –manifestó francamente Yediguéi lo que le estaba atormentando y no le dejaba en paz aquellos días.

–Mira, hombre –movió la cabeza Kazangap mientras su cara enrojecía de ira o de vergüenza–. Si tal cosa te ha pasado por la cabeza, piensas mal no sólo de nosotros sino también de ella. Da las gracias a que esa mujer haya tenido inteligencia y no haya hecho como tú. ¿Has pensado alguna vez cómo podía terminar todo esto? ¿No? Pues ella lo pensó y decidió marcharse antes de que fuera demasiado tarde. Y yo la ayudé a partir cuando ella me lo pidió. No quise averiguar adónde iba con los niños, y ella no me lo dijo; mejor que sólo lo sepa el destino y nadie más. ¿Comprendes? Se marchó sin rebajar su dignidad con una sola palabra, ni la dignidad de tu esposa. Se despidieron como lo hacen las personas. Y tú inclínate ante ambas por haberte salvado de una inevitable desgracia. Una esposa como Ukubala no la encontrarías nunca. Otra en su lugar habría armado tal escándalo que te hubieras ido al fin del mundo, más lejos que tu Karanar.